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viernes, 29 de agosto de 2014

'Las palabras del viento' (quinta entrega)

Blog "Ataxia y atáxicos".

Mamen García
Por María Narro, pseudónimo literario de Mamen García, paciente de Ataxia de Friedreich, de Guadalajara.
Extraído de 'GuadaQué'... (ver enlace al original en "fuente"... al final del artículo).

Notas del administrador del blog:

Con permiso explícito de Mamen, iremos reproduciendo en este blog los capítulos de la novela 'Las palabras del viento', previamente editados por ‘GuadaQué’, y dejando constancia, en forma de enlace, de la fuente original... Nuestra perioricidad pudiera ser de un capítulo (entrega) semanal. Si bien, no establecemos plazos concretos, ni fechas fijas de edición.

En cualquier caso, cada día a editar, como recordatorio, se consignarán los enlaces a los capítulos ya editados... con el fin de que ninguno de los lectores pueda perderse el hilo de la narración:

1- María Narro publica su novela por capítulos (presentación).
2- 'Las palabras del viento' (capítulo I).
3- 'Las palabras del viento' (segunda entrega)
4- 'Las palabras del viento' (tercera entrega)
5- 'Las palabras del viento' (cuarta entrega)


Quinta entrega de la novela de María Narro "Las palabras del viento"


Portada de 'Las palabras del viento'
Mercedes

Anoche soñé con Isabel.
No quiere que la tenga miedo, ahora quiere estar conmigo y que encontremos juntas a papá. Me dijo que ella me puede ayudar, que mirara dentro…

Tenía tan pocos recuerdos de mi padre que, mientras limpiaba y ayudaba en la cocina aquellos primeros días en las Ursulinas, los repasé uno por uno. La abuela Bernarda le llamaba gitano y hasta una vez dijo que tenía que haber trabajado en el circo como su madre. ¿Titiritando? No. Titiritero, eso, le llamó titiritero. Se me abrieron los ojos como platos y le pedí permiso a la hermana cocinera para ir al retrete; en su lugar atravesé un patio y fui a mi habitación. Rebusqué entre unas viejas fotografías y la encontré. Una muchachita bellísima con los ojos rasgados, muy morena, como papá, bajo la carpa de un circo. Por detrás ponía: Encarna 1.911.


Había empezado a ir a clase dentro del mismo colegio donde trabajaba cuando acababa mis tareas de limpieza y de ayudante de cocina. Estudiaba lo que era para mí el séptimo grado de la E.G.B, pero todas mis compañeras sólo aprendían a leer y a escribir. Eran mujeres mayores y yo la única niña de catorce años. Nuestra profesora era Fernanda, la hija de leche de mi tía, y a ella no le podía decir a quién estaba buscando ni que ya sabía quién era mi abuela paterna, así que, una noche cuando acabaron las clases, le pregunté a mi compañera de pupitre:
-¿Sabes dónde viven los titiriteros?
-Donde tengan instalado el circo –me contestó con prisa.
-No, me refiero a que dónde viven aquí en Sigüenza.
-Que yo sepa, ahora no hay titiriteros aquí; hasta mañana, Mercedes –dijo sin darse cuenta de mi decepción.

Ahora no hay titiriteros... recordaba mientras me dirigía a mi habitación arrastrando los pies. Ahora no hay… sor Dolores me había dicho que cogiera algo de la cocina después de las clases, pero no tenía hambre. Me desvestí y mientras me ponía el camisón cerré los ojos buscando a mi hermana. Ahora no, le dije, … ¿y en la fiesta de San Roque? –pensé en voz alta de repente y de nuevo esperanzada-. Aunque aún queda mucho hasta agosto, pero le vamos a encontrar, no te preocupes.


Llegó el sábado por la tarde, no me apetecía mucho dar vueltas por el pueblo sin saber hacia dónde ir. Acabé mis tareas y decidí descansar en la sala común mirando mi reciente descubrimiento: la televisión. Con suerte volvería a ver El Santo y cogería silla en primera fila para las galas de por la noche.
Nada más sentarme la hermana encargada de la portería me llamó desde el pasillo. Olvidándome del descanso salí fuera. Me acerqué sin ganas a ella y me dijo:
-Un tal Javier Salgado te está esperando en la puerta.
-¿Y qué quiere? –pregunté sin conocer a ese tal Javier Salgado.
-Pues no lo sé... como no se le haya olvidado a su padre dejarnos algo de pan ésta mañana y quiera dártelo a ti...
-¿A mí... y por qué me va a dar pan a mí? ¿Pan?... ¿su padre? –y como si se hubieran encendido todas las luces a la vez grité- ¡Morse!
-Ave María Purísima ¿qué dice ésta chica?
-No, nada –le dije dándole mi bata gris para que me la guardara –le dices a Sor Dolores que son las cinco y me voy hasta las ocho.

Salí corriendo y no paré hasta que le vi sentado en el bordillo de la puerta principal del colegio. Me paré en seco, aunque pensaba abrazarle.
-¡Merche! –dijo levantándose de un salto como si no esperase verme.
Había imaginado y ensayado tanto nuestro reencuentro, quería decirle tantas cosas...
-¿Por qué has dicho que te llamas Javier Salgado?
-Porque me llamo así –dijo cogiéndome una mano y comenzando a caminar alejándonos de las Ursulinas por el paseo de la Alameda.

Me picaba el estómago de los nervios y sentía su corazón en mi mano. Nos sentamos en un banco buscando el sol que ya se iba en aquella tarde de primeros de octubre. Después de preguntarme qué tal estaba mi abuela y yo mencionar a casi toda la gente del pueblo, nos quedamos en silencio mirándonos a los ojos, y me abrazó. Y yo le abracé con miedo de perder el único hogar que conocía. Solté mi angustia convertida en lágrimas por estar tan sola, por estar lejos de mi pueblo, por la enfermedad de la abuela que había endurecido mi vida mucho más... por no encontrar a papá.
-¿Pero cómo sabes que está aquí? –preguntó Morse cuando dejé de llorar y le hube contado que mi padre estaba en Sigüenza.
-Mi abuela se lo dijo a su hermana sin saber que yo las escuchaba –dije separándome un poco de él ya que no quería que nadie del convento nos viera.
-Pues... en ese caso ¡vamos! –dijo a la vez que se ponía de pie y casi me arrastraba  a su lado sin soltarme de la mano.


Morse pasaba la tarde en Sigüenza porque su padre participaba en un campeonato de mus. Si alguien sabía si estaba allí era él.
-¿Álvaro? –preguntó cuando por fin pudimos hablar con él mientras se tomaba una cerveza en un descanso-. Sí, vive aquí pero ahora anda por Toledo.
-Con el circo –apunté yo.
-¿Qué circo? –preguntaron Morse y su padre mirándome con cara de alucinados
-El de los titiriteros, claro –aclaré con seguridad.
-Que yo sepa la única que ha tenido algo que ver con un circo fue tu abuela Encarna cuando era pequeña, tu padre está trabajando en la construcción de una autopista en Toledo desde hace meses, por eso –dio un trago mirando a sus compañeros de partida que se volvían a sentar-, imagino que no fue a buscarte cuando tu abuela se puso mala.
Demasiada información.
El padre de Morse acababa la cerveza y se disponía a reiniciar el campeonato.
-¿Y antes...? ¿Por qué no fue a buscarme antes? –le pregunté con prisa mientras se sentaba.
-Eso se lo debes preguntar a él, yo sólo sé que cuando fue a verte a casa de doña Asunción tu abuela casi le mató a pedradas –me dijo apretando los labios y concentrándose en las cartas.


Morse y yo salimos del bar donde se celebraba el campeonato de mus. Cogió de nuevo mi mano y caminamos en silencio por la calle Mayor. Pasamos al lado de la catedral que se me antojó tan terriblemente hermosa como siniestra.
-¿Cuándo volverás? –le pregunté mientras se empezaban a encender las luces de la calle.
-Desde que trabajo con mi padre tengo más dinero para venir... pero no lo sé –dijo llevándome a un rincón.
Me abrazó tan fuerte que, por un momento, olvidé todo lo que no fuera sentirme parte de su piel. Necesitaba su calor y él me hacía vivir. Le  oí decir que me quería antes de aplastar su boca contra mi boca sin dejarme casi respirar.

"Pegada a ti...
la vida nace pegada a ti".
Escribí en mi cuaderno por la noche antes de quedarme dormida.


Varios días después mientras fregaba las escaleras que conducían a los dormitorios, oí una conversación de quienes deberían haber sido mis compañeras. Hablaban de que una de ellas ya tenía novio y sabía besar.
-¿Con lengua o sin lengua? -preguntaron.
Yo dejé de mover el trapo mojado en amoniaco para escuchar mejor.
-Sin lengua claro –dijeron-, aunque con lengua dice mi novio que es como si chuparas un caramelo.
-¡Chica, qué asco! -dijo otra.
Intentaba contener la risa a la vez que movía mi lengua, cuando Sor Dolores me dijo:
-Mercedes ¿qué haces?
-Descansando, hermana –dije incorporándome y masajeando mis rodillas-, y... rezando, madre superiora, rezando mucho.
-¿Y qué te pasa en la lengua? –preguntó dirigiéndose al cuarto de las chicas que hablaban.
-¿A mí? –dije en voz alta-, nada, madre superiora.

Antes de acabar mis tareas doña Asunción vino a verme. Quería llevarme el siguiente sábado a Guadalajara, al cine, pero necesitaba más de tres horas. Gracias a su tío consiguió que Sor Dolores me diera toda la tarde libre.

-Quiero ver My fair lady, la estrenaron no hace mucho en Madrid y me han dicho que es buenísima, sé que te va a gustar...
-¡Pero yo no tengo dinero! –la corté.
-Invito yo. Bajaremos a Guadalajara en tren e iremos al Coliseo Luengo andando...
-¿Coliseo Luengo? ¿Luengo de luenga, quiero decir de lengua?
-No, Mercedes, luengo de luengo –dijo sonriendo mientras se iba divertida con el juego de palabras.

Nunca había montado en tren, y aquel, mi primer viaje a los dieciséis años, no lo olvidaré jamás. Un paisaje que se movía sin prisa ante unos ojos llenos de ilusión y las palabras de doña Asunción que lo dibujaban todo de alegría. No paró de hablar de Andrew Hepburn, de que el cine era como una televisión gigante con colores y que se veía con la luz apagada. Estaba intrigadísima. Un pastor miraba el paso del tren mientras vigilaba a las ovejas, y yo le dije adiós con la mano.
Veía el otoño a través de la ventanilla, sus tonos rojizos y amarillentos. Batallones de girasoles rendidos al sol. Una voz conocida seguía hablando de la película y de que antes veríamos el nodo, y me enteraría por fin de lo que era la Sección Femenina, y juzgaría por mí misma. Yo no sabía muy bien qué tendría que juzgar ya que habría sección femenina como masculina, o sección singular como plural. Luego, un señor que también viajaba en el tren y nos quitó los billetes para hacerles un agujero y volvérnoslos a dar, dijo que desde el 65 no se podía fumar ni comer pipas dentro de la sala del cine, que era un abuso, que a dónde íbamos a llegar...
Me recordé que estábamos en 1969 y que nosotras ni fumábamos ni teníamos dinero para comprar pipas. Y seguí mirando el otoño de colores que se movía tras los cristales.

Al llegar a Guadalajara doña Asunción me cogió de la mano, pero al darse cuenta de que ya era un poco más alta que ella me soltó y enlazó su brazo con el mío como si fuésemos dos amigas.
Dos amigas, eso pensé.
Pasamos sobre el puente del río Henares, por la misma puerta del hospital donde estuvo mi abuela ingresada y llegamos a la Plaza de los Caídos que está junto al Palacio del Infantado. Doña Asunción me iba diciendo cómo se llamaba todo, pues ella había nacido allí.  Al llegar al Coliseo Luengo hicimos cola para sacar las entradas y al entrar... al entrar me asusté.
El suelo del cine estaba cuesta abajo, brillaba. Había carteles y espejos por las paredes, y mucha luz. En una barra de bar la gente tomaba algo, ¡éramos tantos que no habría sillas para todos!
-Butacas 73 y 74 –le dijo doña Asunción a un señor con traje.
Me agarró del brazo mientras yo seguía mirando a mi alrededor y seguimos a aquel señor. Pasamos a una sala tan inmensa, oscura y con sillones rojos, que debí tragar de golpe la saliva que me quedaba...
-¡Ay Dios! ¿Por qué no nos vamos?
-Te va a encantar –la oí decir a la vez que sujetaba un asiento para que me sentara.


Era dulce y casi amarga la sensación que me atravesaba. Doña Asunción a mi lado me daba seguridad y había conseguido contagiarme parte de su entusiasmo, pero por otro lado aquella sala tan grande, que iba hacia abajo según andabas, y tanta gente casi a oscuras mirando una enorme pantalla en blanco, me inquietaba, me asustaba.
De repente nos quedamos totalmente a oscuras, en la pantalla salió algo así como un reloj que marcaba tres, dos, uno... y la gente empezó a decir ya empieza, ya empieza, guardando silencio. La sala retumbó con una música bastante fuerte y en la pantalla salió escrito a la vez que alguien leía:
*La rama femenina de la Falange Española: la Sección Femenina*
-¿Por qué gritan?
-No gritan, Mercedes, el volumen del documental es así –me dijo antes de que nos mandaran callar.
Cuando acabó aquel pequeño documental mucha gente se levantó y estirando su brazo derecho entonó el Cara al Sol.  Doña Asunción no se movió y yo la imité. La abuela me había enseñado hacia mucho a cantar el cara al sol con la camisa nueva, y me dijo que nosotras nunca seríamos de las que levantan el puño. No la entendí porque de sobra sabía ella que a mí no me gustaba pegar a nadie... Una música mucho más suave fue cubriendo toda la sala y la gente se sentó, en la pantalla salió escrito con grandes letras rosas: My fair lady.

A mitad de la película hubo un intermedio, la gente salía fuera de la sala a estirar las piernas pero nosotras nos quedamos sentadas. Doña Asunción estaba entusiasmada con la lluvia en Sevilla es una maravilla, y a mí aunque me gustaba mucho no dejaba de pensar en la Sección Femenina...
-No sabía que las mujeres hicieran la mili, porque la Sección Femenina es eso ¿no? –dije.
La risa de doña Asunción al mirarme me desconcertó un poco.
-Eso he pensado yo siempre, pero no, no es la mili –dijo retirándome un mechón de pelo que me caía sobre los ojos-, es un servicio social... sólo falta que las rapen la cabeza... y lo hacen de alguna forma porque quieren que todas pensemos igual, que dependamos y complazcamos siempre al hombre olvidándonos de nosotras mismas, que admitamos su superioridad y nos olvidemos de ser independientes... ¿Me entiendes?
-No mucho... la verdad, doña Asunción.
-Mira, Mercedes, a mí esto me ha tocado vivirlo aunque no tuve que hacer el servicio social y tengo mi propia opinión, y por eso... entre otras cosas me fui de maestra al pueblo. Pero tú has de observar y aprender, y luego formar tu opinión sin dejar que nadie te diga lo que debes pensar. De todas formas quiero que sepas que hay quienes piensan que la Sección Femenina lucha por la liberación o igualdad de la mujer aunque yo opine lo contrario. Pero bueno, intenta disfrutar de la película que ya empieza de nuevo.

Cuando acabó My fair lady y aún riéndome con la patada al cochino mulo de las carreras de Ascot, supe que yo también podría bailar toda la noche vestida de princesa en una embajada... pero con Morse, sólo con Morse.
Al salir del cine y hasta llegar a Sigüenza nos embargó un extraño silencio roto de vez en cuando al sentirnos enlazadas del brazo. Intenté respetar sus pensamientos y su media sonrisa, al igual que ella la mía.


Aquella noche cuando iba hacia mi cuarto, dentro ya del convento, la hermana portera, como la llamaban todos, me entregó una carta. Me encontraba volando y todavía bailando, y aunque era la primera carta que recibía en mi vida miré sin ganas el remitente pensando que se habrían equivocado. Álvaro Recio, ponía, lo que yo decía, se han equivocado. Seguí bailando... pero el sobre me picaba entre las manos. Recio... Mercedes Recio... igual que yo. Álvaro... ¡Álvaro! Y rasgué el sobre con prisa, conteniendo la respiración:

Querida hija...

Leí atragantada de emoción antes de salir corriendo hacia mi habitación, cerrar su puerta, y sentarme en la cama para seguir leyendo limpiándome las lágrimas que resbalaban por mis mejillas y me hacían arder de inquietud.

...pronto tendré el dinero suficiente para cuidar de ti, no importa lo que diga tu abuela, soy tu padre y cualquier juez me dará la razón.
Solo espero que algún día puedas perdonarme por lo de Isabel y que aún me quieras tanto como yo a ti. Sueño con volver a verte.

Tu padre, Álvaro.


¡Papá...! ¡Papá, papá...! Repetía una y otra vez entre lágrimas apretando la carta sobre mi pecho.
¿Qué es lo que tengo que perdonar aparte de tu ausencia?


Mamen García
Bernarda Alba

-¡Vivan los novios!
Samuel y Dolores salieron de la iglesia mirándose a los ojos.
El noviazgo había sido corto, no hacía ni año y medio que el joven rubio que decía que las palabras van sobre el viento y no dejaba de cavar y sembrar patatas, había llegado de la Argentina. Intrigaba a todos, pero se había enamorado como un pardillo, de eso no había dudas.
Hubo baile en la plaza, e hicieron migas y gachas corriendo el buen vino entre unos y otros. Charlando y riendo, olvidándose de políticas... cada uno que piense lo que quiera pero sin tocar. Eso decía Bernarda.

Los niños jugaban cerca del río, los miraba con devoción añorando ya a la niña Lucía para que no se separase nunca de Alicia. Hacía un mes que había tenido un nuevo aborto. Una pelota llegó a sus pies, se la devolvió a los críos mientras su marido le daba un plato de migas. Los recién casados bailaban un tango ante la admiración de los demás que sólo sabían bailar pasodobles y alguna jota. Don Perico, el maestro republicano, contaba chistes y hasta el cura los reía. Se iba el verano con buen tiempo, no hacía ni frío ni calor... pero ella sólo pensaba en volverse a quedar embarazada.
Un flamante automóvil negro paró en el centro de la plaza. El chofer bajó y abriendo la puerta de los asientos posteriores, invitó a Samuel y Dolores a subir.
-Es una sorpresa del novio –le susurró la señora Angustias a Bernarda- se los lleva a Guadalajara pa...
-¿Pa qué?
-¡Ay Bernarda, dónde estás chica! ¡Pa qué va a ser! –le decía guiñándole un ojo- ¿No te parece romántico?
-¡Mucho, mucho...! –contestó mirando a los cuatro hijos de su amiga.


En octubre de 1934 la tranquilidad de todos empezó a cambiar. Don Cosme, el joven párroco, recibió la terrible noticia del asesinato de su hermano. Se habían ordenado sacerdotes a la vez, a él le enviaron a otro pueblecito llamado Valdecuna, en Asturias. Y ahora avisaban de que le habían matado y quemado su Iglesia.
Don Cosme abandonó el pueblo para ir al entierro y pasar unos días con sus padres... y desapareció.

-Zacarías dice que en Asturias están ocurriendo cosas muy graves –dijo Jacinto un día al volver de Sigüenza-, se habla de casi veinte curas asesinados y otras tantas iglesias quemadas... y no solo eso sino que los mineros han tomado las armas.
Su mujer le escuchó entre aterrada e incrédula, si lo decía Zacarías bien podía ser mentira. No entendía esa amistad. Ni que le hubiera salvado la vida, ni que fueran del mismo pueblo, ni leches. A la barriga de su hermana le debía una lealtad.
Pero la señora Angustias, muerta de miedo, llegó a su casa con los cuatro niños para confirmar que era verdad lo de Asturias. La familia de su marido vivía en Oviedo.
-Mi Satur se acaba de ir p’allá –dijo llorando.

Bernarda miraba a los chiquillos que jugaban con los perros de Jacinto sin percibir la desazón de las dos mujeres. Sólo Juanito y Sergio, el hijo mayor de la señora Angustias, se habían sentado en las escaleras del portal con la mirada clavada en el suelo.
-Y dicen que don Cosme ha huido a Francia –decía Angustias sonándose la nariz.
-¿Ha huido a Francia? ¿Francia, la de Napoleón...? –preguntó Bernarda con los ojos muy abiertos.
-Estaba en Barcelona, en casa de sus padres, y algo gordo ha pasado también allí –contaba la mujer volviendo a llorar- y don Cosme ha huido.
-¿Ha huido? –volvió a preguntar Bernarda.
-A Francia –dijo asintiendo repetidamente con la cabeza la señora Angustias.
-La de Napoleón –apuntó Juanito que se había acercado a ellas.
-De eso ya menteraó –contestó Bernarda alzando la voz-, pero ¿de qué ha huido?
-Ha huido porque es cura y no quiere que le maten como a su hermano –dijo Zacarías desde la entrada de la casa.


La visita de Zacarías, que iba a Pelegrina a llevar víveres a sus padres, fue todo un mazazo para Bernarda. Andaba metido en política y como seminarista que había sido sabía cosas de la iglesia que los demás ignoraban. Pero lo peor era que le estaba calentando la cabeza a su marido aún más “Y no pué decir cosas asín sin estar seguro, leches, y menos delante de los niños”.
Sin embargo Jacinto estaba encantado con la inesperada visita de su amigo y aprovechó para enseñarle su enorme casa, el ganado y las pocas tierras que le quedaban.
-¡Si vieras la casa y el auto que tienen! –le decía por la noche a su mujer-. Y dos chicos bien obedientes y listos como su padre.
Bernarda le miró alzando las cejas y apretando los labios en un gesto de incredulidad.
-¿Hasta cuándo te va a durar esa manía al señor Recio?
-Señor Recio, señor Recio, Zacarías a secas que los sinvergüenzas no cambian –decía la mujer arropando a la niña y llevándose el dedo índice a los labios para que guardara silencio-, hay cosas que me preocupan mucho más –susurró apagando la luz.


Don Cosme seguía sin aparecer por lo que Bernarda, su hermana Micaela y la pequeña Alicia, solían subir al hospicio de Sigüenza a oír misa. Un día habiendo dejado ya a Juanito en la escuela iban en el carro, bien abrigadas las tres, haciendo conjeturas de lo que estaba pasando.
-No creo yo que el Cosme haya huido –decía Micaela-, la gente habla mucho y miente más, a veces para hacer daño y otras pa dárselas de listos.
-Y ¿dónde está? –le preguntaba su hermana.
-¿Onde está? –preguntaba la niña imitando a su madre.
-¿Pero por qué la gente mata curas? ¿Por qué se mata? ¿Pa qué? ¿no tuvieron padres que les enseñaron a respetar, a vivir la vida sin meterte con nadie? Respeta y te respetarán –decía Bernarda entrando en Sigüenza.
-No te pongas tiste, mami, Cosme es valiente –decía Alicia abrazando a su madre.
Micaela, mirando la dulce estampa de su sobrina, recordó que sólo los niños dicen la verdad.

Después de la misa salieron al patio en busca de Pilar y la niña Lucía, Fernanda estaba trabajando. El sol invitaba a pasear. Las encontraron jugando con la tierra, al lado de un columpio roto.
-No sé quién es más cría de las dos –dijo Micaela cuando las vio mientras Alicia salía corriendo hacia ellas.
Bernarda no le había dicho a su hermana el parentesco que en realidad las unía, tal como se lo había pedido Pilar pues necesitaba tiempo para contárselo ella misma. Se saludaban cuando una monja empujando una pequeña silla de ruedas, llegó al lado del columpio; sentado iba un chavalín de unos cinco años. El niño lloraba.
-¿Te puedes quedar con él un momento? -preguntó la hermana a Pilar antes de irse.
Las mujeres y algunos viejecillos del hospicio que tomaban el sol y se habían acercado, hacían cábalas entre ellos de cuál sería el motivo de que el niño no pudiese andar y tuviera las piernas tan flacas ¡Qué penica...!
 
-¿Por qué lloras? -le preguntó la pequeña Alicia ante la atenta mirada de la niña Lucía.
-No me gusta éste sitio –contestó el niño haciendo pucheros.

Se llamaba Damián, había contado la monja cuando regresó al patio. Su madre no podía hacerse cargo de él; desde que había muerto su marido ella sola cuidaba la tierra y a sus otros dos hijos, ni siquiera podía comprarle unas muletas nuevas para que saliera a la calle. El niño tenía polio y llevaba dos días en el hospicio. Echaba de menos a sus hermanos.
Pero había más niños lisiados allí, les explicó Fernanda al acabar su jornada en la fábrica de calzado...
-Lisiados o enfermos que se pasan el día en la cama, aunque en el propio hospicio no están, sino que estos niños viven en el hospital, que está aquí al lado, porque necesitan más cuidados. Y siendo sincera... porque a un niño enfermo no le va adoptar nadie.         
-Y entonces ¿qué ocurre con esos niños? –preguntó Bernarda asomándose a un mundo que desconocía.
-No ocurre nada en especial, si no acaban muriendo por su enfermedad, se crían y viven recluidos en sitios como éste o en hospitales alejados de los demás...    
-Pero eso es triste.
-No, Bernarda, es diferente, cuando te acostumbras sólo es diferente –decía Fernanda acariciando la cabecita de Damián-. Estos niños son ángeles pero necesitan mucho cariño. Y son alegres... muy alegres si no tienen dolor o están  enfadados por algo ¿verdad? -dijo sonriendo al niño.
-¿Quieres ser mi novio y valiente como el Cosme? –le preguntó la pequeña Alicia ante la sonrisa de todos y de un sol que ya se iba.

A los pocos días Dolores y su marido Samuel llegaron a casa de Bernarda llevando unos bizcochos borrachos. La agradable visita se convirtió en una fiesta para los niños, Juanito, a sus trece años, no había probado nada igual en su vida. No le dejó ni un bizcocho a  su hermano. Con la boca llena reía los recuerdos del día de la boda cuando hizo estallar un petardo dentro de la iglesia a la hora de comulgar. Alicia se había sentado encima de las rodillas de Dolores y se dejaba trenzar el cabello.
Jacinto llegó del campo un poco antes de anochecer, querían hablar con él. Bernarda sacó vino y un poco de chorizo de la matanza y se sentaron todos de nuevo. Le explicaron que necesitaban comprarle un terreno que colindaba con el pozo nuevo, pero no tenían dinero. Ofrecían un trueque: ocho cabras y leña para un año.
-Es todo lo que podemos daros, hay que ampliar la casa... ya viene el primero en camino” dijo Samuel poniendo la mano en el vientre de su mujer.
-¡Enhorabuena, argentino! –Le dijo Jacinto levantándose y estrechando su mano con efusión- ¿La del pozo nuevo...? Esa tierra la tengo yerma –y mirando a Bernarda mientras ésta le sonreía asintiendo dijo- y es vuestra junto con las cabras y la leña, mañana hacemos los papeles.
-No,  no, no... no pode...
-Sí podéis, la República me quita tierras y me sube los impuestos y vosotros me queréis pagar una tierra que no utilizo...
-Pero comprende, Jacinto, que algo te tendremos que dar a cambio...
-Es que no necesitamos nada...
-Unas muletas y no se hable más –dijo Bernarda.
Se la quedaron mirando todos.
-¿Cómo has dicho...? –le preguntó su marido.

La mujer explicó lo del niño del hospicio que necesitaba unas muletas de madera. Del pinar de arriba podrían conseguir la madera y el padre de Dolores que era carpintero hacérselas. No era descabellada la idea y sí una necesidad como la tierra.
-De acuerdo -se oyó.
-Pues no se hable más –dijo Jacinto levantando su copa de vino.


Hacía varios meses que don Perico, el maestro, había comenzado con sus clases para adultos que tanto anunciara. Los mayores iban al colegio cuando acababan los niños. Daba charlas de formación o les enseñaba a leer y escribir; les enseñaba los ríos y montañas de España, y poco a poco les había empezado a hablar de la II República.  La gente del campo tenía derecho a saber y dialogar sobre lo que ocurría en el gobierno. Libertad, igualdad y fraternidad. Una soñada democracia.

-Mira, Bernarda, tú te me vas a las clases y aprendes a leer –le decía su marido-, y espantas tós los pájaros que os eche el maestro a la cabeza. Y a ver si pués atusar los suyos un poco. Aquí y en tós los reinos del mundo entero, y de la América, y de la Europa también... y hasta en la Argentina fíjate tú, o pregunta... pregúntaselo al Samuel y verás, ha mandado siempre el dinero. Unos tienen más que otros, y eso es así y siempre va a ser así. Por muy farrucos que se pongan quitándome las tierras yo no exploto a mis jornaleros ni les dejo morir de hambre –decía Jacinto recordando que un día él pasó más hambre que nadie.

Y Bernarda aprendió a leer.
Aprendió a leer porque quería saber qué estaba pasando, necesitaba entender el significado de la palabra libertad cuando asesinaban al hermano del Cosme y quemaban su iglesia y nadie hacía nada. Y sobre todo estaba empeñada en descifrar la palabra igualdad porque a ellos les quitaban las tierras, pero los mineros de Asturias morían en la más absoluta miseria mientras hacían aún más ricos a los mandamases... según contaba el marido de la Angustias.

Pero era tarea imposible, ella era demasiado bruta para entender nada.

(Continuará)

Fuente original en 'GuadaQué': Las palabras del viento - María Narro - capítulo 5.

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