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martes, 14 de agosto de 2018

El perrito de cristal

Blog "Ataxia y atáxicos".
Por Miguel-A. Cibrián), paciente de Ataxia de Friedreich.

*****

Nota previa: Este precioso cuento lo escribí a principio de la década de 1990... sin duda cuando tenía más alma de niño que ahora.

Luis y Adela eran dos niños de cinco y cuatro años, respectivamente, que fueron a pasar con unos familiares la primera tarde de las vacaciones navideñas. Sus primos se llamaban Carlos y Ana. Carlos tenía la misma edad de Luis, aunque por pocos meses era mayor que él. Anita era la más joven de los cuatro: apenas había cumplido cuatro años.


Los niños estaban jugando a las cartas en torno a la mesa de la sala de estar cuando apareció por la puerta la dueña de la casa, y dijo:
- Me voy. No hagáis fechorías.
Y dirigiéndose a Luis y a Adela añadió:
- Cuando vuelva, ya os llevaré a casa. ¡Hasta la vuelta!
E hizo el clásico ademán de besar su propia mano en las yemas de los dedos y lanzarles el beso, pero tuvo buen cuidado de no rozar su boca para no estropear la pintura de sus labios.

- ¿Dónde va? -preguntó Luis cuando su tía ya había cerrado la puerta.
- A trabajar -contestó Carlos sin titubeos.
- ¡No. Va a escribir cartas! -corrigió Anita, en un tono que no sentó nada bien a su hermano.
- ¡Y qué más da escribir cartas que trabajar! ¡Si es secretaria! -replicó Carlos molesto por la corrección absurda e ignorante de su hermana-. ¡Roba y calla!.
En realidad Carlos estaba indignado, porque siempre perdía, y culpaba de ello a su hermana, que era su pareja en el juego, gritándole:
- ¡Triunfo! Tira triunfo.
Y, cuando su hermana tiraba, de nuevo volvía a poner el grito en el cielo:
- ¡Ah, copas! ¡No! Eso no. ¡Triunfo es oros! ¿No lo ves?.
- Si me has dicho que triunfo era copas -dijo Anita con la voz entrecortada y conteniendo el llanto aturdida por los gritos de su hermano.

- Eso era antes, en el pasado juego. Ahora son oros -contestó Carlos, airado, mientras revolvía todas las cartas de la baraja-. ¡Así no se puede jugar!.
- ¡Tramposo! ¡Que eres un tramposo! -insultó Adela-. ¡Tiras las cartas porque pierdes!.

- Pon la televisión a ver si hay dibujos animados -dijo Luis, harto de jugar a las cartas y de peleas.
Dicho y hecho. Carlos inmediatamente tomó el mando a distancia y encendió el televisor. Salió un hombre, y ninguno de los cuatro entendía sus palabras.
- ¿Quién es ése? -preguntó Carlos a Luis.
- Será político.
- ¡Hala! ¡Político!. ¿No ves que no lleva corbata?.
- Pues mi padre siempre dice que los políticos tiran palabras sin decir nada. ¿No es así Adela? -preguntó a su hermana.
Y la niña dijo "sí", como podía haber dicho "no", porque no sabía quiénes eran los políticos. Y añadió:
- ¡Cámbiala de canal!.

Carlos hizo todos los cambios posibles, y no había dibujos animados en ninguna cadena.
- Mira, toros -afirmó Adela.
- ¡Apágala! -saltó decepcionado Luis-, que a mí no me gustan los toros, porque les hacen sangrar.
Y nada más cesar el ruido del televisor, dijo Adela:
- ¡Descansan hasta las paredes!.
- ¿Qué paredes? -preguntó Carlos, sin entender nada.
- No lo sé. Eso dice mi madre cuando apagamos la televisión.

- Tengo una idea -dijo Luis, como dándose importancia-. ¿Porque no jugamos al parchís?
- Anita, ¿dónde está el parchís? -pidió Carlos a su hermana.
Pero Anita estaba muy enfadada con su hermano desde las palabras poco amables cuando jugaban a las cartas, y no quiso abrir la boca. Sólo hizo una señal con el dedo y, acompañándose de la vista, quiso dar a entender que el parchís estaba encima del armario.

Carlos se subió encima de una silla, pero no alcanzaba.
- ¡La mesa! ¡La mesa! -gritó Adela como si hubiera descubierto algo grande.
Pero, entre los cuatro, uno de cada esquina, no fueron capaces de mover la pesada mesa de nogal de su sitio.
- ¿Porqué harán las mesas tan pesadas? -se lamentó Luis.
- Es que es de madera de nogal.
- ¡Pues habrán metido el nogal entero!.
- ¿Pero qué es un nogal? -pregunto Anita.
- Un árbol que da nueces -se apresuró a responder Luis-. ¿Y por qué no ponemos dos sillas?.
- ¡Qué ocurrencias más tontas! -le reprochó Carlos-. ¿Dónde habrás visto tú una silla sobre otra silla? ¡Eso es imposible!.

- ¡Ya lo tengo! -exclamó Adela, pero para darse importancia no dijo nada hasta que los otros tres dirigieron hacia ella la mirada de forma interrogativa- La silla... y encima los libros.
Vaciaron la estantería, y colocaron los libros en dos columnas sobre la silla.

- El Con-de de Mon-te-cris-to -leyó Adela.
- Déjate de tonterías. No queremos leer, sino ganar altura -cortó Carlos, subiéndose encima a continuación.
Pero los libros se corrieron hacia un lado, y todo se vino al suelo, junto a Carlos, haciendo un gran estruendo.
- ¡El perrito se ha caído, y se ha roto las patas! -se lamentó Adela.
A Anita, de repente, se le pasó el enfado, y se preocupaba por su hermano:
- ¡Carlos! ¡Carlos!.
Carlos se levantó y, ante el susto de los demás, mayor que el suyo, dijo:
- Nada. No ha sido nada.

Entonces vio el perrito de cristal con las dos patas delanteras partidas y, entre agobiado y triste, exclamó:
- ¡Ahora sí que la hemos hecho gorda!.
¡No era para menos! Era el perrito de cristal tan querido por mamá, porque lo trajo de Italia en su viaje de luna de miel. Los cuatro se quedaron callados buscando una solución al problema que de repente les había caído encima.
- ¡Ya lo tengo! -dijo Adela, que era la más despierta de los cuatro-. Al final del paseo hay una clínica canina.
- ¿Y eso qué es? -preguntó Luis.
- Una clínica para perros. ¡Estúpido! ... Que lo ha dicho la señorita en clase -respondió Adela a quien no había agradado el tono de la pregunta.
- ¿Seguro...? -interrogó Carlos, muy interesado en el tema.
- ¡Claro! Si no, no lo diría la señorita en clase.

Carlos sin dar una explicación y sin que nadie entendiera la razón salió rápidamente de la habitación, y volvió de inmediato con los abrigos:
- Son las tres -dijo a la vez que introducía las piezas del perro en una bolsa de plástico de unos grandes almacenes-. Para las cinco, tenemos que estar de vuelta. ¡Vamos!.


Los tres mayores corrían por el parque. Anita no podía seguirlos y gritaba:
- ¡Esperadme! ¡Esperadme!.
Los dos niños la cogieron uno de cada mano, y la llevaban en volandas casi sin que pisara el suelo. Tan deprisa iban, que se llevaron por delante el paraguas abierto de una pobre anciana. Menos mal que ella tuvo reflejos y movilidad suficiente para soltar el paraguas y apartarse a la vez que expresaba su protesta:
- ¡Demonio de chicos!.

Llegaron a la clínica canina y, antes de entrar, escondieron la bolsa donde iba el perrito entre un seto cercano a la entrada. Enseguida encontraron al “doctor”. Pasaba hojas en un libro como si estuviera buscando algo. Carlos tuvo que toser para que los viera.
- ¡Hola! ¿Qué desean?.
Tuvo que hablar Carlos, porque los demás no se atrevían.
- Tenemos un perro que se ha roto dos patas.
- Lo siento. Hoy no tenemos escayola. El pedido llegará mañana. Pero traigan el perro: habrá que ponerle una inyección para evitar la infección hasta que podamos escayolarle.
- Vete a por el perro -dijo Luis a Carlos, mientras el “doctor” se dirigía a la estantería para cambiar el libro por otro.
Carlos, no estaba conforme. Bajo la voz, y dijo:
- ¡Venga, vámonos... rápido!.
- ¿Por qué...?.
- ¿No ves que está loco...? Quiere ponerle una inyección al perro.

Y salieron de allí rápidamente, sin que nadie supiera el motivo de correr.
- ¿Y ahora qué...? ¿Adónde vamos? -preguntó Luis.
- Por el camino -respondió Carlos- he visto un cartel que pone: "Clínica pollina, 100 m.". Tal vez, en la clínica para pollos, tengan escayola.
A toda velocidad, recorrieron el camino hasta encontrar el citado hospital. Una vez dentro, recorrieron salas y más salas sin hallar a nadie. Sólo quedaba una por mirar, y hallaron a un doctor bastante anciano leyendo el periódico. No contestaba a las llamadas, ni movía pata ni oreja. Por ello Anita exclamó:
- ¡Será una estatua!.
Ya iban a irse, cuando el doctor se rascó la cabeza miméticamente.
- ¡Se ha movido! -dijo Adela sorprendida, aunque el tono de sus palabras delataba miedo.
Los niños rodearon al doctor. Carlos, el más atrevido de los cuatro, golpeó el periódico con la mano. El doctor inmediatamente se levantó sobresaltado y, ante la mirada aterrorizada de los niños que instintivamente se cogieron de la mano, se dirigió a la mesa. Allí, abrió un cajón, sacó un gran embudo, porque era rematadamente sordo, y se lo aplicó a la oreja.

- Perdonen. ¡Cómo tengo tan poco trabajo...! Pero, ustedes dirán...
- Hemos visto a la puerta -dijo Carlos, elevando el tono de la voz-, clínica de pollos y...
- No. De pollos no –corrigió el “doctor”-. Clínica pollina... de burros. Y, como actualmente apenas hay burros y menos en la ciudad, no tengo pacientes. Sin embargo no cerraré la clínica, porque ¡como ya soy anciano...! Pero, díganme ustedes, ¿qué desean?.
- ¿Tiene usted escayola? –preguntó Luis, a gritos.
- Sí, escayola, sí. Lo que no tengo es burros. Pero, ¿para qué quieren ustedes la escayola?.
- Para este perrito -dijo Carlos sacando de la bolsa las piezas de cristal.
Al doctor le entró una intensa risa. Esto desconcertó completamente a los niños. Pensaron que aquel “doctor” estaba aún más loco que el anterior. Y, si no se fueron corriendo como en el otro hospital, fue porque el “doctor” tenía al perro entre sus manos... y no hubieran podido marcharse abandonando al perrito.
- A este perrito no le hace ninguna falta escayola -dijo entre risas el “doctor”-, sino pegamento.

Y seguidamente escribió en su talonario una receta que entregó a los niños. Ellos no entendieron aquellas letras tan raras.
- Les anotaré en esta hoja las instrucciones.
- Escriba en cristiano -dijo Luis al ver que no podía dar lectura a los signos de la prescripción.
Al tiempo, Carlos dio un codazo a su primo para que se callara.
Pero, el doctor no oyó las palabras de Luis, porque había dejado sobre la mesa el embudo auricular para escribir con comodidad.
- Eso dice mi padre cuando no puede leer mis escritos del colegio -dijo Luis para explicar sus palabras ante el reproche de su primo.
- Esto -dijo el doctor cuando dejó de escribir- es un pegamento muy fuerte que venden en las droguerías o en las librerías. Echen unas gotas en cada una de las superficies a pegar, y después sujeten la una contra la otra durante treinta segundos. ¡Ah! No lo dejen caer en la ropa ni en ninguna otra parte, sobre todo en su piel, porque es cáustico.
- ¿Y qué es cáustico –preguntó Adela.
- Cállate. Eso qué importa ahora –replico Luis.
Finalmente, el “doctor” les dio la mano, uno por uno, como despedida, y agradeció que se hubieran acordado de aquella clínica, olvidada del mundo, según él.

Cuando estuvieron fuera, dijo Luis:
- ¿Y por qué una clínica pollina es para curar burros...?.
Nadie supo contestar a la pregunta. Y, se encogieron de hombros...
Adela rompió el silencio:
- ¡Es simpático ese doctor!.
- Veterinario -corrigió Carlos. Eso pone en la receta- "Veterinario Colegiado ene cero 4316".
- Ni siquiera le hemos dado las gracias -añadió Adela.
- Ya no tenemos tiempo para volver -manifestó Carlos-. Ahora, debemos buscar una droguería.
- Yo creía que las recetas se despachaban sólo en las farmacias -anotó dudando Luis.
- Si ha dicho en una droguería -replicó Adela-. Es en una droguería.
- ¿Qué es una droguería? -preguntó Luis-. ¿Dónde venden droga?.
- No. ¡Listo! -replicó su hermana-. Donde venden detergentes. Una vez estuve con mamá a comprar jabón para la lavadora. Pero está en el otro extremo de la ciudad.
- ¡Mirad! -anunció Luis-. Allí hay una librería.

"Librería, Buen amigo" se podía leer en un rótulo de fondo rojo con letras blancas.
Entraron en la tienda, y esperaron su turno en la cola de clientes. Había una señora comprando un libro. El librero tenía el mostrador lleno de libros, y meneaba la cabeza cada vez que el cliente pedía otro. - Éste tiene las letras pequeñas y muchas páginas... Éste otro no me gusta, porque es de romanos... Éste me parece bueno, pero no tiene dibujos... ¡Oh, qué portada más horrible!, éste ni lo miro... Éste no lo quiero, porque es de un autor poco conocido.
El librero por fin habló:
- ¡Éste, señora! ¡Éste es el suyo!.
- ¿Waskishotas...? ¡Cómo voy a leerme un libro con un título tan raro! A la próxima semana vuelvo, a ver si ha recibido mejores ejemplares.
Apenas desapareció por la puerta el comprador, el librero se hecho las manos a la cabeza y, sin ser capaz de reprimir sus palabras, soltó lo que no se había atrevido a decir directamente al cliente.
- ¡Mejor que no vuelva, porque no sabe lo que quiere!.

Y luego se dirigió a los niños:
- ¿Qué desean ustedes?.
Carlos, sin palabras, tal vez asustado por el mal genio momentáneo del librero, -aunque el mal humor no iba con ellos- alargó la receta por encima del mostrador aún repleto de libros desordenados.
- Un momento...
Fue a buscar el producto a la trastienda. Enseguida volvió con una cajita, la envolvió en papel, y se la entregaba a los niños con estas palabras:
- Noventa y siete pesetas...
Los niños no se atrevían a coger la caja... ni pronunciaban palabra. Después de unos momentos con la mano extendida, el librero lo entendió todo.
- ¡Ah! No tenéis dinero. ¡Bueno!, no importa. ¡Tomad! Os lo regalo. También yo tengo unos niños de vuestra edad. ¡Hala, hala!, marchad.

Ya en casa, comenzó la operación quirúrgica. Carlos, que hacía de cirujano, se remangó. El perrito estaba sobre la mesa.
- Un momento... -corto Adela.
Y, tomó unas hojas de periódico que colocó sobre la mesa.
- Ha dicho el doctor, que no lo dejemos caer en la ropa ni en ninguna otra parte. Me parece que es lo de “caustico”.
- Veterinario. Veterinario -corrigió Carlos, porque doctor cirujano se sentía él en aquel momento.
Ya había destapado el tubo, pero no echaba.
- Hay que perforar la membrana con una aguja -dijo Adela-. ¡Que sois unos ignorantes! Ni siquiera os habéis leído el “prospecto”.
Como no encontraron una aguja, emplearon la punta de las tijeras.
Carlos había tomado la pata de su izquierda, cuando le cortó Luis:
- ¿Por qué no empiezas por la derecha?.
- ¡Que cosas más tontas dices! ¿Por qué tú no empiezas a escribir por la derecha?.
- ¿Por qué discutís tonterías? -intervino Adela-. Si la pata derecha del perro está a vuestra izquierda, y su izquierda a vuestra derecha.

Carlos, pegó una pata, no sabía ya bien si era la izquierda o era la derecha. Utilizó el mismo sistema que recomendó el veterinario. Puso unas gotas en las dos superficies a pegar y las mantuvo unidas, no treinta segundos, sino casi tres minutos, por si acaso.
- Perfecta. Ha quedado perfecta -dijo Carlos, orgulloso de su trabajo-. Ni se nota.
Para la otra pata siguió el mismo procedimiento, pero cuando el “cirujano jefe quitó la mano”, vieron que había quedado torcida.
- Rómpela otra vez -sugirió Luis.
Pero, el pegamento era tan fuerte que fue imposible hacerlo con la mano.
- ¿Y si lo dejamos caer al suelo... -insinuó Luis.
- ¡Qué bárbaro! -le reprendió Adela-. No seas bruto. Se podría romper hasta la cabeza.
- Asunto concluido -dijo Carlos colocando al perrito en el armario-. Son las cinco y media. Aún nos queda media hora para jugar a las cartas.

Aunque movieron la baraja por la mesa, no jugaron: porque ponían un ojo en el perro, otro en las manecilla del reloj, y los dos oídos en la puerta. Anita era la más despreocupada de los cuatro. Ahora, ni una vez le regaño su hermano por no tirar triunfo, aunque cada vez tirara la carta que acertaba

Por fin llegó la mamá. Todos siguieron con las cartas, como si nada hubiera pasado, menos Anita que no quitaba ojo al perro, y lo señalaba con el dedo.
- ¡Chivata! ¡Chivata! -gritó Carlos.
Pero la mamá ya tenía entre sus manos el perrito de cristal y, mientras acariciaba una de las patas delanteras... la que había sido pegada defectuosamente, pedía una explicación con la mirada.
Y tuvieron que contarle toda la verdad.
La mamá se rió mucho... Era cierto que habían salido de casa sin permiso, pero no podía negarles una buena voluntad enorme...

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