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sábado, 29 de noviembre de 2014

Una manera de trasladarse al espacio (La energía no se crea, ni se destruye, sólo se traslada)

Blog "Ataxia y atáxicos".
Por Vicente Sáez Vallés, paciente de Ataxia de Friedreich, de Zaragoza.

Nota del administrador del blog:

Esta novela corta de Vicente se editará, por entregas, en cinco capítulos, en días consecutivos, si en el intermedio no hubiera noticias relevantes de ataxia cuya emisión no admita dilación. Sí, también, para romper dicha perioricidad, podrían surgir cuestiones de fuerza mayor, como fallos de hardware, software... o mi "salud-ware" :-) , que es peor.

Hoy es la última entrega. Para que nadie pueda perder el hilo de la novela, se hace constar la dirección web de los capítulos editados con anterioridad... También, un enlace al archivo ".doc" original de la novela entera... tal y como lo dejó Vicente antes de morir... y que, por cierto, no firma con su nombre y apellidos, sino con su pseudónimo: "Segismundo".

1- La energía no se crea, ni se destruye, sólo se traslada (0- Las cosas).
2- La energía no se crea, ni se destruye, sólo se traslada (1- Unión tenaz).
3- La energía no se crea, ni se destruye, sólo se traslada (2- Dos personas).
4- La energía no se crea, ni se destruye, sólo se traslada (3- Primeros encuentros).
5- La energía no se crea, ni se destruye, sólo se traslada (4- El delito).

Especial: Enlace al archivo ".doc" original de la novela entera... tal y como lo dejó Vicente antes de morir Nota: No preocuparse porque la pantalla aparezca en blanco... descender más abajo
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La energía no se crea, ni se destruye, sólo se traslada (5- Una manera de trasladarse al espacio):

"- ¡Amontillado!
- Tengo mis dudas...
- ¡Amontillado!
- Y he de pagarlo...

(Edgar Allan Poe).

Cuando el juicio terminó, el juez militar se mostró lo más exigente que sabía al dirigirse a los acusados de manera cruel: Blandió su autoritarismo en esa paradoja tan dulce de la ancianidad de larga barba blanca, que, aún expresando bondad y sabiduría, sentencia a muerte a cinco jóvenes por traición.
Alguno de ellos se asustó, pero ese quinteto de condenados jóvenes sabían, jornadas antes, que les aguardaba la pena capital. Mantuvieron la más estúpida dignidad, el insípido orgullo de unos rostros rectos, sabiendo que en breves momentos van a desfigurarse por la acción de un gas florado. Una cámara de gas tonta, moderna y que comentaban olía a dentífrico. Una paradoja insípida: ellos morirían envenenados por el gas, en medio de un aire también envenenado. La muerte sería más digna e higiénica tras el delito.
Nadie se declaró culpable, pero en el momento en que escucharon los sones de la sirena de los implacables policías, todos ellos supieron que sus días, sus minutos, incluso sus segundos, estaban contados y registrados. Una cámara de gas les iba a albergar herméticamente, y su cuerpo y su vida iban a volatilizarse.

Mientras, un joven soldado de rasgos asiáticos con fusil-ametrallador en la mano, les condujo por el sendero de alquitrán limpio que llevaba al pabellón de armas nucleares de la base militar. Sus cabezas se llenaban de imágenes descoloridas de sus vidas, como descoloridos deben ser los recuerdos de una noticia con tinte de muerte: quienes tienen esa certeza de que sus vidas van a acabar inminentemente. Todos los odios, pasiones, sensaciones, apegos... Todo en la conciencia, a la vez, en la simultaneidad del horror, y sin el cartel de “continuará en el próximo capítulo...”.

Un llanto se iba a despegar de las miradas de alguno de los condenados, mientras, el patio relucía en el sol insistente del mediodía y el calor más intenso, sofocante.
Un pelotón de siete, u ocho, soldados con movimientos acompasados y ligeros, seguía la fila de los tres hombres y dos mujeres encadenados por su delito, hacia la capital de las cámaras de gas, la pena de la muerte sin compasiones. De pronto, un civil interrumpió la procesión con gestos exagerados, y habló casi sin resuello a ese sargento oriental que le abordó. Hablaron, y el soldado que guiaba a los condenados y custodios de uniforme y botas ruidosas, revisó unos papeles amarillos.

Antes de emprender de nuevo el camino, les dijo el capitán a los condenados que vaya suerte que habían tenido. Gritó a los soldados y fueron todos al pabellón secreto... tuvo que ser el recién llegado quién les condujo.

Tras recorrer los quinientos metros de sudor y aburrido asfalto, llegaron extenuados a un viejo hangar gris en desuso, que era el lugar ideal para albergar el extraño sótano secreto. Estaba construido por delgadas planchas de metal coloreado por el azul militar y el lugar vacío escupía calma chicha. Atravesaron el inmenso hall y penetraron en un laberinto de túneles de colores, con una luz a la que no acababan de acostumbrarse debido al fuerte contraste de la intensa luz solar que hubieron de soportar en el patio: Ofrecía el tono lúgubre que acalló las cadenas de los condenados y sembró confusión... era un lugar familiar para el civil de las gafas redondas: no hacía más que manejarse con soltura por aquel laberinto imposible, lleno de ascensores que sólo bajaban con tubos: Uno de los condenados recordó el relato de su infancia "Hansel y Gretel", y, buscaba con su mirada, las tímidas piedrecitas blancas, o los pedacitos de migajas de pan... “¿Dónde estará la casita de la bruja? ¿Cómo será el horno?”.

Llegaron a una amplia estancia de luz tenue morada. Los muchachos trataron de acostumbrarse a la luz menos brillante, incluso mucho menos que en la sombra del hangar que disimulaba la entrada secreta a la estancia secreta. Circulaban dos o tres sabios en batas blancas de rigor, manipulando aparatos portátiles en un cuarto anexo de paredes de vidrio. En el centro, se erguía majestuosa una extraña media naranja gigantesca, de unos veinte metros de diámetro. El casquete estaba rodeado de cables y extrañas estructuras plásticas. Nadie había visto jamás semejante cosa, y quedaron boquiabiertos en una extraña sorpresa. Todos pensaron en el casquete rosa, pero anaranjado, y cientos de veces más grande. El civil, en una tortilla de desenfado y ceremonia que sonaba la mar de cínico, esforzando su voz hasta la extenuación, les habló así:
- Les informo que su pena de muerte ha sido conmutada por la participación en unos sencillos experimentos que dirijo. No puedo comentarles nada más. Sólo darles las instrucciones concretas para comenzar lo antes posible y...

- ¿Qué va a hacer con nosotros? -interrumpió la hermosa encadenada en la ira sin valor... el tono de Senda era indignación.
Los demás reclusos sintieron ese patetismo del cinismo que se arroja en la carne y crece en el absurdo...
- ¿Quién es usted? -comentaron nerviosos e histriónicos los demás condenados cuchicheando entre sí.
Los soldados hicieron cargar sus fusiles, y el de traje de algodón claro intentó serenar a unos y otros, y alzarse con un triunfo más en su brillante carrera.
- Les advierto que el estado, a parte de quitarles la vida, se ha llevado sus derechos...
- ¡Eso no es del todo cierto! Hasta que no hayamos muerto no... -discutieron en algarabía hasta que el joven trajeado les entregó un papel a cada uno.
- Queda garantizada su libertad si culminan el experimento, con la única condición de seguir vivos a su término... perdón por el chiste. Únicamente, deberán permanecer en ese recipiente -el joven señaló el casquete semiesférico que se hallaba en el centro de la enorme estancia- un tiempo indeterminado, desnudos y totalmente asépticos. La construcción es infranqueable, las paredes tienen casi un metro de espesor... el cerrojo soportaría una explosión nuclear... pero se lo aseguro: Hay miles de poros que llevan suministro de oxígeno, calor, luz... Además, las paredes son acolchadas...
Se hizo el silencio...
- Tengan la bondad de acompañar a los soldados al departamento en el cual depositarán sus ropas y se podrán asear.

Todos obedecieron. Fueron a un despacho aséptico y grande compuesto por dos bancos suecos para cuatro personas cada uno. Los muebles de una oficina estaban en un rincón apelotonados, y había una puerta verde que resultaba intrigante.
Se desnudaron, y sus ropas fueron inmediatamente incineradas por un soldado que portaba un sofisticado lanzallamas. Los cuerpos jóvenes brillaban en medio de una luz violeta. El cabello cayó de sus cabezas ofreciendo siluetas de vida. Los condenados lucían cuerpos llenos de deseo, pulimentados como mármol blanco, que contrastaban con el sofisticado uniforme de los soldados... los cuales no hacían más que burlarse de la depilación en los genitales de condenados y condenadas, debido a tan minuciosa desinfección.

En la misma fila de siempre, los soldados condujeron a los asépticos hasta la entrada del extraño receptáculo en forma de iglú sin intersticios. Uno de los soldados, preguntó al hombre de complexión fuerte:
- ¿Qué lleva tatuado en la espalda... un tonel? ¡Un barril de cerveza! ¡Yo me instruí en la misma academia militar!
- ¿Un barril de cerveza...? ¡Es un barril del mejor vino, estúpido! ¡Amontillado! ¡Es un barril de amontillado! ¡Amontillado! ¡Amo a Poe!
El soldado dio un paso atrás, porque el hombre le dio miedo: calvo, fuerte, con los dientes apretados, repleto de una rabia ajena a lo humano. Impresa en una mirada enigmática y hostil de ojos profundos, la voz provenía de otro mundo.

La puerta metálica se cerró lentamente. Un sonido profundo e intenso reverberaba por la enorme bóveda de roca viva... le siguieron los ruidos mecánicos, metálicos y el siseo hidraúlico. Luego, el silencio.
Algún soldado suspiró, y el joven doctor miró sonriente al techo y supo que su trabajo, empezaba: Buscó en su americana una tarjeta plástica con la que abrió su despacho, tras un sonido de chicharra estridente. Dio media vuelta, y le dijo al sargento que volviera en tres semanas con sus soldados.
Tras los aludos militares, sonaron, en disminución, los ruidos de los pasos al retirarse.

Se sentó en su despacho negro, con tres monitores que daban imágenes de cuanto sucedía en el interior de la tortuga. Vino algún operario a hacerle preguntas técnicas, pero pensó en el amontillado de Edgar Allan Poe.
Miró las figuras que deambulaban en ese espacio circular experimental a través de un monitor cuadrangular. Oyó sus voces... como el amo de una pecera de la ciencia, dominaba todo. Los receptores manaban reverencias cada vez que miraba a un cuerpecito de su propiedad. Veintiún días y veintiuna noches le separaban para saber algo más de la agresividad de los hombres y mujeres. Se sentía generoso por salvar de la cámara de gas a esos cinco para introducirlos en su juguetito acorazado, libre de fantasmas. Pero no era omnipotente, sólo podría devolver la libertad a dos, o tres, supervivientes.
Su ordenador escupía cientos de gráficas... miles de datos, físicos, o biológicos... termografías... radiografías... análisis de procesos... Tanta actividad para un voyeur emocionado con el movimiento del cuerpo desnudo de una mujer, por televisión, y que le excitaba.

Caminaban por ese espacio circular acolchado de color naranja claro, como la piel de la mujer desnuda. No tenían frío, no tenían calor. La luz era sencilla, tenue... nadie podría averiguar su procedencia. El suelo y las paredes se confundían, ya que parecía no haber referencias: pero había una extraña figura piramidal compuesta por unos tetraedros transparentes llenos de líquido.
Se acercaron con tiento. El forzudo separó el que estaba en la cúspide con sigilo y precaución. Con el dedo, sin esfuerzo, frotó un minúsculo saliente, casi imperceptible, y cedió. Olfateó su contenido, y se extrañó. Llevó el recipiente a la boca y bebió. Les dijo a todos sin poder explicar nada, y con una sonrisa mezclada con misterio:
- ¡Es whisky!

Por los monitores vio la orgía que estaba montada en el interior del casquete. Le daba envidia, pero miraba esa película pornográfica de cinco cuerpos sin final aparente. Imágenes llenas de piernas y brazos, de jadeos, de risas, de miembros, y senos... Les había costado un cuarto de hora comenzar esa situación.

Habían dormido doce o trece horas, y ya nadie tendría noción del tiempo... De pronto, los receptores se apagaron. El sonido chispeó y se cortó. Al doctor controlador se le heló la sangre de su cuerpo... llamó a gritos al personal. En el primer día de su experimento, todo dejó de funcionar.
Nadie supo responder. La puerta se abriría a los veinte días, exactos... antes era imposible.
La espera fue agobiante. No dejó de dar explicaciones a los militares, y sabía que jamás dejaría de dárselas... ¡Menudos eran!.
La imagen del casquete, sin percibir variaciones en su interior, le resultó hermoso... ¡Tan compacto, tan grande, tan bien hecho...! Perdió más de diez kilos. Le creció barba, y su aspecto era demacrado.

A los veinte días, la puerta se abrió. Eso sí funcionó. Los soldados se dispusieron en un círculo bordeando el casquete y apuntando a la puerta con sus fusiles. El investigador corrió cual centella y atravesó la entrada, pero quedó estupefacto al adivinar que no había nadie. Su rostro se descompuso, y ya nunca más se volvería componer.
Simplemente, habían desparecido los cinco sujetos del experimento. Ni rastro. Durante semanas analizó los pocos datos que tenía, los cuales se convirtieron en una masa ingente de informaciones... cientos de papeles sobre la mesa de su despacho, en un amasijo de confusión un misterio irresoluble.

Cambió de trabajo... descendió en su escala social y perdió sus iniciativas: si antes hacía experimentos increíbles, ahora, le costaba hasta lavarse los dientes.
Escribió a un amigo suyo, dando bastonazos de ciego, para explicar tan terrible enigma:
"Es eso de la unión tenaz. Es como retar a las matemáticas en que uno más uno, ya no son dos, sino cero... creo que al haberse transferido la agresividad hacia la evidente genitalidad, los participantes han sufrido una involución acelerada hacia la nada. No es que se hayan desintegrado o algo así, simplemente han dejado de existir. El aldehído en su cuerpo, ha motivado la transformación necesaria: al desaparecer los imperativos morales, había energía pura...".
Eso explicaba el fenómeno de la unión tenaz, según el joven investigador, pero en ese instante, ya nadie le oía. Trabajaba de mecánico de mantenimiento, pero seguía siendo científico, todos son científicos.

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Vicente Sáez Vallés
Días después, una elegante limusina reclamaba su presencia en la base militar de investigaciones. Un militar de alta graduación le tendió un papel de impresora repleto de grafías extrañas:
- Recibimos anoche una transmisión desde la zona de la estrella Bettelgeusse. Se cifra en las coordenadas exactas de esta base. Apenas hemos descifrado un sólo mensaje; creemos que está relacionado con el fracasado experimento que usted protagonizó...
El papel repetía: "¡Amontillado!".

Una corriente eléctrica recorrió su espinazo al saber que estaban vivos y a miles de años luz de distancia.

- FIN -

Nota segunda del administrador del blog:

Vicente falleció en el año 2006. Para acceder a una breve semblanza del autor del texto (escrita por su hermana, Cristina, también, como él, paciente de Ataxia de Friedreich), hacer click en: Semblanza de Vicente Sáez Vallés.

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