Blog "Ataxia y atáxicos".
(Por Cristina Sáez Vallés, paciente de Ataxia de Friedreich, de Zaragoza).
Era viernes. Un soleado, pero ventoso, viernes de abril. Primavera en Zaragoza. Aquí, pasas del frío al calor con una gran facilidad. Eran los años ochenta. Yo tenía veinte años. Caminaba con dificultad, pero aún caminaba.
El fuerte viento me hacía perder el equilibrio, y tenía que hacer un gran esfuerzo para seguir avanzando. Habíamos quedado cerca, en el restaurante vegetariano de siempre, que no estaba lejos de mi casa, pero tenía que atravesar una ancha avenida, llena de árboles que bailaban al son del viento. Y a mí, nunca me gustó el viento.
“No sé por qué no ha venido a buscarme. Sabe que el viento me asusta, no puedo respirar”, pensaba yo mientras intentaba sujetar mi bufanda con una mano, para poder tapar mi boca y respirar a través de ella. La otra mano la usaba para apoyarme de vez en cuando, en algún árbol, o farola, o pared, según el caso.
Normalmente, venía a buscarme en su coche cuando salía de clase, de la facultad de medicina. Tenía dos años menos que yo. Precisamente, ese día, cumplía diecinueve. Estudiaba primer curso. Quería dedicarse a la investigación, y estudiar mi enfermedad: la Ataxia de Friedreich. Leía todo lo que encontraba en los libros sobre ella, pero la verdad es que no decían gran cosa.
Ese viernes me había telefoneado a casa para decirme que acudiera sola al restaurante, porque el coche no le funcionaba, y no podía pasarse por mi casa a buscarme. Su voz sonaba fría, distante. Aunque llevaba unos días raro.
Aproveché para recoger en la tienda un regalo de cumpleños para él, a pesar de que no era un buen día para mí, por tener que caminar sola por la calle. Algunos me miraban. Yo estaba acostumbrada a esas miradas que me juzgaban y condenaban. Me miraban, no por mi belleza, que sí la tenía, sino, más bien, por mis andares torpes, mi larga melena despeinada, toda de negro, la nariz roja, pálida y con cara de susto, agarrándome para no caerme. Alguno se atrevió a insultarme: “¡Borracha!”... y hasta hubo uno que me pidió costo, pero yo ni sabía qué era aquello.
Llegué, por fin, al restaurante. Era muy pronto, así que fui a sentarme en nuestro rincón favorito.
- Ten cuidado, el suelo está húmedo -me dijo el hijo de la dueña, Tomás.
Tomás era un chico delgado, melenudo, hippy y muy agradable, al que mi novio le tenía manía y muchos celos, porque “te mira mucho, se te come con la mirada... y a ti te gusta eso”, me decía, muy serio. Yo me enfadaba, y dejaba de hablarle un buen rato.
- ¿No viene tu novio? -preguntó Tomás.
- Sí, es que he llegado pronto. Es su cumpleaños. Por eso comemos juntos. He salido antes de casa para recoger el regalo que le encargué en la tienda.
- ¿Quieres tomar algo?.
- Un vaso de agua, por favor. Que vengo acalorada.
- Pues, calor no hace. ¡Menudo cierzo!.
- Sí, pero ya sabes que a mí me cuesta caminar más con este aire.
- Ya lo imagino. Oye, ¿y eso que te pasa a ti, no tiene cura?.
- ¡No...!
- ¿Y haces ejercicio? Yo podría darte clases de yoga.
- Mira, ya llega Juan.
- ¡Os dejo, parejita!.
Tomás saludó a Juan, y éste le devolvió el saludo con desgana. Juan me dio un beso en la mejilla. Estaba frío, y su beso me cortó la cara.
- ¿Hace mucho que has llegado?.
- Unos diez minutos.
- ¿Pero no te habrás aburrido?.
Le miré largamente, y decidí no enfadarme en el día de su cumpleaños.
- ¡Felicidades, cariño!. –Saqué de mi bolsillo un paquete de pañuelos de papel, primero, y un paquetito envuelto en papel de regalo-. Ábrelo, a ver si te gusta.
- Tengo algo que decirte -dijo, con el regalo en las manos.
Su tono de voz sonaba muy trágico, pero yo, siguiendo con mi costumbre de desdramatizar las cosas, y, seguramente, porque no quería escuchar lo que hacía ya tiempo que me temía, solté:
-¡Qué hambre tengo!.
Y llamé a Tomás. Pedí que me trajera arroz con verduras a mí... y Juan se levantó para coger un zumo de naranja.
Ya tenía el plato en la mesa. Me disponía a comer, cuando Juan cogió mi mano y, dramáticamente, eso sí, me dijo:
- ¿Por qué no lo dejamos?.
Yo le miré con los ojos llorosos, y le dije que el arroz estaba soso. Y me eché sal. Mucha sal. Probé el arroz, y eché más sal. Luego bebí agua, y rompí a toser. Saqué un pañuelo del paquete, y me soné la nariz.
- No has abierto el regalo -le dije con voz temblorosa.
Lo miró, lo cogió, lo desenvolvió. Era una pluma estilográfica. Me había costado una pasta. La tinta era de color morado, mi color favorito.
- Está tu nombre grabado. ¿Lo ves?, Juan Luis.
Juan dejó la pluma sobre la mesa. Iba a decir algo, pero le interrumpí:
- Me estoy meando.
Me levanté de la silla, y me dirigí al baño, no sin antes tropezarme con un chico que llevaba una taza de té caliente, que le tiré por encima. Y, cuando quise arreglarlo, y cogí la taza al vuelo, me quemé. Y, de la impresión, lancé la taza por los aires, lloviendo té por el restaurante, y haciéndose añicos el recipiente de porcelana. Luego de pedir disculpas, pisé a una señora que salía del baño en ese momento.
Entré, cerré la puerta, meé, por supuesto, y luego quise llorar, pero pensé en que se me iba a correr la raya de los ojos. Así que me dije, “Nada de llorar”. Busqué un pañuelo, pero los había dejado en la mesa. Me sequé un poco los ojos con papel higiénico, y salí del baño.
Juan se había ido. El zumo de naranja estaba medio lleno, y el plato de arroz seguía allí, incomible, por lo salado que estaba.
Pero había una nota escrita en un pañuelo de papel, con la pluma de tinta morada, mi color favorito. La nota decía: “Eva, no puedo seguir contigo. Te quiero tanto que no podría soportar que te mueras poco a poco... que dejes de ser una mujer preciosa, y acabes en una silla de ruedas... que dejes de hablar, de reír, de ser tú. No puedo. Lo siento”.
¡Vaya con el vidente...! Cogí la nota, la doblé, y me la guardé en un bolsillo.
Salí del bar, no sin antes tropezarme con Tomás. Me dijo que invitaba la casa, y me prefuntó si estaba bien, y si quería que me acompañara. Le contesté que no hacía falta, que gracias. Y salí del restaurante, triste y cabizbaja.
Me puse la bufanda, y me senté en un banco del paseo. El viento había amainado. O eso me parecía a mí. Saqué la nota del bolsillo, y la releí varias veces. Una lágrima cayó sobre el papel, y la tinta morada se emborronó. Entonces lloré más. Busqué los pañuelos en mi bolsillo, pero, ¡mierda!: Me los había dejado en el vegetariano. Así, que me soné la nariz con el único pañuelo que tenía, el de la nota. Me levanté, fui hacia la papelera, y tiré el pañuelo.
Me marché para casa pensando en que quizás hacer yoga me iría bien.
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Me ha mocionado la historia, por lo parecida con mis recuerdos.
ResponderEliminarUn abrazo para tí, Miguel A., y otro pra la autora.
¡Elocuentes obre la parte psíquica de la enfermedad! ¡Bella historia! Gracias, Cristina.
ResponderEliminarUn abrazo.
Miguel-A.
No se si la historia es real o imaginaria, pero el texto es enternecedor
ResponderEliminarMuy bueno Cris, lo has contado muy bien!
ResponderEliminarUn pedazo abrazo
Fina
tampoco yo no se si sera real o ficticia pero la verdad te felicito porque es una historia muy tierna y dulce ke llega al corazon
ResponderEliminarEn realidad es cobardía para afrontar los retos de la vida y del amor verdaderos. lina madre
ResponderEliminarMuy bonito hermana. Y hasta bien escrito.
ResponderEliminarFelicidades. Ese toque de humor que dejas somar queda muy bien.
Un beso
Pilar