Blog "Ataxia y atáxicos".
Notas del administrador del blog:
Ayer iniciamos un 'in memorianm', enviado por Cristina, paciente de Ataxia de Friedreich, dedicado a su recién fallecido padre: Alfredo Sáez Gimeno (1924-2012)... y a su hermano, Vicente Sáez Vallés (1964-2006)... Ayer se emitía la presentación (pinchar aquí para recordar) del relato que se edita hoy.
Vicente, como Cristina, fue paciente de Ataxia de Friedreich. Para ver una breve semblanza de Vicente, escrita por su hermana, pinchar en: Semblanza de Vicente Sáez.
En la emisora. (Por Vicente Sáez Vallés, paciente de Ataxia de Friedreich, de Zaragoza)
No sé si sabrás que el sol me brilla porque estuve en lo alto, cerca de la
piscina redonda. Bueno, no era exactamente una piscina, sino una fuente con los
caños recortados, porque no se usaba como fuente, pero los más pequeños nos
bañábamos allí... hasta que derrumbaron esa fuente de ladrillos, baja, de unos 30
centímetros de alto y un par de metros de diámetro. El agua estaba caliente,
porque el sol, más tenaz le daba de pleno. Estaba en una calle de la emisora, y se
convirtió en mi santuario, a la edad de 3 años.
Mi padre trabajaba en la emisora de radio. Eran los campos, los pinos, el
sol, las afueras de la ciudad, y el verano. En el campo, había una enorme torre de
metal: la antena. De unos 100 metros de alto, la antena estaba pintada en rojo y
blanco. En medio de un gran desierto se alzaba la antena, que vigilaba poderosa
el espacio de la emisora, los depósitos, el canal, y parecía que el mundo entero.
Era un lugar enorme lleno de lámparas de radio, muy grandes, y de gran ruido, y
señorío. La familia de los empleados podíamos ir allá, y disfrutar de los bosques,
los jardines, el césped, y las piscinas... que en realidad no eran piscinas, sino los
circuitos refrigeradores de esas lámparas que no dejaban de calentarse, por eso
el agua era oscura.
Mi madre hacía la mejor tortilla de patatas que jamás haya existido. Desde ese momento, los pinos saben a tortilla española.
En mis tiempos todos los ricos tenían chalet, y los de la clase media tenían
“pueblo”, donde estaban sus abuelos.Todos iban a pasar los fines de semana y
las vacaciones a sus pueblos o chalets. En mi familia no teníamos pueblo ni
chalet, pero teníamos “emisora”... La verdad es que en mi familia éramos originales
en casi todo.
Me daba miedo porque era como estar en una nave espacial... en una película de ciencia-ficción. Como “los invasores”, o algo peor, de más miedo. La emisora estaba rodeada de agua y de bosques de pinos. Estaba al lado de los depósitos de agua de la ciudad, y rodeada de miles de pinos, era mi paraíso con muchos jardines y senderos secretos.
El camino era duro, largo y peligroso con miles de avispas. El sol pegaba fuerte, y era duro y lleno de misterios llegar a mi santuario. No teníamos mucho dinero en casa, éramos una familia numerosa en la España franquista de 1967. Y, cada vez que podíamos coger un taxi, mi cara se convertía en una enorme sonrisa por el aire de la ventanilla bajada que acariciaba mi rostro y me despeinaba. Era cómodo y salvador.
Me encantaba su olor, su sonido. Casi todos los taxis eran SIMCA, o los nuevos SEAT 1500. Llegaban hasta unas enormes puertas correderas metálicas blancas, y yo corría
hasta mi santuario. El edificio de la emisora estaba cerca y conseguíamos una sombra reparadora y un poco de agua fresca del botijo. Detrás de la puerta había una caja de botellas de vino, con una manta vieja y un par de platos: Era eldormitorio de una vieja amiga, “Bolita”, la perra callejera más maravillosa que existiera. Pero los mayores no nos dejaban ir al edificio, por eso íbamos con frecuencia.
Siempre estábamos jugando con Bolita. Pero, al rato, las chicas se iban a
tomar el sol, y los chicos se iban a jugar al fútbol. Los pequeños éramos unos
pocos. Casi siempre, me quedaba sólo, jugando con Bolita. Iba al santuario con
ella, y le salpicaba, y luego era ella la que se sacudía para mojarme. Hacíamos
carreras... jugábamos al escondite entre los jardines sinuosos... nos perseguíamos...
Bueno, a veces había algún mayor que nos prohibía cosas, y a veces les despistábamos. Bueno, los viejos solían mirar a las chicas que estaban en bikini
o bañador. ¡Qué distintas! Normalmente, las chicas, o jóvenes mujeres, eran muy
dulces, pero cuando iban a la piscina, estaban muy diferentes: como aleladas, se
despanzurraban en la hierba sobre toallas de colores para tomar el sol. Además,
su cuerpo estaba distinto con tan poca ropa.
Los mayores no nos hacían mucho caso. Mejor... siempre ha sido aburrido
escuchar sus mandatos ¡No te metas al agua después de comer! ¡Sal del agua
ahora mismo! ¡No bucees! ¡No te quites la camiseta! Pero había contradicciones,
y, las mujeres, si eras pequeño, te obligaban a ir al vestuario con ellas, y verlas
vestirse o desnudarse... pero si algún mayor les veía desnudarse, se ponían a
chillar como posesas.
Aprendí muchas cosas de la naturaleza: el cuerpo humano, los pinos, la sombras, las avispas y sus picaduras, los escarabajos, el vuelo de las libélulas, las alas de mariposa, el objetivo de un ciprés, el susto de la rana, el violín de los grillos, las flechas de los pinos, cómo flotaban los flotadores.
Un día fui a mojarme los pies al santuario, y estaba una hermosa joven rubia tomando el sol en la pradera de la piscina. Me saludó y sonrió. Yo le sonreí también. Me sentía atraído por sus gestos sencillos y sus ojos brillantes, siempre diciendo más cosas de las que uno puede escuchar. Sin gafas estaba distinta, ni más fea, ni más guapa. Al ponerse el bañador y recogerse el pelo en un moño estaba diferente, como más menuda, con más piel desnuda.
De pronto, ella empezó a chillar, y a decirme que me fuera corriendo. Me
quedé petrificado, porque vi a una serpiente que venía hacia mí. Vi sus ojos, vi
su mirada malvada y su astuta pose. Se irguió, y se acercó a mi cuerpo inmóvil,
como hipnotizado del espanto. La culebra, blanca y de manchones negruzcos, emitió un sonido extraño, de otro mundo. La culebra se burlaba de mí, de la vida. El terror ante esa amenaza desconocida se solidificó en mis ojos cuando la culebra levantó su cabeza, y se acercaba irremisiblemente a mí.
Lo que vino después, pasó en medio segundo, y aún me hace llorar, y no sé porqué. Los chillidos avisaron a mi padre que, al verme en peligro, cogió una pala, y empezó a correr. Yo olía el aliento de la culebra, cuando escuché tierra, y vi a Bolita, que corrió más que mi padre, y ladrando de furia, se abalanzó sobre la culebra... y gruñendo y las orejas gachas, le mordió el cuello, retirándola de mí... hasta que mi padre llegó, y le golpeó con la pala.
La culebra se resistía, se alzaba por encima de mi padre, que le asestó el golpe final en medio de sus luchas, y la mató. Mi padre secó el sudor con su manga. La chica de peinado incomprensible y de dulce voz profesional me levantó como a un bebé y me hizo arrumacos. Yo tenía tres años ya, no era para acurrucarme. porque el susto se pasó... y yo era casi un hombre, pero su abrazo me puso la carne de gallina... y me gustó.
Luego me enteré de que las culebras no hacen daño. Las culebras se sienten atraídas por la leche y el azúcar, como los bebés. Probablemente, la leche seca en mi cara fue lo que la atrajo (suelo llevar la cara llena de manchones); pero era una bicha enorme.
Yo pude guiñar un ojo a Bolita, dándole las gracias. Bolita ladró de contento, en medio de ese abrazo que algo cambió en mí.
Epílogo de Cristina:
Esta historia es rigurosamente verídica. La emisora era Radio Zaragoza (EAJ 101), y estaba en el barrio de Casablanca. Mi padre es Alfredo Sáez tabajaba alli. La chica se llamaba Mari Tere Herrero (locutora), descanse en paz. Vicente escribió este relato cuando ella murió. Mari Tere, así le llamaban todos, era una de las mejores locutoras de Radio Zaragoza, además de ser buena persona, y una mujer encantadora. Era elegante, sencilla, culta, adoraba a los niños, y poseía una voz hermosa... digna de su trabajo. Vicente quiso agradecer su confianza en nosotros (que todavía éramos casi unos niños) cuando ella murió, aún joven, víctima de una terrible enfermedad.
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Un beso, Cris-maña. PRECIOSO RELATO:
ResponderEliminarCristina Fdez. Amado