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"Ataxia y atáxicos".
(Por Cristina Sáez Vallés, paciente de Ataxia de Friedreich, de Zaragoza).
Nota del administrador del blog:
Ha sido preciso, aunque hubiera preferido no hacerlo. Me refiero a dividir en tres partes este precioso relato de Cristina. Y es que tiene sentido solamente al completo… y trocearlo en capítulos, aunque sea en días consecutivos, me parece desvirtuar la narración… ¡Pero así es un blog!... aunque técnicamente no habría límite de espacio, se ha de ir poco a poco… a diario. Por ello, en adelante,pondré enlaces a los capítulos anteriores para que nadie pierda el hilo de la historia.
He hablado de una narración preciosa… sí, lo es, con cualquier elogio, me quedaría corto. Yo, que soy un atolondrado escribiente, no sé si Cristina es un genio, o hoy sus musas han estado espléndidas, y le han hecho escribir entre líneas. Y es que esto tiene miga. A cualquier crítico literario le daría pie para hablar y no callar… más allá incluso del tema de la discapacidad y sus adyacentes psicológicos. Solamente el titular: ’Desdibujar la vida’, daría juego a todo un análisis literario.
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Cristina Sáez Vallés |
Era su primer día de clase. María tenía miedo. No sabía cómo iban a reaccionar los compañeros ante su cambio. Estaba en el coche y no se atrevía a salir de él. En la puerta del centro, se agolpaban multitud de adolescentes, charlando, gritando, riendo… María los observaba con detenimiento. Los más pequeños iban acompañados de sus padres. Para ellos era su primer día en un instituto, algo importante.
María también había ido acompañada. No se había atrevido a ir sola, y mucho menos, a conducir. Eso, algún día lo haría, pero no ahora… no en este momento. Hoy iba a clase en el coche de su padre. Ella tenía coche nuevo, pero todavía no lo había estrenado.
“Quizá mañana… o la semana que viene”, le decía a su padre. Y él sonreía y le contestaba que se tomara su tiempo… que, mientras tanto, él la podía llevar, porque estaba prejubilado, y no tenía otra cosa que hacer.
Así que, esa mañana madrugó, aunque casi no había dormido, y se preparó para ir a clase. Sólo tomó café, a pesar de que su madre le había hecho un bizcocho, y le instaba a probar
“al menos, un bocado”. María no quiso comer, y su madre se enfadó con ella… Sin embargo, su padre besó a su esposa, después de haber saboreado aquel bizcocho que, con tanto amor, había cocinado la buena mujer.
- ¡Está delicioso. Guárdanos un buen trozo para merendar! -le dijo, con la boca aún llena, mientras salían de casa, dejando a la sufrida madre en un mar de protestas.
María se colocó en el asiento trasero. Tampoco podía, por ahora, ir de copiloto. No había demasiado tráfico, pero aún así, tardaron en llegar más de lo normal. Cuando estaban a cien metros del instituto, su padre, que había conducido despacio, frenó el coche. Y miró a su hija mediante el espejo retrovisor. Veía su rostro… bello, joven, y, sin embargo, asustado. No dijo nada. Paró el motor y esperó a que su hija hablara. Todo quedó en silencio. María miró a su padre, y abrió la boca, pero ningún sonido salió de ella.
Él bajó la ventanilla. Rebuscó en sus bolsillos, y sacó un paquete de cigarrillos. Se puso uno en la boca, lo encendió, dio una profunda calada, y exhaló el humo lentamente y con los ojos cerrados, como dormido, como si estuviera en otra dimensión. María tosió, y su padre despertó de su letargo.
- Perdona, hija -y salió del coche a terminar su cigarro.
María esbozó una ligera sonrisa. Luego volvió a su gesto de antes: Un rostro de preocupación, una mirada líquida, llena de miedo e inseguridad.
Miró por la ventanilla, y vio a Enrique, que llegaba tarde, como siempre, a toda prisa. El autobús amarillo, de costumbre, llegaba un cuarto de hora más tarde. No era culpa de él. Ese autobús adaptado le iba a buscar a su casa una hora antes de empezar las clases del instituto, pero hacía un largo recogiendo a otros usuarios, y dejándolos en sus respectivos lugares… tardaba unos setenta minutos.
Enrique era el alumno más inteligente que había tenido en los cinco años que María llevaba trabajando como profesora de instituto. Enrique tenía diecisiete años, y era el único de sus “pupilos” que le llamaba “señorita”, y trataba “de usted”… a pesar de que ella insistía en que le llamara María, simplemente. Siempre que se dirigía a ella lo hacía con respeto y admiración. Se ponía colorado, y titubeaba al hablar. En realidad, sentía por su profesora un amor platónico.
Ella lo sospechaba, pero era algo normal, siendo ella tan joven y guapa. Tenía un cuerpo atlético y unas bonitas piernas que no le importaba enseñar, ya que siempre usaba falditas cortas, o vestidos “mini”. En el instituto era “la tía buena”, aunque también le tenían miedo, porque era muy exigente, y no resultaba fácil aprobar su asignatura.
Enrique había estado internado varias veces en el hospital, por diferentes causas, alguna de ellas, muy grave… pero él siempre decía, riendo:
“me he casi-muerto muchas veces. Me queda mucha casi-vida por delante”. Sus ganas de vivir, de aprender, de conocer, eran tan contagiosas como su risa. Todos le querían y admiraban. Él nunca se veía como un discapacitado, ni minusválido, ni persona con movilidad reducida… eso menos aún, porque con lo rápido que iba en su silla… Él se definía a sí mismo como “cojonudo”, y todas las demás definiciones sobraban. Las chicas se enamoraban de él. Y los chicos querían ser sus amigos. Su expediente académico era excelente. Y sobre todo, dibujaba a las mil maravillas.
María había sido su profesora de dibujo dos años antes. Pero sólo durante dos meses. Aquel invierno, él enfermó gravemente. Una neumonía lo mantuvo hospitalizado dos meses, y, después, una larga convalecencia le impidió volver a clase ese curso.
María fue a verle al hospital, pero sólo pudo hablar con sus padres, ya que Enrique permanecía en la UCI, en coma provocado. Pudo saber que Enrique padecía una enfermedad degenerativa. La madre del chico le contó que, cuando nació, era un bebé precioso… que se criaba como un niño normal, que caminaba, corría y hasta jugaba al fútbol. Y muy listo. A los tres años aprendió a leer, y le encantaba dibujar. Siempre estaba dibujando. Llenaba las paredes de su casa con dibujos preciosos. Cuando hizo su primera comunión, empezaron a notarle que se caía, que andaba “raro”, y que su columna se desviaba. Empezaron a llevarlo a médicos… privados, o no. Pruebas y más pruebas. Perdía clases, pero aun así, aprobaba todo y con buena nota. María sintió lástima por el muchacho, y se marchó casi llorando. Esa noche casi no durmió, y mirando a Eduardo que dormía a su lado, pensó en lo afortunada que era.
(Continuará).
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2- Sección
'Artículo en Diario de Noticias de Navarra'.Original en:
El legadode Marie Schlau' ya está en la calle.
'Civican' acogió ayer el lanzamiento oficial de 'El legado de Marie Schlau', novela colectiva impulsada y coordinada por la autora pamplonesa María Blasco, que también ha escrito parte del texto, junto con otros 16 autores de todo el mundo.
Acompañó a María Blasco, Kristina Zarrantz Elizalde, la otra navarra que ha participado en la confección de este libro con toques de ficción histórica y de literatura de misterio cuyos beneficios irán a parar a la investigación de la
Ataxia de Friedreich, enfermedad que padecen ambas y que, asimismo, afecta a doce de los quince escritores restantes.
Toda la información sobre este proyecto se puede hallar en la web
www.babelfamily.org.
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