Por Vicente Sáez Vallés, paciente de Ataxia de Friedreich, de Zaragoza.
Vicente Sáez Vallés |
No había nadie en la calle, salvo dos muchachos sentados en un banco de la plaza: Javier estaba triste, sin apenas conversación (muy extraño en él), y con el rostro hundido y duro. Los codos sobre las rodillas, y despeinado y descamisado... Su amigo intentaba ayudarle: animarle. Le contaba chistes malos, pero él respondía con un minúsculo lamento: un quejido desacostumbrado y licencioso.
- ¿Qué te pasa?, Javier.
Ninguna respuesta... pues tal era el enigma. Nada. Un mundo hermético del que nada sabía el resto del mundo...
De pronto, un susurro quebró el horizonte de la noche:
- Pelarzos de peras...
- ¿Qué? -su amigo se puso en pie asustado.
- Sí, pelarzos de peras: es lo único en el mundo que puede hacerme olvidar los malos tragos que estoy pasando...
“¿Y dónde consigo ahora pelarzos de peras?”, se preguntó.
Partió pues en busca de esas frutas por las inmensas calles de la noche. Se vio inmerso en una aventura que le depararía hazañas y andanzas propias de un caballero andante... Sus pasos le encaminaron a las callejas del casco antiguo. Calles estrechas y adoquinadas, oscuras y brillantes por la lluvia reciente. Y peligrosas en la noche, porque miles de tímidas luces apuntaban a una delincuencia ilimitada: donde se concentraba la dudosa moral de las gentes, con la confusión del misterio y la oscuridad.
A lo lejos, en la perspectiva de la callejuela, vio la luz de un comercio, y excitado corrió a ver de qué se trataba. Y sus ojos avistaron una sorpresa muy oportuna: un gran letrero iluminado, rezaba en naranja de neón: “frutería de guardia”. “Esta es la mía”, se dijo y raudo empujó la puerta y contempló boquiabierto el rostro despreocupado de la dependienta obesa que, tejiendo uno u otro calcetín, apenas se fijó en él.
Sin poder explicar la situación, volteó el corazón sin apenas resuello, cuando preguntó esperando respuesta afirmativa:
- ¿Tiene peras?.
La dependienta abrió mucho los ojos y, en medio de un aroma dulzón, se puso en pié y contestó recitando una frase ensayada:
- No. Tenemos manzanas reinetas, piñas, pomelo, plátanos, higos, dátiles, naranjas, almendras, manzanas golden, melocotones, uvas pasas, limones, melones, avellanas, kiwis, ciruelas, aguacates, mandarinas, cerezas, granadas, nueces... Pero no, no tenemos peras.
La decepción mostrada fue tal, que la dependienta de disculpó:
- Lo siento.
Caminó con la cabeza gacha escondiendo el dolor de no poder dar unos cuantos pelarzos a su amigo, que tanto le solucionaría. Se hicieron las cuatro... las cinco... y sus pies sólo buscaban la envoltura natural de esa fruta cortada para el consumo.
Y una luz de esperanza le llenó de sentido cuando leyó el cartel de luz intermitente de colores de un comercio: “desperdicios de frutas”. Entró en la tienda con el rostro optimista y alocado. Apenas se percató de la hermosa joven rubia que hablaba con la dependienta, también obesa:
- ¡Medio kilo de pelarzos de peras!.
- ¡Oiga joven! -dijo la tendera- Espere su turno.
- No pasa nada, no tengo prisa -por fin escuchó las palabras de la garganta delicada de la joven y contempló las formas curvas y sensuales de la preciosidad ataviada con un vestido de seda negra escotado y fruncido hasta la cintura y acabado en volantes blancos que adivinaban sus piernas fuertes, esbeltas y bonitas.
- Han subido los pelarzos de peras...
- No importa...
La mujer alzó el platillo de una balanza hasta la cesta. metió tres puños repletos de pelarzos y, mirando fijamente las evoluciones de la báscula, añadió, y quitó, hasta que la aguja señaló quinientos. Los introdujo en una bolsa amarilla, y se la tendió al hombre nervioso por una mujer que le miraba interesada.
Vio un cartel en la pared, escrito con rotulador casero, en que se leía: “Tenemos prostitutas”.
La tendera se percató de que él estaba miraba el cartel, y anunció:
- ¡Tenemos prostitutas...!
- No, gracias... -azorado, pagó el paquete y abrió la puerta... cuando las manos de la joven le sujetaron la muñeca. El sonrió, turbado, pero, en el fondo, deseaba que la joven hermosa le sujetara de las muñecas.
- ¿Un amigo deprimido? -dijo ella firme, pero sólo para sus oídos.
- Bueno, sí...
- ¿Sabes? Yo antes era prostituta, pero lo dejé.
Fueron hablando por las callejas, juntos, de la mano. Llegaron a un hotel y tomaron una habitación, y allí consumaron su amor.
Casi amanecía, cuando, entre sábana y sábana de pasión desbordante, recordó que debía entregar a Javier, su amigo, el paquete amarillo de los pelarzos.
- Amada mía, debo partir a la plaza, a entregar esta ofrenda en forma de pelarzos de peras...
- Te acompañaré...
Ambos se vistieron en un santiamén, y se desvistieron, porque se equivocaron de ropa interior.
De la mano, recorrieron en un vuelo las enormes avenidas sólo surcadas por el camión de la leche y por un pescadero pelirrojo con delantal a rayas verdes y negras.
En un suspiro, llegaron al banco donde, cabizbajo, permanecía Javier, ansiando pelarzos. Su cara demacrada por el sueño y la desesperanza, delataban el hundimiento brusco que sólo su compañero conocía. Se adelantó unos pasos y, con el paquete amarillo en la mano, se lo tendió en un amago de amistad, susurrando:
- Javier, toma esto...
Javier saltó de alegría, distribuyó las pieles de pera entre sus bolsillos, y comió unas pocas. Luego, abrazó a su amigo y le besó efusivamente en la boca.
Sus pasos le encaminaron hacia la joven hermosa que despedía algunas lágrimas de emoción, y le abrazó asimismo. Luego los dos se sonrieron, y empezó esa intimidad de los amantes en los que sobra el resto del mundo. Feliz, la recién pareja partió en busca de un hotel dónde consumar su amor.
Él miró a su entorno y vio un banco en la fresca mañana. Se sentó allí, taciturno, anhelando pelarzos de peras.
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Nota final del administrador del blog:
Vicente falleció en el año 2006. Para acceder a una breve semblanza del autor del texto (escrita por su hermana, Cristina, también, como él, paciente de Ataxia de Friedreich), hacer click en: Semblanza de Vicente Sáez Vallés.
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