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sábado, 19 de febrero de 2011

El barco de la vida

Blog "Ataxia y atáxicos".
Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich, de la provincia de Burgos.

El barco velero impulsado por una leve brisa a popa navegaba en medio del mar. Desde allí, sólo se veía el azul verdoso del agua. La atmósfera estaba tan calmada que daba la impresión de no existir el movimiento. Hasta la brisa, que dicen siempre sopla en el mar, parecía haberse detenido. Era una sensación muy rara para cualquier marinero. Tan rara, que era un sueño de quien nunca ha abandonado la tierra firme. De no estar soñando, habría preferido el color dorado de un trigal maduro con el oleaje simulado de las espigas mecidas por el viento y adornado por las pinceladas rojas de amapolas.

En mi sueño había llegado la noche después de una dura jornada de trabajo. Aunque no supiera el motivo, no podía dormirme. Me vestí y salí a cubierta a tomar el fresco nocturno. La luna se reflejaba en el agua dando una claridad similar a la del amanecer. Todo estaba solitario y misterioso: Era como si el hombre en aquel lugar no existiera. Pensativo, me estaba paseando por la cubierta del barco cuando observé la presencia de una persona. Me acerqué unos metros y vi su gorra de capitán. Como siempre he sido excesivamente tímido, no me atreví a molestarlo y me quedé contemplando el reflejo de la luna en el agua mientras esperaba que fuese él quien se dirigiera a mí.

De pronto, mientras yo me hacía el despistado, el capitán posó su mano sobre mi hombro.

- ¡Hola! ¿No hay sueño?.

Era un hombre en apariencia tan amable, que debajo de su larga y poblada barba se adivinaba una sonrisa. Tan atento parecía, que su bondad invitaba a hacer preguntas. Y como yo no entendía el porqué de mi estancia lejos de mi tierra firme y de mis trigales con amapolas, me animé a preguntar:

- ¿Cómo se llama este barco?

- Vida -contestó-. El barco se llama Vida.

- ¿A dónde vamos?.

- Al infinito.

No me atreví a pedir explicación de una respuesta no entendida, e hice una pausa. Como si el capitán también quisiera sosegar la conversación, de vez en cuando, miraba con sus prismáticos el horizonte. Por ello, le pregunté:

- ¿Qué mira?.

- Nada. Solamente miro.

Cada respuesta, parecía más rara. Pero aquel hombre tenía algo, no sé qué, para animar a seguir conversando.

- ¿Qué transporta este barco?.

- Nada. Simplemente, llevamos.

Esta contestación me desmoralizó por completo, porque, por más vueltas que lo di, no pude apreciar ninguna diferencia entre transportar y llevar. Él se dio cuenta enseguida de mi vacilación, y me dio una explicación.

- No transportamos nada. La carga que llevamos únicamente sirve para guardar el equilibrio, no para trasladarla a ningún sitio.

Me quedé tan sorprendido como estaba antes de la interrogación, porque tampoco entendí la aclaración del capitán. Pero, tal vez llevado por su atracción mágica, cambié ligeramente mi anterior pregunta.

- ¿Y qué lleva el barco para guardar el equilibrio?.

- Llevamos multitud de paquetes. Solamente son de dos colores: Unos son azules y los otros rojos. Todos son iguales de tamaño y de peso, pero los rojos no los quiere nadie.

Jamás en tan poco tiempo me habían dicho tantas cosas superiores a mi inteligencia. Por ello, me quedé pensativo.

- Me voy -se despidió el capitán-. Aún tengo que anotar lo sucedido en la pasada jornada en el cuaderno de abordo. ¡Hasta luego!.

Miré mi reloj, y eran las cinco y media de la mañana. Ya no era tiempo de acostarme otra vez, pues dentro de muy poco amanecería. Cuando empezó a clarear, con las primeras luces del alba, comenzó a salir la muchedumbre de los camarotes. Y, cuando aparecieron los primeros rayos del sol, como si en apariencia hubieran surgido del agua de mar, la cubierta ya parecía un hormiguero de gente. Entonces vi la bandera del barco: era de color blanco, sin ningún signo. También pude apreciar con mi vista los paquetes de los que me habló el capitán. Estaban allí apilados en el centro del barco. Los rayos solares se reverberaban en su envoltura plateada azul, o roja. Todos, eran de forma cúbica, y tenían marcada en cada una de sus seis caras una letra "D". Todo el personal se movía de aquí para allá, yo también. No sé dónde íbamos, ni qué hacíamos, ni para qué, pero todos íbamos y veníamos.

De pronto, a quienes tenían su puesto de trabajo en la parte de babor del barco les dio por arrojar paquetes rojos al agua. Al principio, apenas notamos inconvenientes, pero en dos horas el barco quedó ladeado por completo. Había quedado como si pesara más la parte de estribor, donde estaba mi puesto, y estuviéramos a punto de naufragar. Tan inclinado estaba que apenas podíamos mantenernos en pie.

Entonces, el capitán salió a cubierta y comenzó a gritar órdenes. A los de nuestro lado nos ordenó:

- ¡Arrojad al mar paquetes azules!.

Esta medida no cabía en mi cabeza: "Si ellos tiran los rojos, y precisamente los rojos no los quiere nadie, ¿por qué no lanzamos nosotros también los rojos de nuestro lado para compensar la carga en vez de tirar los paquetes azules que parecen ser los auténticamente valiosos?", pensé. Animado por la confianza que el capitán me inspiró en la amable conversación de la noche, así se lo hice saber. Él me corrigió con suavidad, como si en el fondo me comprendiera, pero me hizo notar mi error:

- El equilibrio de este barco no se basa en el peso de la carga, sino en el número de paquetes. Tiene que ser igual la cantidad de un color que la del otro... por eso, es preciso arrojar paquetes azules, si arrojásemos más rojos, empeoraría el problema, y acabaríamos naufragando.

Tras un penoso trabajo arrojando paquetes azules, el barco recuperó la verticalidad.

Aquella noche estaba muy cansado por el trabajo, y dormí de un tirón.

A la mañana siguiente, el tiempo había cambiado totalmente. El viento levantaba el agua y lanzaba con dureza las olas contra el casco del barco. Y eso sólo era el principio comparado con la tempestad que hacían presagiar los negros nubarrones del cielo. Al igual que la víspera, todos íbamos y veníamos presurosos por cubierta. El tiempo se agravaba por momentos. Tan pronto nos inclinábamos a la derecha, como a la izquierda. Todos, atemorizados, gritábamos como locos cuando una ola salpicaba nuestros rostros. El barco, simulando una frágil cáscara de nuez, se balanceaba lo indecible. La tormenta tronchó de cuajo el palo mayor, e hizo trizas una de las velas. Entonces, el gobierno de la nave no fue posible desde el timón, y el barco giró en redondo. Después de esta pérdida de control, me encomendé a todos los santos, porque creí que el hundimiento era irremediable, y mi vida tocaba a su fin.

El capitán gritaba órdenes, pero no sé si decía que subieran las velas, o que las bajaran. No lo sé, porque estaba completamente mareado: Tanto, que tenía unas ganas inmensas de vomitar, y caí al suelo desmayado. Cuando se pasó mi desvanecimiento, estaba sobre mi litera. Me habían puesto un cinturón de seguridad para que el excesivo bamboleo de la nave no me expulsara de la cama. El barco ya había recuperado la normalidad y todo parecía tranquilo. Por ello, me volví a dormir.

Cuando desperté de nuevo, vi por el ojo de buey que aún no había amanecido. Como había dormido casi un día entero, no me venía el sueño. Me vestí y salí a pasear por cubierta.

Allí sólo estaba, como la noche pasada, el capitán mirando con sus prismáticos. Aunque supiera la respuesta, por iniciar la conversación, le hice la pregunta:

- ¿Qué mira?.

- Nada. Simplemente, miro.

En un instante recordé la tempestad sufrida el día anterior en contraste con la calma del momento. Se me ocurrió pensar que si, en medio de la tormenta, alguien hubiera tenido la idea de tirar paquetes rojos al mar como el primer día de mi viaje habría agravado las dificultades: Hubiéramos ido todos a pique. Sólo de pensarlo me entró un escalofrío, y se me puso piel de gallina. Le expresé mis temores al capitán.

- No temas -me contestó-, en la adversidad los hombres son más solidarios que nunca. Por eso, es bueno que de vez en cuando haya tormentas.

No comprendía aquella respuesta, pero encontré en ella algo para pensar. Por fin, se aclaraba mi mente, y me pareció hallar un principio de explicación para todo aquello. Pero cuando parecía animarse la situación, sonó mi despertador. Tal sonido interrumpió tan misterioso sueño, y vi que no había mar y me hallaba en mi querida tierra firme de trigales y amapolas.

Cuando tuve tiempo, quise descifrar aquel sueño. Como si de un rompecabezas se tratara, coloqué sobre la mesa todas sus piezas. Y, como si fueran de distinto puzzle, ninguna encajaba. "¡Bah, déjalo! ¡Cosas absurdas de los sueños!", me dije. Lo iba a dejar por imposible, cuando recordé una pregunta que había dirigido al capitán, y su respuesta correspondiente:

"- Esa letra "D" de los paquetes, ¿qué significa?".

"- La de los azules, derechos, la de los rojos, deberes -me había respondido".

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2- Sección "PowerPoint del día":

Para visionar y/o guardar el archivo PowerPoint, hacer click en: Citas célebres.

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3- Sección "Artículo recomendado":

Intentando alegrar la vida con ataxia, va un poco de humor... para compensar la seriedad de las seciones anteriores:

En un tren, lleno de legionarios, viaja un niño de 6 años.

Ya llegando a Córdoba, por los altavoces del tren, el maquinista explica que, debido a un retraso en el viaje, no pueden parar en la estación de Córdoba.

El niño rompe a llorarr amargamente. Ante las preguntas de uno de los legionarios, explica que su madre, divorciada, le ha enviado a Córdoba al entierro de su abuelo... y que su padre le está esperando en la estación de Córdoba.

- No te preocupes -le dice el legionario que viaja al lado-. ¡Por mis cojones y por la Legión, que este tren para 10 segundos en la estación de Córdoba!.

Y tras acompañar al niño a la puerta, le aconseja bajarse inmediatamente en cuanto se detenga el tren... va a ver al maquinista, y, apechugándolo, le dice:

- ¡Por mis cojones y por la Legión, que paras en Córdoba 10 segundos para que se baje un niño, o te parto la cara ahora mismo!.

Asustado, el maquinista accede, y para 10 segundos en Córdoba.

Tras entretenerse charlando unos minutos con unos compañeros, el legionario vuelve a su sitio en el tren, y halla de nuevo al niño llorando.

- ¿¡Pero cómo... no te has bajado en Córdoba!?.

- Sí... pero, cuando ya tenía un pie en el suelo, otro legionario, desde arriba, me ha cogido por el cuello de la camisa y, en volandas, me ha subido al tren, diciendo: "¡Por mis cojones y por la Legión, que este niño no se pierde!".

Y es que los legionarios son burros, pero buena gente :-)

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5 comentarios:

  1. Estupendo relato, bien montado, manteniendo el interés hasta la última palabra. Con intriga y enseñanza. Felicidades.
    Un abrazo.

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  2. Diego, a veces "suena la flauta... por casualidad" :-)

    Un abrazo.

    Miguel-A.

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  3. Creo que es un relato muy bueno, Miguel. Escribes muy bien. Y no "por casualidad".

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  4. Cristna, mi problema no estaría en aber redactar... sino en que describir algo es necesario haber vivido situaciones similares. Y el ámbito circundante de mi vida ha sido muy limitado.

    Un abrazo.

    Miguel-A

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  5. La imaginación no tiene límites. Es como "comer y rascar". Todo es empezar.

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