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viernes, 24 de noviembre de 2017

La Cacha

Blog "Ataxia y atáxicos".
Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.

Nota:
Escribí este relato, con trasfondo personal, hacia la mitad de la década de los años 1990.

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Miguel-A. Cibrián
Este relato, que no simplemente cuento, ocurrió hace algunos años. Historias como ésta sucedían a montones hace bien poco: cuando los hombres aún no teníamos la manía de dividir todas las actividades en rentables y no rentables. En casa de mi padre teníamos una treintena de ovejas. Aunque en nuestra granja había animales domésticos de todas las especies, después del perro, las ovejas y sus crías gozaban de mi preferencia.

En los días de invierno, cuando por la lluvia o por la nieve las ovejas no podían salir a pastar, les echábamos de comer dos veces diarias. Desde muy niño, yo gustaba de ir con mi padre para efectuar esta labor para mí tan agradable. Abríamos la puerta de la tenada, y todas las ovejas salían lentamente, como desganadas, al corral. A continuación, limpiaba con mi mano las canales (comederos), que estaban situadas contra las paredes del establo. De ellas, retiraba los restos de anteriores piensos y las suciedades fecales de alguna oveja que, emulando a las cabras, gustaba de rumiar en pinganitos. Mi padre, para este trabajo, tenía colgada en una viga, lejos de mi alcance por mi corta estatura, una escobilla hecha de brezos. Por ello, al verme utilizar la mano, siempre me hacía la misma advertencia:

- Coge la escoba, ¿no ves que te vas a clavar alguna llasca de la madera de las tablas de las canales?.

Pero, casi antes de que él descolgase su escobilla de brezos, yo ya había finalizado la limpieza.

Seguidamente, mi padre vaciaba en las canales un saco de paja negra, de leguminosas. Mientras, detrás, yo iba extendiendo la paja desmenuzada en verano por el trillo. "¡Caray!", pensaba cuando se clavaba en mi mano la espina de algún cardo. "Ahora, no vale la escobilla".

Luego, puño a puño, mi padre vaciaba sobre la paja un caldero de comuña. Apenas tres minutos escasos nos llevaba la operación. Tiempo que, a veces, las ovejas habían de permanecer en el corral bajo la lluvia.

Finalmente mi padre abría la puerta no sin antes advertirme lo mismo todos los días:

- ¡Apártate!, que te atropellan.

Las ovejas querían entrar todas a la vez. Después, en las canales, bien aplicadas en su pienso, se apretaban unas contra otras, hasta hacer salir a las más débiles. Pero, inmediatamente las expulsadas encontraban otro sitio libre para comer. Aunque no solían balar, se hacía honor al refrán: "Oveja que bala, bocado que pierde". Y digo "no solían", porque las pocas veces que lo hacían, con la boca llena, parecía un berrido, en vez de un balido.


En tiempos de paridera, todos los anocheceres, el pastor traía corderitos del campo. La madre venía al lado lamiendo a los recién nacidos y amenazando continuamente a los perros con darles un topetazo de cabeza. A mí me encantaba cada mañana, temprano antes de que las ovejas salieran al campo, acudir a la tenada para comprobar cuántos corderitos habían nacido durante la noche. ¡Es tan tierno contemplarlos tan blanquitos moviendo el rabo para mamar! "¡Como si para mamar fuera preciso mover el rabo!", pensaba.

Las ovejas en un alto tanto por ciento tienen mellizos. Mi padre decía:

- Es mejor uno bueno que dos malos.

Él quería decir que los mellizos eran menores de tamaño que la cría única, y su desarrollo también menor al tener que compartir la leche de la madre con su hermano. Yo no entendía nada de negocios. "¡Cómo pueden ser los corderos malos!", pensaba. ¡Les quería tanto! Cuando llegaba el cortador (carnicero) a buscar corderos lechales les ataba tres patas, dos traseras y una delantera. Seguidamente, los pesaban con aquella romana de pilón en un colgadero del portal. Una vez, en un descuido suyo, después de pesados, se los escondí. Pero los corderitos, pobres inocentes, balaron y se delataron. Me llené de miedo por la acción, pero el cortador me enmarañó el cabello, y lanzó una sonora carcajada. Entonces, no lo comprendí. Hoy estimo que su risa fue de comprensión hacia mi inocencia. Sí, le insulté al tiempo que gritaba y lloraba:

- ¡Patorra, más que Patorra!.

Aclaro que aquel buen señor usaba un zapato ortopédico con una suela de casi diez centímetros para suplir un acortamiento de su pierna. Le apodaban "El Pata", pero su nombre de pila era Benigno.

Aunque muy pocas, algunas de las ovejas churras tienen cuernos. En nuestra casa había una con ellos. Mi padre le llamaba "la cacha". También había una oveja de color negro. El dicho "oveja negra", es sólo una forma de expresar una idea que nada tiene que ver con estos simpáticos animales. Parece ser una alusión al escaso valor de su lana, por el color, en los tiempos en que la producción de esta materia prima tuvo una importancia relevante.

"La cacha" parió, como todas las ovejas. Tenía un corderito blanco, con pintas negras en las patas y en la cara, como casi todos. Todos parecía iguales, menos la cría de la oveja negra que siempre era de ese color, pero no: Cada uno tiene unas características diferentes en forma de lunares en la cara y en las patas... Al recién nacido le palpé la cabeza, y me pareció que apuntaban dos cuernos como los de su madre. Por ello, le llamé "cachito".

"Cachito" murió a los dos días de haber nacido. ¿Por qué? Los científicos podrán dar a la muerte una respuesta más o menos convincente. Nosotros, los creyentes, podemos invertir la pregunta para buscar una respuesta a nuestra medida: ¿Por qué se vive?.

Mi padre enseguida optó por una operación laboriosa que todos los años se realizaba alguna vez, "arrimar" un mellizo de otra madre a la oveja cuya cría acababa de fallecer. Consistía en meter a ambos en un apartado sumamente estrecho, situado en el establo de las vacas. Esta misma actuación también se llevaba a cabo, cuando muy raramente, por alguna razón totalmente desconocida, una oveja no quería a su propio hijo.

Los primeros días "la cacha" habría matado de un cabezazo al nuevo corderito si la escasa anchura del apartado le hubiera permitido revolverse. Y pataleaba furiosa cuando el pequeñín, hambriento, buscaba la teta. Por ello, era preciso que mi padre la sujetara para que el corderito pudiera mamar durante los primeros días. A la operación le llamaban atetar. Al principio, yo, buen observador, meneaba la cabeza como diciendo: "¡Esto no marcha!". Y, aunque no hubiera pregunta directa, mi padre, con más paciencia y, sobre todo, con más experiencia, contestaba:

- Déjala. Ya se dará.

Y se daba. A la semana ya dejaban a "la cacha" salir a pastar al campo con las demás ovejas del rebaño con la completa seguridad de que a la vuelta iba a buscar a su cría. Al anochecer, cuando volvían las ovejas del campo, todo era un balido ensordecedor en el corral. Las ovejas balaban, y los corderitos, con voz más fina también. Por fin, abríamos la puerta de la tenada, y los corderos salían en tropel. Cada uno buscaba a su madre. El encuentro era muy rápido, porque ellas buscaban igualmente a su, o a sus crías. "La cacha" también lo hacía. Y su cordero, ya crecido, que no cabía debajo para mamar, doblaba ambas patas delanteras e hincaba sus rodillas en el suelo para chupar de las tetas de la madre con más comodidad.

Hay quien dice que los animales no pueden amar, porque carecen de voluntad para hacer, o no hacer, y determinan sus actos por el instinto. Aunque pudiera ser totalmente cierta la afirmación, no es tan conocido que el instinto pueda cambiarse. Pero el amor, todos lo sabemos, es un sentimiento noble que se siente, no "se hace", como pretenden hacernos creer algunos necios. Nuestros antepasados, no sabrían leer, pero en amar les daban cien vueltas. "La cacha" a su lado, probablemente fuera "una auténtica señora".

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