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jueves, 21 de agosto de 2014

'Las palabras del viento' (cuarta entrega)

Blog "Ataxia y atáxicos".

Mamen García
Por María Narro, pseudónimo literario de Mamen García, paciente de Ataxia de Friedreich, de Guadalajara.
Extraído de 'GuadaQué'... (ver enlace al original en "fuente"... al final del artículo).

Notas del administrador del blog:

Con permiso explícito de Mamen, iremos reproduciendo en este blog los capítulos de la novela 'Las palabras del viento', previamente editados por ‘GuadaQué’, y dejando constancia, en forma de enlace, de la fuente original... Nuestra perioricidad pudiera ser de un capítulo (entrega) semanal. Si bien, no establecemos plazos concretos, ni fechas fijas de edición.

En cualquier caso, cada día a editar, como recordatorio, se consignarán los enlaces a los capítulos ya editados... con el fin de que ninguno de los lectores pueda perderse el hilo de la narración:

1- María Narro publica su novela por capítulos (presentación).
2- 'Las palabras del viento' (capítulo I).
3- 'Las palabras del viento' (segunda entrega)
4- 'Las palabras del viento' (tercera entrega)


Cuarta entrega de la novela de María Narro "Las palabras del viento"


Portada de 'Las palabras del viento'
Laura


Mo... belo!
Dejé el libro abierto sobre la mesa de cristal y fui hacia el jardín.

La niña dormitaba cerca de los rosales, el clima le sentaba bien, en eso había acertado, y la casa, aunque no muy grande, se estaba convirtiendo en un verdadero hogar. Mi padre se había acercado a la farmacia con Morfeo, y Laura los buscaba al despertarse. Después de explicarle que no tardarían en volver, la senté encima de mí y comencé a cepillarle el pelo.
La luz del atardecer hacía vibrar la nostalgia de algo mejor, pero oyendo a mi hija comprendí que se equivocaba como tantas otras veces.

Sólo una vez creí en los sueños y me quedé sola abrazando la realidad. El ansia por destruir la soledad se desbordó cuando entró en mi vida Roberto, el padre de Laura.
Le había conocido mientras estudiaba en Madrid Filosofía y Letras a finales de los años setenta, en 1.978 más exactamente. Él era editor y organizaba concursos literarios junto a algunos de mis profesores, luego los poemas y relatos ganadores los publicaba en su editorial.
Disociados, editorial Disociados.

Hay personas que escriben para sí mismas o para sus más allegados, pero otras deseamos entrar en el mundillo literario. Yo descubrí que quería probar suerte dentro de la literatura cuando quedé finalista en un concurso de poesía celebrado en Sigüenza, además de que doña Asunción siempre me había instado a ello.
Después de ganar el primer premio de poesía en el concurso anual de la facultad, ya en Madrid, Roberto se fijó en mí; quiso leer algunos de mis poemas, preparar una antología y publicarme un libro.
Desde ahí entré en una espiral de felicidad que dejé de tener los pies en el suelo, aunque siendo sincera debo reconocer que estuve fascinada con él desde el primer momento en que le vi. Su atractivo entraba por los ojos, su sensibilidad y afición a la poesía calaban en el alma. En un alma quebrada por la inesperada marcha de Morse a la Argentina años atrás, y que se negaba la oportunidad de volver a amar. Pero no pudo negarse a conocer la magia, las mentiras y el sexo.

Recuerdo el día de la presentación de mi libro Fuego de soledad. La mano de mi editor arropándome como un verso más y el orgullo de doña Asunción y de papá como la más preciosa música del acto. Pero aunque aquel era mi día según decían todos, yo estaba extasiada con Roberto.
La noche anterior mientras ultimábamos los preparativos habíamos acabado haciendo el amor. Le extrañó que a mis veinticinco años aún fuera virgen porque por mis poemas había sabido de la existencia de Morse, pero eso le excitó y obsesionó aún más. Me sentía tan liviana, tan feliz y misteriosa, tan mujer, que poco me importó saber que no era la única. Él hacía estremecer toda mi piel debajo de su cuerpo y yo sólo pensaba en eso. Quería más y más, emborrachar todos mis sentidos de poesía, sin sentirla, quería vivirla.
Las primeras críticas del libro me convirtieron en la nueva promesa de la editorial Disociados. Estaba tocando un sueño, un cuento con príncipe incluido y me dejé llevar.

Mientras estuve estudiando en Madrid viví en una residencia de señoritas, estudiantes todas de la facultad. No estaba permitido que allí entraran hombres, novios, amigos, ningún varón que no fuera familiar nuestro, por lo que mi relación con Roberto la viví al principio en su despacho de la editorial y luego en un pisito cerca de Sol, a escondidas de todos.
Nadie sabía que estábamos juntos, él lo había querido así. Primero pensé que era por la diferencia de edad o por estar vinculado al profesorado de la Universidad, pero al ir escuchando hablar de su fama de don Juan entendí que no quería despertar los celos de otras. Me daba igual, aquel sabor a prohibido lo engrandecía todo. Nos veíamos dos días entre semana o cuando teníamos que acudir a cualquier acto literario.
Siempre había sabido que era feliz escribiendo poesía, por entonces averigüé lo que me gustaba recitar mis versos ante el público… ante el viento. Cada vez pensaba más en las Hoces del Río Dulce y no quería darme cuenta. Me hacía daño recordar aquella época que iba unida irremediablemente a Morse, me sentía como vacía y asomada a un precipicio que no quería entender. Sin embargo con Roberto todo era más llano, o al menos más directo y luminoso.
Llevábamos juntos tres meses. Era muy inteligente y me enseñó mucho acerca de los libros, y aún más de la poesía. Además de ser un verdadero maestro de la seducción, poseía una mezcla de negra sensibilidad y erotismo que me hechizaban. Como aquella noche que me pidió que escribiera desnuda para él porque quería fotografiarme.

Había puesto en la casa pequeños focos de luz blancos y malvas, y lo había llenado todo de rosas blancas. Sólo quiso que me dejara la melena suelta. Empecé a escribir sin poder apartar mis ojos de sus ojos y sin un ápice de vergüenza:

Descalza sobre el viento
con sabor a luna,
salí a buscarte por la orilla de un sueño…

Y no sé si llegó a usar la cámara, ya que me cogió en brazos y me tumbó lentamente sobre la cama. Él también se desnudó, se tumbó a mi lado y me miró durante largos minutos de silencio. Después, como si de pronto hubiera reparado en la fragilidad de mi ser, me abrazó con una ternura que desconocía y apoyó su cara sobre mis senos hasta quedarse dormido.
Noté lágrimas resbalando por mi pecho y le abracé con fuerza decidiendo no volver aquella noche a la residencia, pero no pregunté nada que no quisiera contar.


A la mañana siguiente cuando me desperté, ya se había ido; en su almohada había dejado una rosa y una nota en la que ponía:
‘Para mi bella pelirroja chinesca, no te vayas nunca’.

Recogí mis cosas, me vestí y salí a la calle sin ducharme. Necesitaba aire. Estábamos a mediados del mes de Mayo, en una primavera excesivamente calurosa ¿o me sentía acorralada? Sabía que Roberto estaba empezando a intimar con una compañera de la facultad, e incluso me habían llegado rumores de que estaba casado... No entendía nada. ¿Por qué me hacía ver que estaba enamorado de mí si no era así? ¿Debía parar ya aquella obsesión de placer entre sus brazos? Yo pasaría el verano con mi padre en Sigüenza y él se olvidaría de mí; sí, eso pasaría… antes de que llegara a hacerme daño de verdad. No tenía sentido aquella relación donde sólo había atracción física y pasión por la poesía. Todo tiene un principio y un final, y el nuestro se aproximaba.
Caminaba sin ver por una acera apretada de gente y de sentimientos sin nombre mientras empezaba a recitar hacia dentro como si de un mantra se tratara:

Fuego de soledad abrazando la mañana
sintiéndome mujer en el aliento de un verso,
inspirando la belleza despacio...
y expulsando el dolor.

Al día siguiente me invitó de nuevo a cenar en el piso. Hicimos el amor con la urgencia de dos amantes que no se ven durante meses, y mientras cenábamos me preguntó si quería acompañarle a la feria del libro de Frankfurt en el próximo otoño.
-¿Cómo...?


La semana anterior había estado firmando mi libro en el Parque del Retiro, conociendo a escritores altamente consagrados y hablando con poetas que no habían podido editar todavía. Me hicieron sentir privilegiada. No era fácil publicar, y yo había tenido la inmensa suerte de caer en las manos de Roberto y participar en la Feria del Libro de Madrid. Aún teníamos pendiente un recital de poesía que se celebraría en la Casa de América a principios de junio, pero yo creía que ese era nuestro broche de oro, nuestro punto y final. Por eso su petición de acompañarle a la República Federal Alemana en el mes de octubre me había descolocado.
Me contó que hacía dos años también le habían invitado a viajar a Frankfurt y no había podido ir. El viaje, aquella vez, hubiera sido en coche y la sola posibilidad de tener que pasar cerca de Berlín y su muro de la vergüenza le echaron para atrás; amén de los problemas con las fronteras alemanas y que la situación para salir de España no estaba muy boyante con la reciente muerte de Franco. Ahora era diferente, además de que el viaje sería directo en avión necesitaba y quería respirar más de cerca los pasos de Goethe.



El verano del 78 fue un tanto bohemio, entre poesías infinitas escritas en aviones de papel, añoranzas... y leyendo Fausto. Si hubiera podido, también habría hecho un pacto con el diablo ya que no quería a ninguna mujer que no fuera yo cerca de Roberto, lo había sabido cuando vino a verme a Sigüenza a mediados de julio.
Pasamos todo un día juntos, apagando el deseo por estar tanto tiempo separados y, tumbados en la hierba bajo las murallas del castillo. Mirábamos el cielo, pero yo sólo veía en él las palabras de Roberto dibujando la pasión de Goethe por Weimar, su humanismo, su amor por la naturaleza, sus tratados sobre el alma, e incluso su época de frivolidad detrás de las mujeres…
-¿Acaso le reprochas que alguna vez le gustaran todas? –pregunté desde el cielo acariciando sus dedos sobre la hierba.

Me miró apoyándose en un codo, y sonrió mientras me desabrochaba un botón de la blusa con su mano izquierda:
-Mi adorada pelirroja chinesca, follar con cualquiera nunca será lo mismo que hacer el amor contigo –le oí susurrar habiendo entendido mi pregunta.

Entrada la noche, queriendo detener el tiempo con abrazos en la estación de ferrocarril, me dejó su libro preferido: Fausto, pero yo sólo pensaba en su boca…

Mi fe, mi fantasía, mi ilusión
tu boca...
bajo las aguas del deseo
sobre un arco iris de amapolas,
junto al inicio de un sueño.
Surgiendo entre nieblas la pasión
convertida en pantera de oro negro,
enredada con fuego el corazón.
La noche cayendo desarmada
vestida de besos sin final,
mi fe, mi fantasía, mi ilusión
tu boca...

No nos volvimos a ver hasta que comenzó el nuevo curso. Me había escapado un fin de semana de agosto a Madrid para verle ya que me había dicho que estaría todo el verano trabajando, pero no le pude encontrar. La editorial estaba cerrada y en el piso no hubo nadie en dos días, por lo que decidí sobrevivir el resto del verano escribiendo poesía y olvidándome del mundo, de Mefistófeles, de Fausto y de Roberto.
No obstante, Dios los cría y ellos se juntan que diría mi abuela Bernarda, retomamos nuestra clara oscura relación antes de marchar a la feria del libro de Frankfurt,  Frankfurter Buchmesse. No hubo preguntas, él me dijo que había surgido un compromiso que le mantuvo fuera de Madrid y había cerrado la editorial unos días, y yo supe que no tenía que haberle preguntado nada a la mujer de la limpieza.
Pero al estar juntos la pasión se desbordaba de tal forma que sólo importaba el momento.


Poco hablábamos de negocios, aunque iba a publicarme un nuevo libro sabía que el viaje nada tenía que ver con mi poesía y sí con alguna negociación, con una editorial alemana, y la realización de un viejo sueño. Quería reeditar parte de los poemas de Goethe y escribir una tercera parte de Fausto desde un alma femenina, y ahí entraba yo.
Cuando me contó su sueño, minutos antes de embarcarnos hacia Fráncfurt del Meno, me asusté. No me consideraba capaz… no quería defraudarle… y a mí me rondaba la idea de preparar una tesis sobre Lorca. Era dejar mi sueño por su sueño...
¿O creer más en sus sueños que en los míos?
Roberto me notó intranquila y me pidió que me relajara, disfrutara y observara.

La primera noche en Alemania estuve muy impresionada por el sabor aún presente de la segunda guerra mundial. Por entonces los edificios más emblemáticos de Frankfurt como la vieja ópera o la casa de Goethe aún estaban en ruinas por el bombardeo de 1944, y la visita al día siguiente al campo de concentración de Buchenwald a ocho kilómetros de Weimar me tenían un tanto deprimida.

-Roberto –le dije mientras tomábamos una copa en la habitación del hotel–, yo no quiero ir a ver el campo de concentración…
-Pero si es una visita obligada, cariño, es historia… no seas niña. También iremos a Weimar aunque mis amigos sólo quieren ver el campo –contestó mirándome con extrañeza.
-Son los horrores de la historia, Roberto, y a esta niña le basta con saberse la teoría. ¿Te acuerdas cuando me dijiste que pasar cerca del muro de Berlín te había echado para atrás a la hora de venir a Alemania en coche? Y no sé qué diablos tiene que ver el campo de concentración con Goethe –respondí algo alterada sentándome en el borde de la cama.
Se sentó a mi lado y me abrazó.
-Mercedes, Buchenwald era un pequeño bosque que solía frecuentar Goethe…
-Era un bosque, Roberto, tú lo has dicho... era –le corté a la vez que me ponía de pie-. Mira –le dije después de apurar mi copa de un trago-, me pides casi que sienta y observe como él porque de otra forma no podría continuar su obra, y una cosa tengo muy clara: nadie con la sensibilidad de Goethe iría a admirar y sacar fotos de un sitio tan macabro como un campo de concentración…
-¡Touché! –exclamó sonriendo y alzando su copa hacia mí.
-No me puedes pedir que vaya –dije más tranquila- prefiero disfrutar de la feria y reparar un poco más en la literatura alemana, perderme por callejuelas sin recuerdos de guerra y quizá montar en ese tranvía de vapor que hemos visto. –me acerqué y le besé en los labios-. Nunca olvides que la poesía muere cuando hay violencia.
Esa frase fue como si le pegara un puñetazo.
Se quedó muy serio, a mil kilómetros de repente aunque sintiera su aliento en mi mejilla. Se acercó a la ventana y encendió un cigarrillo evitando mirarme. Qué he dicho iba a preguntar, pero él se me adelantó:
-¿Dónde has oído eso?
-¿Eso? –pregunté sin saber a qué se refería.
-Lo de la poesía y la violencia –dijo mirando a través de los cristales la fría noche alemana.
-Pues no lo sé... se me acaba de ocurrir, o quizá lo lleve dentro desde que estudié a Lorca –le dije poniéndome a su lado.
-Ismael siempre me lo decía en sus cartas... la poesía muere cuando hay violencia, los poetas seguimos dando guerra, Roberto, pero la poesía muere cuando hay violencia... recibí una carta suya cada quince días desde Rusia... en 1941...
Preguntar quién era Ismael me parecía fuera de lugar aunque me moría de curiosidad. Agarré su mano y la apreté invitándole a sentarse en la moqueta del suelo conmigo.
-Desapareció en el infierno blanco... a cincuenta grados bajo cero. Ismael era mi tío más joven... él me enseñó a amar la poesía... ¿has oído hablar de la División Azul? –negué con la cabeza, incapaz de interrumpir aquel vinculo de intima comunicación que se había establecido. Me miró a los ojos y siguió hablando-. Ismael fue un soldado más de la 250 División de la Wehrmacht que luego se conoció como la División Azul... la gran jugada maestra de Franco... el jodido Franco...
-¿Gran jugada maestra de Franco? –pregunté incitándole a que rompiera el tenso silencio que le acababa de cercar en el pasado.
-...verás, él hizo creer culpable al comunismo ruso de los tres años de matanza y odio entre españoles... de esta forma consiguió voluntarios para el ejército que envió a Rusia... él saldó su deuda con Hitler por la ayuda prestada en la guerra civil. Mi hermano, bueno, mi tío... se alistó como voluntario forzado, forzado porque él pertenecía a las Juventudes Socialistas y si no se alistaba le encarcelaban y fusilaban como a tantos otros... tantos otros... pero él nunca estuvo al lado de Franco ni mucho menos de Hitler... sólo quería sobrevivir como muchos de los casi veinte mil reclutas de la División Azul... veinte mil... ¡Y despareció! Mi hermano desapareció entre miles de héroes anónimos... quizá congelado.
Suspiré hondamente y cerré los ojos.
¿Hasta cuándo me perseguiría la cruenta sombra de la guerra?
Me abracé a su pecho sin saber qué decir.
-.... mañana me quedaré contigo en la feria... y leeremos poemas de Goethe –dijo acariciándome el pelo cuando le sentí volver de su viaje al pasado.
-Perfecto.


Bastantes años después de mi visita a Alemania caería el muro de Berlín, y varios años más tarde ocurriría la reunificación alemana, pero mi pensamiento ya estaría muy lejos.
De Ismael... jamás volví a oír hablar; la Historia ha corrido demasiado veloz sobre la denostada División Azul... Quizá sea por eso.


Los meses que siguieron a nuestro viaje los pasé estudiando; enfrascada en la universidad y metiéndome en la piel de Goethe y su Fausto.
Roberto estaba encantado con mi dedicación y apenas nos veíamos porque no quería molestar, según decía. Ya tenía preparada la presentación de Viento de luna, mi nuevo libro de poesía. Mientras, yo intentaba comprender la locura de Margarita, el amor de Fausto. Me había costado mucho entender la culpabilidad de mi padre años atrás, pero que asesinara a su propio hijo por sentirse culpable era algo inconcebible para mí. Soñaba con ella, con los trucos de Mefistófeles, con la pasión hecha pecado... quería entender, y no me daba cuenta de que Roberto y yo estábamos cada día más alejados. Ni siquiera le había dicho que tenía una semana de retraso.
Mis problemas con la anemia por la falta de hierro se habían vuelto crónicos, aunque no eran graves habían hecho de la menstruación un reloj de nervios y sensibilidad siempre puntual. Estaba algo obsesionada con el hijo de Fausto, y lo olvidé.

El día de la presentación de mi nuevo libro y mientras recitaba desde el estrado algunos versos, vi a doña Asunción hablando algo acalorada con Roberto.
-No sabía que conocía al editor de Disociados –la dije cuando después del acto tomábamos un vino.
-Es una larga historia, Mercedes... creo que te has superado con éste Viento de luna –dijo acariciando la portada del libro-, éste poema habla solo:

Anocheceres dormidos desnudando la luna
robando silencios que acarician el alma
gacelas…
gacelas de esperanza surcando el cielo
cielo de noche preñado de sueños,
sueños de libertad
sueños de algo más…
de mucho más


De mucho más… escuché antes de que se empezara a nublar todo.

Desperté sin saber dónde estaba. Me costaba distinguir una habitación que no conocía. Era pequeña y estaba muy oscuro. Oía la voz preocupada de mi padre. Doña Asunción empapaba mi frente mientras Roberto me daba aire.
-¿Qué ha pasado?  -pregunté mirando a Roberto.
-Sigue tumbada y no hables –dijo papá poniéndose a mi lado-, hasta que te examine el médico no te muevas.
-Álvaro –le dijo doña Asunción a mi padre-, nosotros nos vamos, luego te llamo a la residencia de Mercedes.
-¿Y Roberto? –pregunté al volver a abrir los ojos.
-¡Shhssss...! –dijo papá acariciando mi frente.


Estaba embarazada de casi dos meses, me sentí la mujer más llena y feliz del mundo. Mi padre ni siquiera preguntó de quién era, estaba tan aliviado porque la anemia no hubiera degenerado en lo mismo que le ocurrió a mi hermana que sonrió con los labios hacia dentro y dijo:
-Bueno... pues aquí estoy.

Yo quería correr a decírselo a Roberto, pero esperé dos días hasta reincorporarme a la facultad y hablar con él. No le vi. A la salida de clase encontré a doña Asunción esperándome. Fuimos a dar un paseo por el parque, dijo que me convenía andar, por lo que entendí que ya sabía lo de mi embarazo. Estaba rara.

-¿Es Roberto el padre? –preguntó según caminábamos mirando al suelo.
-¡Sí! –contesté sonriendo.
-Creo que debo contarte algo... aunque no sé muy bien porqué lo hago... ¿nos sentamos?

Recuerdo a una doña Asunción dolida y triste mientras hablaba. Siempre la había llamado con el doña que me enseñó la abuela, pero nunca había reparado en que tan sólo era diez años mayor que yo. Ella llegó un año después de separarse, a vivir con su tío don Cosme. El pueblo se había quedado sin escuela, tampoco había maestro fijo desde que acabara la guerra civil y como por entonces nadie iba al pueblo a enseñar con regularidad, decidió hacer las gestiones oportunas para quedarse allí. Convirtió parte de la enorme casa de su tío en un lugar de enseñanza, y comenzó a ejercer su profesión lejos de la presión de la Sección Femenina de Guadalajara...
-No la soportaba, aunque eso ya lo sabías. Fui un tanto rebelde para mi época, Roberto también...
-¿Qué tiene que ver Roberto con lo que me está contando? –la pregunté tomando sus manos y adivinando la respuesta.
-Me casé con él hace veinte años. Demasiado jóvenes... demasiado locos por la poesía... –me sorprendí abrazándola-. No podía durar, su constancia para querer sólo a una mujer es nula, pero con el niño cambiará...
-¿Por qué discutían el día de la presentación?
-Se rumorea que pronto habrá divorcio en España y Roberto quiere apuntarnos en una lista de espera, aunque el verano pasado me juró que quería volver...
-¿El verano pasado? –pregunté.
-Sí, en agosto, y el verano anterior... quiere volver cada año. Ni contigo ni sin ti –me dijo mordiéndose los labios.
-¿Y usted le quiere?
-No lo sé, Mercedes, no lo sé... no sé si aguantar esto tiene un nombre.


A mi padre no le extrañó encontrarme de vuelta en Sigüenza con una maleta y sin querer volver a Madrid. Él sabía de sobra quién era Roberto. De hecho, la publicación de mi primer libro de poesía fue una petición de doña Asunción al editor de Disociados.
No le dije que estaba embarazada. Su mujer le avisó durante el parto, cuando vieron que se producían serias complicaciones en el nacimiento de mi hija.



Bernarda Alba

Mamen García
España ha dejado de ser católica....
El Sol, 14 de octubre de 1931

-La situación del país se hace insostenible, Bernarda –le decía Jacinto a su mujer mientras ésta amamantaba a la niña-, ¡qué poco me gusta este Manuel Azaña! Desde que nos quitan las tierras y se mira mal a los pobres curas... ¿Y el Rey? ¿Qué han hecho con el Rey? ¡Tanta República, tantos pájaros en la cabeza! Eso no pué ser bueno... parece que todo se ha vuelto del revés. Fíjate tú que cuando he subido a Sigüenza me encuentro al Cosme, ese cura tan joven que acaba de llegar al pueblo, y me enseña el periódico casi llorando. Dice que tienen reunión casi todos los días con el obispo porque no saben cómo afrontar esta nueva moda de ateísmo...
-¿Quién es la niña más guapa? –preguntaba la dichosa mamá a su pequeña Alicia limpiando su carita.

Bernarda y Jacinto se habían casado hacía cinco años. El joven pregonero de Pelegrina y su hermano Juanito habían recibido una de las mayores herencias del condado de manos de su tío Ramón, el amo de varios pueblos de la comarca. Jacinto instaló en uno de esos pueblos su casa, a su joven esposa y a su hermano pequeño pues ambos eran huérfanos. Pasaban los años bañados en políticas lejanas. Las salpicaban los periódicos o la radio de Sigüenza y eran de su propio país, pero aquello no iba con ellos... hasta que les expropiaron parte de su herencia. Entonces sí, entonces sí se iba armar una gorda porque aquello no iba a quedar así...
Por su parte Bernarda vivía su maternidad con la plena felicidad de quien ha esperado cuatro largos años para quedarse embarazada. Aunque había cuidado a Juanito desde que tenía cinco años, la pequeña Alicia salida de su vientre lo había convertido todo en alegría. También las pamplinas de los periódicos que no entendía ni sabía leer.

Fue durante la Semana Santa del 32, después de que en mayo del año anterior se quemaran casi una docena de iglesias y conventos en Madrid, que empezó a sentir miedo y a prestar atención a las explicaciones de su marido.
Caminaba y oraba cerca del Cristo crucificado en la procesión del jueves santo. La niña ya se andaba e iba agarrada a una punta de su delantal, Juanito iba con ellas. Aquel año había menos gente en la procesión; no entendía por qué no estaba allí la Felisa y su marido Antonio, o don Perico, el maestro. Pero aparte de notar algunas ausencias Bernarda cantaba y oraba, como todos, como lo había hecho toda la vida:


-¡Cabrones! ¡Qué se mueran los curas! –gritó alguien a la vez que una piedra rompía parte de la cruz del Cristo.

Seguían tirando piedras no se sabía muy bien desde dónde. La gente gritaba y corría protegiendo sus cabezas. Bernarda cogió una piedra dispuesta a defender al Cristo, pero el joven párroco la ordenó que cogiera a los niños y corriera a casa. La pequeña lloraba sin consuelo sentada en el suelo al ver a todos chillar y correr, y Juanito... Juanito, a sus once años, aprendió a defender lo que había hecho toda la vida, como su cuñada Bernarda.

Cerca del verano, una mañana de alegre sol que hacía olvidar los desajustes que últimamente había en el pueblo, apareció por su casa el maestro llevando al niño agarrado de una oreja:
-Cuenta lo que has hecho –le dijo cuando vio a Bernarda mirándole intrigada.
-Nada... ¡Ay! –se quejó cuando sintió a don Perico tirándole de la oreja.
-Se lo cuentas tú o se lo cuento yo...
-Que le he empujaó... nada... ¡Ay! –se quejó de nuevo.
-¡Por Dios y por la Virgen que lo cuente alguien antes de quel niño me se quede sin oreja! –dijo Bernarda casi en jarras.
-Tu cuñado le ha partido la nariz al hijo de doña Angustias –le dijo el maestro tirando al niño más fuerte de la oreja.
-¡Ay! ¡Ay...!
-¿De la Angustias? –preguntó Bernarda llevándose las manos a la cabeza-, ¡y usted suelte la oreja del crío o también se la parte!
-Sólo le he empujaó, lo que pasa es que el Sergio es un debilucho –dijo Juanito protegiéndose detrás de su cuñada cuando don Perico le soltó.
-Bernarda, escucha y corrige al niño si no queréis llevaros un buen disgusto –dijo muy serio el maestro-, desde Madrid han venido normas, a partir de ahora no se estudiará la asignatura de religión en los colegios... no me mires así Bernarda, para eso están las iglesias...
-No he dicho ni , señor maestro –le replicó esta cogiendo en brazos a la niña que se había acercado a ellos.
-Ayer guardé un crucifijo que presidía el colegio, ya que no me parece el lugar adecuado para tenerlo –continuaba contando el maestro ante la atenta mirada de Bernarda y los dos niños –, y esta mañana me he encontrado a Juanito pegando a Sergio y llamándole ladrón de crucifijos...
-¡Pero es que Sergio piensa como usted, es como usted! Y nosotros no somos así ni mi hermano tampoco –le gritó Juanito ante el asombro de Bernarda.
-¿Y que soy yo, muchacho? –le preguntó un don Perico totalmente sereno y respirando paz.
-¡Un republicano! Nada bueno para éste país –concluyó el niño repitiendo las mismas palabras que le había oído tantas veces a  su hermano.


El día de Navidad de aquel mismo año Micaela, la hermana de Bernarda, hablaba de sus dos hijas de leche, Pilar y Fernanda. No se había casado, después de conocer a Zacarías y saberle ya comprometido ningún otro hombre le interesó, por eso sus hijas de leche eran su familia. La noche anterior había cenado con ellas en el hospicio de Sigüenza, donde ambas vivían y trabajaban desde que habían muerto sus padres. Una nochebuena rodeada de tanta gente necesitada de amor era demasiado bonito para ser verdad...
-¡La Virgen Santa, Micaela! Tú te me vuelves monja como esas dos –dijo Bernarda entre risas.
-¡Qué no son monjas, carajo! –le contestó su hermana dejando la taza de café sobre la mesa y conteniendo la risa-. Pilar ayuda a los pobres y a los niños abandonados del hospicio como enfermera o celadora... ¡Qué sé yo! Y Fernanda trabaja en la fábrica de calzado que hay allí. Pero lo mejor de anoche fue conocer a la niña Lucía.
-¿La niña Lucía? –preguntó Bernarda sirviéndola más café.
-Es una niña de un año con la que se han encariñado mis hijas, es preciosa –decía Micaela llevándose a la boca una pasta de avena-. ¡Hum...! ¡Esto está buenísimo!... como te decía.... a la niña la abandonaron cuando tenía un mes y la ha criado casi mi Pilar, y las chicas están esperando a que la nodriza acabe de amamantarla para que yo me la lleve a casa y le dé una familia...
-Pero si tú no estás casada –dijo Jacinto mostrando un interés repentino por la conversación.
-Me la llevaría sólo por temporadas, a no ser que vosotros... –le contestó empezando a mirar con ojos suplicantes a su hermana.
-¡Ah... no! ¡No, Micaela! ¡So, hermana, que te veo venir!- zanjó el tema Bernarda llevando las tazas del café a la cocina.
  
Aquella Navidad Micaela no consiguió que su hermana y su marido acogieran a la niña Lucía, pero al menos obtuvo la promesa de que cuando llegara el buen tiempo ambos subirían a Sigüenza a conocerla. Bernarda acababa de descubrir que estaba embarazada de nuevo.


Tuvo un  aborto natural a mediados del mes de febrero, un poco antes de que el argentino se instalara en el pueblo y comenzaran los cuchicheos:
Se llamaba Samuel Salgado, llegó al pueblo con las llaves de la casa del tío Benjamín muerto hacía años y eso había inquietado a todos. Dijo que se la había comprado a un pariente en Madrid y ahora era suya.
Todas las mozas casaderas del pueblo estaban encantadas porque se disponía a vivir allí, hasta Bernarda olvidándose del aborto había ido con la mula a Pelegrina para traer a su hermana.
-Y no habla de politiqueo ná de ná -le dijo a ésta.
-Porque no sabrá español -le contestó la otra.


Unos días después aprovechando que Jacinto iba al mercado de Sigüenza a por simientes y algunos aperos de labranza para la cuadrilla que trabajaba las tierras que le quedaban, Bernarda decidió ir con él y pasarse por el hospicio. Dejó a Juanito en la escuela, y, abrigando a la pequeña Alicia, subió al carro. El solitario sol en aquel cielo raso engañaba más que otra cosa y madre e hija se echaron una manta por encima.
¡Qué bueno sería comprar ese automóvil que le han ofrecido a Jacinto!
-A ver la República qué hace con nuestro dinero -decía su marido.

En el hospicio las recibió Pilar que estaba enseñando a andar a la niña Lucia...
-Mírala –dijo Bernarda cuando las vio-, ¡pero qué preciosidad de niña, Virgen bendita!
Fernanda no estaba allí, tenía el día libre, y Pilar aprovechó para enseñarles aquello dejando a las dos niñas jugando con los demás chiquillos. Las salas eran inmensas y llenas de luz; conocieron a la gobernanta además de estrechar muchas manos agradecidas no sabiendo ellos muy bien el porqué. Jacinto enseguida dijo que se tenía que ir y que la esperaba cerca del mediodía en la plaza mayor. Cuando Bernarda sintió que ya no había presencia masculina que la cohibiera se agarró del brazo de Pilar y le dijo:
-Esto es más cosa de mujeres ¿verdad? –Pilar asintió esbozando una sonrisa forzada-. Dime por qué quieres que la adoptemos –dijo mirando a Lucía que jugaba con la pequeña Alicia.
-Mi hermana y yo no queremos que se la lleve cualquiera, la trajeron cuando sólo tenía un mes y la hemos cogido mucho cariño. Ya casi tiene el año, es una niña muy sana y...
-La verdad, Pilar –dijo Bernarda cortándola.
-¿La verdad? No te entiendo, Bernarda...
-Sí, sí mentiendes... puede que a mi hermana, que de lo buena que es parece medio tonta, la hayáis engañado pero a mí no.
-No te entiendo, en serio...
-Mira, Pilar, llevo más de dos años sin verte, estás más gorda... como si hubieras parido, y la pequeña tiene tus ojos ¿Mentiendes ahora o llamo a la gobernanta pa preguntarle quién amamanta a la niña Lucía?
-No hace falta, Bernarda, la amamanto yo, y sí... es mi hija –le contestó Pilar mirándola a los ojos y con la cabeza muy alzada.
-Eso está mejor... y ahora ¿me lo cuentas?

La explicación era sencilla, la historia de Micaela se volvía a repetir. Seminarista deja a chica joven preñada y lo niega. O Bernarda era muy tonta o cada vez entendía menos la atracción de lo prohibido “lo que no se pue, pues no se pue. ¡Qué se metan a putos y no a seminaristas, leches!”; pero lo que sí entendía eran las mentiras e invenciones de Pilar y de Fernanda por estar cerca de la niña Lucía. Y por eso, sólo por eso, dijo que su techo sería el de la niña cuando tuviera tres o cuatro años y dejara de amamantarla. Firmarían los papeles, ante el alivio de Pilar, y nadie que no fuera Bernarda se la podría llevar.
Impensable era que una mujer soltera como ellas se hiciera cargo de su hijo, ni siquiera en el hospicio.


Pasado el mediodía Bernarda, con Alicia en brazos, buscaba entre los puestos de la plaza mayor a su marido. Tenía tantas ganas de contarle lo de la pequeña Lucía; sabía que no se iba a oponer porque le gustaban mucho los niños. “Dentro de tres años la tendremos en casa, vendremos cada mes a verla para que se acostumbre a nosotros, y seguro que yo pa cuando nos la llevemos ya tendré dos niños más”. Nada... que Jacinto no estaba allí. “Ya estará con el politiqueo”.
Siguió esperando mientras la niña se empezaba a dormir.

-¡Qué pacencia y qué aburriá me tiene con las políticas!
-¡Pelea, pelea! Hay pelea en la bodega del Isidro –dijo un niño que pasó corriendo a su lado.
-¡La madre que le parió! –dijo Bernarda cerrando los ojos e intentando recordar por dónde se iba a la bodega.

Le encontró en la puerta medio mareado, echaba sangre por la boca y Bernarda corrió hacia él. Una de las mujeres que había entre un grupo de curiosos dijo que ella le sujetaba a la niña. Dudaba de todo pero tenía que socorrer a su marido y al mirar aquella mujer y ver a Encarna, la mujer de Zacarías, asintiendo con los labios apretados le entregó a la pequeña.
La sangre es muy escandalosa, además de dos dientes rotos y varios moratones por todo el cuerpo no tenía nada. Eso dijo el médico después de examinarle en el consultorio al que les habían llevado Zacarías y Encarna.

Una vez que los tres hubieron salido de Sigüenza y Jacinto se sintió arropado por la seguridad que le daba vislumbrar de nuevo su casa en el horizonte, empezó a hablar cuando la niña, todavía asustada, se quedó dormida.
-¡Cacique... me llamaron cacique porque digo a quien me quiere escuchar la verdad... esto de la República no tiene solución, y si no, al tiempo! ¿Cacique yo? ¡Mecagonlahostia que gente más cerrá! Si no está allí el Zacarías me matan.

Bernarda no dijo nada, no tenía nada que decir, tan sólo abrazó a su pequeña protegiéndola del frío y de las dudas que producen no saber qué está pasando.

(Continuará)

Fuente original en 'GuadaQué': Las palabras del viento - María Narro - capítulo 4.

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