Mamen García |
Extraído de 'GuadaQué'... (ver enlace al original en "fuente"... al final del artículo).
Notas del administrador del blog:
Con permiso explícito de Mamen, iremos reproduciendo en este blog los capítulos de la novela 'Las palabras del viento', previamente editados por ‘GuadaQué’, y dejando constancia, en forma de enlace, de la fuente original... Nuestra perioricidad pudiera ser de un capítulo (entrega) semanal. Si bien, no establecemos plazos concretos, ni fechas fijas de edición.
En cualquier caso, cada día a editar, como recordatorio, se consignarán los enlaces a los capítulos ya editados... con el fin de que ninguno de los lectores pueda perderse el hilo de la narración:
1- María Narro publica su novela por capítulos (presentación).
2- 'Las palabras del viento' (capítulo I).
3- 'Las palabras del viento' (segunda entrega)
Tercera entrega de la novela de María Narro "Las palabras del viento"
Portada de 'Las palabras del viento' |
Llegaría hasta lo más alto, cogería aquel nido de urracas con sus propias manos.
-¡Que te vas a caer! -gritaba Anastasia mientras se acercaba a grandes zancadas a la noguera para bajar de ella a su asilvestrada hija.
-Te ato, te juro que la próxima vez te ato -seguía diciendo mientras la guiaba a empujones hacia el melonar-. Madre ya no está pa estos trotes y la Micaela sa quedao n la escuela, ¡me cagoen la leche! Y aún dice el señor cura que tenis que aprender a leer y escribir... pa qué, eh, pa qué si un día te vas a abrir la cabeza, si no te la abro yo antes.
Bernarda llegó a la tierra cuando comenzaba el siglo que llevaría al hombre a la luna. Podía haber aterrizado en cualquier otro sitio, pero el destino quiso que lo hiciera en un pequeñísimo pueblo de la provincia de Guadalajara situado al pie de Sigüenza, Pelegrina.
Sus padres entraban ya en la vejez, mas los caminos del Señor son misteriosos y cuando ya soñaban con que su única hija les cuidaría, he aquí que se presenta otra mocosa a quien criar y vuelta a empezar. Y sólo por un revolcón rápido sobre la paja emulando los años de juventud.... ¡en verdad que los caminos...!
-En verdad que los caminos del Señor -gritaba don Catalino desde lo alto del púlpito- son misteriosos, las tardías heladas han arruinado la cosecha y cuando más desesperados teníamos que estar, Él nos premia con una nueva vida. Una nueva vida que llenará de ternura todos los corazones. Procedamos, pues, a bautizar a la pequeña. ¿Cómo has dicho que se va a llamar, Chencho? -preguntó el señor cura.
-Bernarda Alba -respondió el padre.
-Bernarda Alba Pérez -apuntó la jovencita que sostenía a la niña en brazos.
Durante sus primeros años de vida, la pequeña de los Alba no supo bien quien era su madre, si Micaela a quien llamaba madrina y le preparaba las sopas de aceite con azúcar que tanto le gustaban, o bien, aquella otra mujer vestida de negro que siempre gritaba. A su padre, sin embargo, le conoció enseguida porque le gustaba mucho reír.
Bernarda adoraba las noches en las que, al amor de la lumbre, su padre le contaba cómo el abuelo Jesús había luchado contra los franceses cuando destruyeron el castillo de los obispos; cómo por combatir como un héroe le habían regalado tres cerdos y una pareja de borriquillos...
-A mamporrazo limpio... primero uno y luego otro... y toma, y toma... Tinías que haberle visto contándolo, Bernardilla -decía Inocencio entre risas, excitado por los recuerdos.
-Padre, pero... ¿por qué dice quel Bonaparte se llama como el generalo de los franceses?
-Porque el generalo se llamaba asin y el Bonaparte es hijo de aquellos borriquillos que le regalaron los franceses al abuelo Jesús.
-No lo entiendo... –decía la pequeña Bernarda mirando fijamente la lumbre que iluminaba el hogar y viendo en ella a su abuelo luchando contra el mismísimo Napoleón para que no le robara el nombre a su burro-, entonces... ¿por qué dice la madrina quel generalo se llamaba don Napoleón Buenaspartes? No creo yo que don Napoleón quisiera más nombres... amás, seguro que era rico.
-Mira, hija... yo pa algunas cosas soy igsnorante porque no fui a la escuela, pero sé que el burro Bonaparte tiene más de francés que de españolo -y apurando el vino del porrón, le dijo a la chiquilla mientras caminaba hacia la cama arrastrando los pies-, sólo tienes que ver lo siñoritongo que es. Buenas noches, Bernardilla.
Cuando su padre se olvidó del porrón y buscó, escopeta en mano, al Zacarías por todo el pueblo, su madre a llorar por los rincones y la madrina a engordar, ella aún no había cumplido los siete años.
Bernarda no sabía muy bien cuál era el castigo que les enviaba el Señor, pero sí temía que aquel castigo llevase a madre a la tumba como le repetía tantas y tantas veces su padre. Y el fatal temor se cumplió antes de que su hermana pariera.
A partir de que su madre faltó, la pequeña Bernarda tuvo que hacerse mayor. Micaela contrajo una extraña enfermedad de tristeza y no se tenía en pie, su padre vivía entre las cortes y la bodega del Saturnino, y ella aseaba y cuidaba la casa y a Bonaparte. La señora Vicenta, hermana de don Catalino, ayudaba a la niña en sus tareas de cocinera y había prometido hacerse cargo del parto.
Los padres de Zacarías habían negado una y otra vez que la tripa de Micaela fuera obra de su hijo, aunque reconocieron que de pequeños pudieron ser novietes ya que siempre estaban juntos, las cosas habían cambiado tajantemente desde que el niño estaba en el Seminario de Sigüenza. Eso decían los padres del chaval, nada les importó que la jovencita jurara que no conocía más varón que a su hijo.
Vicenta cumplió la promesa que le había hecho a Inocencio y asistió a su hija mayor en el parto, y aunque cuando su nieto suplantó los llantos de su madre y su tía hubo alegría en su corazón, pronto el silencio y después el vacío volvieron a presidir su alma. El bebé había dejado de respirar al poco de nacer.
-Ha sido mejor así –le dijo la señora Vicenta- el niño no venía entero, jamás hubiera sido una persona normal, ahora deje usted a la Micaela llorar hasta que se recupere, mientras, le traemos a las mellizas de la Pilara pa que las amamante y se gane unos dineros. Yo me seguiré ocupando de enseñar a la Bernarda a ser una buena cocinera, tú no te preocupes por ná.
De camino a la bodega Inocencio Alba respiraba tristeza. Pero no porque el niño hubiera muerto ya que si era deforme había pasado lo que tenía que pasar, mejor eso que tenerlo toda la vida escondido y alimentado, sino porque el niño hubiera sido justamente eso, un niño. Y no como él que sólo había sido capaz de engendrar dos hijas, sanas, robustas y brutas, pero niñas al fin y al cabo.
Mas el vino del Saturnino le ayudó a olvidar las penas y a darse cuenta que, ¡de menuda se había librado!
Cuando el llanto se borró de la cara de Micaela al igual que la leche de sus pechos, entre las dos hermanas consiguieron que su casa fuese una de las más limpias y prósperas del pueblo; su melonar el más hermoso, sus cortes las menos apestosas, sus dos cerdos los más gorditos, y Bonaparte un burro muy obediente. No importó ni a nadie preocupó que Bernarda dejara de ir a la escuela cuando tenía ocho años. La chiquilla era feliz ayudando en su casa y cuidando a los animales, cosa que no le ocurría cuando doña Manolita se empeñaba en enseñarla a escribir y, como había demasiado que hacer, Inocencio nunca quiso saber que la niña no iba a la escuela.
Cierta mañana en la que Micaela echaba agua de una palangana oxidada sobre la entrada de la casa, se oyó la trompetilla de Jacinto. Acto seguido comenzó el pregón:
-¡Se hace saber, por orden del señor alcalde, que no se pué sacar agua del pozo del tío Jeremías hasta...!
Bernarda salió de la casa como una tromba llevando entre sus manos un cuchillo y la patata que estaba pelando, y corrió hacia la plaza. Ella no tenía que sacar agua del pozo de nadie porque tenían el suyo propio en el melonar, pero había oído a Jacinto y verle cuando pregonaba era su más dulce sueño. Mientras el muchacho seguía lanzando su mensaje a voz en grito, un grupo de curiosos se había reunido en la plaza y Bernarda, adelantándose a todos, le miraba sin pestañear aunque sus manos siguieran pelando la patata.
De vuelta a su casa y ya sin la magia del pregonero, vio acercarse al pueblo un carro cubierto por una lona verde. Se detuvo e hizo visera para resguardar sus ojos del sol con la mano en la que llevaba el cuchillo. Una mula avejentada tiraba pesadamente del carromato, atados a los barrotes traseros del mismo: una burra, una cabra y una mona.
Por lo que de nuevo echó a correr tropezando al entrar en la casa con su hermana Micaela.
-¡Pero niña, tú tás tonta u qué! Hasta el Bonaparte es más educaó que tú.
-¡Qué vienen los titiriteros! –gritó la pequeña.
A la hora de la comida se acercó como invitada a casa de los Alba la señora Vicenta; mientras saboreaba la tortilla de patatas y unas suculentas gachas, le dijo susurrando a Micaela:
-Vete con ojo que el Zaca te anda buscando.
La jovencita ocultó su rubor al escuchar a su padre decir que si los gitanos habían montado ya su circo era mejor acabar con la tortilla e irse con la sartén de gachas para la plaza.
-No, padre, que los titiriteros no empiezan hasta que no se vaya el sol y no hay gachas pa tós –le contestó Bernarda con la boca llena.
Cerca de la anochecida Inocencio se puso la chaqueta de pana verde con ayuda de su hija mayor. Cogió a Bernarda de la mano, a quien habían quitado toda la roña de las rodillas y puesto su vestidito blanco de ganchillo, y partió hacia la plaza.
Micaela les seguía llevando dos taburetes de madera. Dos taburetes de madera y un corazón anhelante. La señora Vicenta había abierto la caja de Pandora al anunciarle que su príncipe aún se acordaba de ella. Una malévola caja de la que había salido la peor de todas las desgracias humanas según don Catalino, la lujuria.
Sentada entre las sombras, Micaela, aún de luto, miraba a Zacarías mientras éste la devoraba con los ojos. Antes de que la cabra seguida de la mona llegara al final de la escalera, Micaela le dijo a su padre que tenía ganas de orinar. Inocencio que no había reparado en la presencia del muchacho pues tenía suficiente con mirar a la gitana descalza de enormes pechos que animaba a la cabra a trepar, le dijo que se fuese y no tardase; de vez en cuando le llegaban las risas de su Bernardilla y él también reía las enormes bondades de la belleza de pies desnudos.
Y en la oscuridad de lo prohibido, los dos jóvenes amantes se apretaron en su abrazo sin mediar palabra.
Las manos temblorosas del jovenzuelo subieron con prisas la saya después de haber chupeteado un sostén rebosante de penas sin curar, y ni siquiera había llegado a rozar la piel desnuda de la muchacha cuando dejó de gemir.
-Hemos de volver con los demás, mi princesa –dijo Zacarías subiéndose la cremallera de los pantalones, pero al darse cuenta de que se había mojado le pidió que volviera ella sola.
Micaela asintió mientras se colocaba la ropa entre minúsculos espasmos de confusión enamorada.
Oyendo ya la algarabía de los gitanos empezó a rezar para no volverse a quedar embarazada. El canto de un grillo le acompañó en sus rezos.
A la mañana siguiente todos los chiquillos del pueblo se acercaron a jugar con los animales que llevaban los titiriteros. También Micaela acudió a la plaza, aunque ella en busca de su amor.
Dando de comer a la burra, la cabra y la mona, se encontró a varios niños capitaneados por su hermana Bernarda, a Zacarías no le vio hasta que no se fijó en una hermosa gitanilla. Junto a ella, que ayudaba a desmontar el circo ambulante, estaba él acarreando los trastos más pesados. Si no le hubiera visto sonreír a la muñeca gitana como antes siempre lo hacía con ella, ninguna puñalada de celos le hubiera atravesado las entrañas.
-¡Bernarda! –gritó intentando calmar su furia y no abalanzarse sobre aquella morena para arrancarle los ojos- ¡Bernarda, que vengas te digo!
-Pero… ¿y qué hago con la mona?
-La dejas en la monería y te vienes pa la casa que hay que preparar la cena.
-Pero si acabamos de desayunar la torta que nos trajo la señá Vicenta… –le decía suplicante la pequeña que ya estaba a su lado y miraba con envidia a sus amiguitos que habían empezado a jugar al Pasimisí con la cabra y la mona.
-No me hables de la Vicenta –le cortó Micaela arreándola una colleja- y deja de mirar a la piojosa gitana que va a por mi Zaca…
-Si yo no... ¡ah! se llama Encarna y…
-¡Que tires pa la casa te he dicho, leches! –le cortó de nuevo su hermana mayor pegándola un empujón.
Mamen García |
-Adivina, adivinanza –dije mientras acababa de hilvanar una camisa- ¿cuál es el ave que pone en la paja?
-¡La gallina! –dijo Anita levantando la vista del bordador.
-Mierda para quien lo adivina –le dije soltando una carcajada; siempre picaba.
-A ver, chica lista, si sabes ésta –me dijo Tomás desde el final de la clase- Entre dos piedras feroces sale un hombre dando voces, ¿qué es?
-¡Un cuesco! –contestó Morse al verme hacer el gesto de que no lo sabía.
Todos los alumnos estallamos en carcajadas y doña Asunción entró pidiendo silencio. De nuevo se fue y las chicas nos quedamos cosiendo mientras los chicos apretaban los tornillos de algunas sillas.
Cinco minutos después me llamaron para que saliera al pasillo. Don Cosme estaba allí, su sobrina puso una mano sobre mi hombro.
-¿Pasa algo? –pregunté.
-Merceditas, hija, tu abuela... –balbuceó en un susurro el señor cura.
-Mercedes, a tu abuela la han tenido que llevar a Guadalajara, al hospital -dijo doña Asunción.
-¿Por qué? –volví a preguntar.
-No es grave, cariño –me decía la maestra a la vez que acariciaba mi pelo-, bueno, mejor es que sepas que sí es grave.
Cuando a doña Asunción y a su tío se le serenaron las ideas, pudieron decirme que habían encontrado a mi abuela inconsciente en el huerto. Tenía la boca torcida y el médico creía que había sufrido una trombosis.
-¿Una qué? –pregunté.
-Que se le ha paralizado medio cuerpo –dijo don Cosme.
-¡Ay, tío, por Dios, que todavía no lo sabemos! Mira, Mercedes, hasta que traigan a tu abuela del hospital te quedarás en mi casa ¿te parece bien?
-Lo que usted diga, doña Asunción.
A la semana de estar mi abuela ingresada fui a verla con la maestra. Como me habían dejado allí unos días al empezar el curso para descubrir lo de la anemia que había vuelto, fui muy confiada. Pero aquello había cambiado mucho, ya no olía a inyección ni había largos y estrechos pasillos blancos, ahora olía a tristeza, a mucha tristeza, locura y miedo, por lo que caminé hasta llegar a la cama de mi abuela escondida detrás de doña Asunción. Al reparar en mi temor me cogió de la mano.
Nunca había visto una habitación tan grande como el ayuntamiento llena de camas; todas estaban ocupadas por mujeres mayores. Unas lloraban, otras vomitaban y algunas dormían, pero había una que se empezó a reír como una loca despeinada señalándome con el dedo índice, y a mí se me llenaron los ojos de agua.
La abuela dormía. Su hermana que estaba junto a ella cuando llegamos, nos dijo que había pasado mala noche.
Salimos fuera para no despertarla. La tía Micaela empezó a decirle a la señora maestra que en cuanto dieran el alta a mi abuela nos iríamos a vivir con ella, a su casa.
-¿A Pelegrina? –preguntamos las dos a la vez-, ¡pero si nosotras no vivimos allí, tenemos nuestra casa! –seguí diciendo yo sola.
-La de tu abuelo Jacinto –espetó como si escupiera la tía.
-¿Y qué? –volví a preguntar.
-Pues que tu abuela ahora tiene que vivir en su casa que es donde vivo yo, porque no puede cuidarse a sí misma.
-Siempre lo ha hecho –dije sin saber muy bien de lo que hablaba.
-¿Pero qué leches le habéis contado a ésta niña que le ha pasado a mi hermana? –preguntó bruscamente la tía mirando a la maestra.
-Un poco... muy poco, no queríamos preocuparla –respondió ésta.
-¿No quería preocupar a la niña?, ¿pero usted se oye? Con razón mi pobre hermana decía que estaba rodeada de atontaos –y agarrándome de un brazo me dijo–, escúchame bien, María de las Mercedes, a tu abuela se le ha paralizado medio cuerpo, ya no puede andar y de momento, tampoco hablar...
La señora maestra colocó su mano sobre mi hombro.
-Pero yo la puedo ayudar hasta que se ponga bien, dejaré el colegio si es preciso... –dije antes de ponerme a llorar por la cara de enfado que tenía la tía y por no entender que mi abuela ya no pudiera andar y de momento, tampoco hablar.
-Será preciso porque te vienes conmigo y con tu abuela a Pelegrina, yo sola no puedo ocuparme de todo.
-Micaela, no creo que...
-Usted aquí no tiene ni voz ni voto, señá maestra, por mucho que la agradezca que se quede con la niña unos días más –decía la tía-, todo está decidido, y ahora vamos a despertar a mi hermana para que vea a su nieta. Y tú –dijo mirándome y alargándome un pañuelo blanco-, límpiate esas lágrimas y suénate los mocos.
Mi abuela salió del hospital recién estrenada la primavera del 66. Una ambulancia la llevó hasta la casa donde había nacido, su hermana venía con ella.
Yo había llegado aquel mismo día por la mañana a Pelegrina, y aunque Morse, su padre, la señora Angustias, don Cosme y la maestra estaban conmigo, me sentí perdida y quise no conocerlas cuando las vi llegar. Ni siquiera sabía por qué había una vieja maleta de madera con todas mis cosas en el pasillo de casa de mi tía.
A la abuela la sentaron en una silla con ruedas, que había traído el padre de Morse de Sigüenza, después de bajarla entre todos de la camilla que sacaron de la ambulancia. Don Cosme colocó un tablón encima de los dos escalones que precedían a la puerta de la casa, y después, empujando la silla, pasó sobre ellos. La tía despidió a los de la ambulancia y me ordenó que entrara en la casa para acostar a mi abuela. Se negó a que nos ayudara nadie y echó a cada uno a su casa, y a Dios a la de todos.
Miré a Morse mientras apretaba con fuerza el dobladillo de mi delantal nuevo, pero le vi torcer la esquina de la plaza sin despedirse de mí. Me mordí los labios para no llorar y la señora maestra me besó en la frente diciendo que ella arreglaría todo.
-¡María de las Mercedes, cierra la puerta y ven ya! –voceó la tía desde la alcoba que había al lado de la cocina-, hay que acostarla antes de que venga don Justino y la Fernanda.
Don Justino era el médico que visitaba Pelegrina, sabía quien era ya que también iba a mi pueblo, pero a Fernanda, aunque había oído hablar de ella, no la conocía. Me intrigó como nada el oír a mi abuela alguna vez hablar de las hijas de leche de su hermana. Cuando me di cuenta de que no había insultado a nadie, supe que las hijas de leche de la tía eran unas mellizas que había amamantado y casi criado. Lo que no supe es cómo lo hizo porque aunque tenía buenas tetas, nunca estuvo casada y por lo tanto no había podido tener hijos. Doña Asunción me había explicado lo que era un ama de cría, pero que para tener leche en los pechos había que parir. Entonces le dije a la abuela que, la tía para poder amantar a sus hijas de leche, había tenido que tener un hijo. La colleja que me arreó acto seguido casi acabó con mi intriga, y de cuajo con toda confidencia.
Después de acostar a la abuela y verla cerrar los ojos, la tía y yo fuimos a preparar un pequeño cuarto que había en la cámara. Cuando acabó de hacer la cama, bajó a la cocina a preparar unas sopas de ajo para comer. Oí llegar al médico y a Fernanda, pero no me apresuré en bajar. Mi cuaderno de poesía entre las manos e intentar adivinar por qué Morse había olvidado despedirse de mí, podían más que mi curiosidad por todas las hijas de leche del mundo.
Le veía desaparecer torciendo la esquina de la plaza sin despedirse una y otra vez, una y otra vez.
Apreté el cuaderno sobre mi pecho y cerré los ojos, y sólo entonces me di cuenta de que yo no habría podido decirle adiós sin ponerme a llorar... quizá a él le había pasado lo mismo.
Sin pensarlo busqué una hoja en blanco, cogí el lapicero del fondo de la maleta y escribí:
No importa que la vida juegue a separarnos,
mientras piense en ti
estarás dentro de mí.
Al dejar de nuevo el cuaderno en la maleta una hoja doblada se desprendió de él. Me agaché y la cogí mientras oía a la tía llamarme. Desdoblé el papel. Allí estaban las vocales del código morse, la sangre de su familia:
A: punto y línea; E: punto; I: dos puntos; O: tres líneas; U: dos puntos y una línea.
La tía volvió a llamarme y acurrucando aquel papel al lado de mi corazón, bajé a conocer a su hija de leche.
Fernanda era una mujer gruesa y alta, muy morena, y casi tan mayor como mi tía, aunque hubiera jurado que era mayor si no hubiese sabido que era su hija de leche. Llevaba un vestido marrón oscuro casi hasta los píes, pero lo que más llamó mi atención fue un enorme crucifijo de madera, colgado de un cordón verde, que le caía a la altura del pecho y golpeó mi cara al darme dos impetuosos y sonoros besos.
-La pequeña Mercedes... ¡cómo has crecido! –decía cuando entró don Justino en la cocina.
-Micaela tenemos que hablar –dijo el médico poniéndose al lado de mi tía.
-Usted dirá –contestó ella mientras se limpiaba las manos con un trapo y le miraba fijamente.
Fernanda y yo también le miramos.
-¿Quién ha dicho que tu hermana no puede hablar?
-De momento, don Justino, de momento no habla nada.
-Porque no quiere –le contestó éste.
-No me sea tan listillo que a mi pobre Bernarda la daó una trombosis y eso es mu grave.
-Lo sé, Micaela, lo sé –le contestó muy seriamente el señor médico-, yo la encontré en el huerto no se te olvide, y ahora llevo más de media hora examinándola y tiene todo el lado izquierdo del cuerpo totalmente paralizado...
-Entonces ¿por qué ha dicho que no habla porque no quiere? –le interrumpió Fernanda.
-Porque cuando cerraba el maletín y le decía que volveré mañana me ha mandado a la mierda.
-¿Cómo...? –preguntó la tía.
-Exactamente ha dicho: Váyase usted a la mierda.
Mi tía y Fernanda corrieron hacia la habitación de la abuela, yo acompañé a don Justino a la puerta y luego las seguí. No pude ocultar una sonrisa al entrar a su cuarto, si de momento ya hablaba, seguro que pronto volvería a caminar y regresaríamos a casa.
Dos días después, sentada bajo las murallas del castillo pues no había podido subir a las Hoces porque el camino estaba demasiado embarrado, miraba al cielo sin saber qué estaba pasando. No entendía por qué había tenido que dejar de ir a la escuela, ni por qué pensaba tanto en Morse, ni siquiera entendía por qué a mi abuela no le daba la gana hablar.
No había vuelto a decir una palabra después de mandar a don Justino a la mierda. Yo sabía que el médico no mentía, la abuela era así, al menos desde que murió mi hermana. Isabel... Isabel, siempre pensaba en ella cuando estaba triste, o en las historias que nos contaba la abuela sobre un burro que siempre iba adelante o delante, o pa’lante como decía entre risas, o en las canciones de mamá...
Mamá..., mi madre..., una madre que me abrace...
-No, nunca supe lo que es eso y no quiero saberlo -grité a la vez que rebeldes lágrimas se amontonaban en mis ojos y comenzaban a correr cuesta abajo, igual que yo alejándome del castillo.
Pocos días después el padre de Morse trajo las gallinas a Pelegrina y empecé a temer que nuestra estancia en el pueblo iba a durar.
Como la tía no tenía gallinero sino unas cortes donde hacía muchos años habían criado cerdos, las dejamos allí.
-¿Qué tal con la monja? –me preguntó el padre de Morse.
-¿Qué monja? –pregunté a su vez cuando quería haberle preguntado por qué su hijo no venía a verme.
-Fernanda la de Sigüenza –dijo a la vez que sacaba las gallinas de la furgoneta y las metía en las cortes-, aunque la verdad es que no es monja, vive en el convento de las Ursulinas y es una soli... una solitaria no, no, una ¡solidaria! –siguió diciendo cuando conseguimos cerrar la puerta con las gallinas dentro.
-¿Una solidaria? –le pregunté.
-Algo así como una mujer con pantalones pero vestida de monja –contestó subiendo al asiento de la furgoneta de un salto-. Toma esto, me lo dio Morse para ti antes de irse a Cifuentes
Y dándome una pequeña caja de cartón llena de esperanza, me dejó con las gallinas de las cortes y una enorme sonrisa. La quise abrir en cuanto le vi perderse entre el polvo del camino, pero la caja estaba tan bien atada, cosida y pegada que tuve que esperar a encontrarme con el costurero para coger las tijeras.
La tía hacía labor y compañía todas las tardes a mi abuela. Ella seguía sin hablar, por lo que don Justino habría quedado por mentiroso si no me hubiese visto entrar a escondidas al cuarto mientras su hermana se había quedado dormida. Al acercarme al costurero después de comprobar que la tía Micaela roncaba dulcemente, la abuela chilló:
-¿Qué llevas ahí escondido, cacho bruja?
-¡Hermana...! -chilló también la tía abriendo los ojos de súbito.
-¿Qué pasa? ¿La muda? -gritó Fernanda entrando corriendo por la puerta.
-¡La..! –le dijo la tía-, ¡mi hermana que no es muda!
-¡Por el amor de Dios! –dijo Fernanda arrimándose a la cama de mi abuela y cogiéndole una mano- A ver, Bernarda, dígame usted algo...
-Muda lo será tu madre –le espetó la abuela.
Mientras Fernanda y la tía miraban al techo santiguándose cogí las tijeras, me santigüé también y salí de la habitación.
Dentro de la caja que me había entregado el padre de Morse encontré una piedra con forma de corazón, un sobre y una hoja arrugada. Alisé aquel papel y pude leer:
‘Sólo cuando aprendas el abecedario del código morse, podrás saber lo que pone dentro del sobre’.
El abecedario completo estaba anotado por detrás de la hoja. Rasgué y abrí el sobre. En un trozo de cartulina roja había escritas estas dos frases:
- . --.- ..- .. . .-. ---
y debajo ponía
-. ..- -. -.-. .- - . ...- --- -.-- .- --- .-.. ...- .. -.. .- .-.
Tardé unos quince días en traducir aquellas dos frases, la primera lo hice la misma tarde en que abrí la caja. Decía que me quería, y saboreando aquella dicha de la cartulina roja me fui a dormir la noche en la que todos supieron que mi abuela podía hablar.
En los días que siguieron no tuve ni un pequeño respiro para acercarme a la caja de nuevo. La abuela quiso que sembrara patatas, tomates y melones, en un pequeño trozo de tierra que había bajo su ventana, que yo sola cuidara a las gallinas pues ya sabía, y que todas las tardes Fernanda y su hermana Micaela me enseñaran a hacer bolillos en su cuarto.
Una tarde en la que las tres nos hallábamos haciendo compañía a la abuela y yo me sentía más sola que nunca, llegó doña Asunción.
Estuvieron casi toda la tarde hablando de las travesuras del nieto de la señora Felisa, a quien mi abuela había ayudado a traer al mundo, hasta que la maestra dijo:
-Bernarda, mi tío ha conseguido una plaza en las Ursulinas para Mercedes.
La abuela se sonó ruidosamente la nariz e ignoró a la maestra.
-¿En las Ursulinas? –preguntó Fernanda.
Doña Asunción asintió y volvió a mirar a la abuela que intentaba doblar el pañuelo con la única mano que podía mover.
-La nieta de mi hermana no va a ingresar en ningún convento –dijo la tía.
-También es un colegio –dije yo.
-Tú te callas y trae tu pastilla pa la anemia y la que mandó el matasanos pa mí...
-Bernarda...
-Y usté también se calla, señá maestra, que es una desgracia mu grande no saber callar...
Salí de la habitación, en la que mi abuela chillaba como nunca ordenando a doña Asunción que se callara, adivinando que sólo un milagro me sacaría de Pelegrina. Cuando regresé a la habitación con las pastillas, la maestra estaba de pie y se despedía. Dejé los medicamentos sobre una mesita y la acompañé a la puerta. Me abrazó antes de irse y me dio un pequeño libro:
-Te hará compañía y sobre todo te hará pensar –dijo mientras yo miraba con curiosidad la portada de aquel Principito y me limpiaba las lágrimas que no quería que resbalaran por mis mejillas-, No te preocupes, Mercedes, seguiré insistiendo.
Después de llevar el libro a mi habitación volví al cuarto de la abuela, pero me quedé en el pasillo mirando al suelo sin atreverme a entrar.
-Lo que le faltaba a la mocosa ésta, irse a Sigüenza como una siñoritonga.
-Podría trabajar y estudiar y el dinero se lo enviaría a ustedes, de siñoritonga nada, madre.
Fernanda llamaba madre a mi tía Micaela. Oí toser a la abuela y a la tía callarse.
-¡María de las Mercedes! –chilló de pronto la abuela-, tráeme la palangana y ayúdame a refrescarme.
Aquella noche se me cerraban los ojos mirando un sombrero que escondía un elefante y llamando idiota a quien pensara que aquello era una boa que se había comido algo tan grande. ¡Qué ridiculez! Cerré el libro y lo dejé en el suelo. Al soplar la llama de la vela que me permitía leer sin que se enteraran, una pequeña sonrisa se dibujó en mi rostro al pensar que, si se trataba de servir y de enviar el dinero a la abuela, los milagros podrían existir.
Pero los días iban pasando sin que nadie mencionara el futuro; las gallinas de las cortes cada día daban más trabajo, y mis tareas en el huerto habían aumentado recogiendo lo sembrado y volviendo a sembrar pues había llovido mucho aquella primavera, por lo que las tardes de bolillos dieron paso a pequeños y escondidos ratos de lectura. Y no sé si no entendí el Principito, o es que me hizo daño la soledad de aquel niño, pero el libro de Saint Exupéry no me gustó y lo guardé enseguida. En su lugar me aprendí el abecedario del código morse aunque ya había descifrado la segunda frase de la cartulina. Nunca te voy a olvidar, decía, y eso me hacía seguir.
Cierto día en el que volvía del lavadero llevando un barreño de ropa limpia y el trozo de cartulina roja que me envió Morse en el bolsillo del delantal, vi una furgoneta desconocida en la puerta de la casa de mi tía. Entré y fui a la cocina, cogí las pinzas para tender la ropa y antes de salir al patio oí que hablaban desde el cuarto de la abuela. Dejé el barreño y las pinzas sobre un taburete de madera y me encaminé de puntillas por el pasillo hasta donde pudiera escuchar. Tardé un rato en darme cuenta de que hablaban de mí pues mencionaban a alguien que podría estudiar en unas clases nocturnas para adultos...
-A ver Bernarda –decía Fernanda- por qué tiene usted ese empeño en que la niña no vaya a Sigüenza.
La abuela no contestaba y Fernanda siguió hablando:
-Sor Dolores ya le ha explicado que necesitan un pinche de cocina y alguien que ayude con la limpieza, yo vendré todos los días para ayudar a mi madre...
-Y el huerto y las gallinas ¿qué? -rugió de pronto mi abuela.
-Pero no le estoy diciendo que...
-Que no, leches, que no. Por Sigüenza anda el gitano y si una vez me hicieron cargar con el mochuelo ahora no quiero ni que la mire a la ca...
-¡Déjate de sandeces!, ni siquiera sabes si aún sigue vivo el malnacío ese –la interrumpió con brusquedad su hermana.
Yo me había apoyado en la pared sin darme cuenta, la abuela llamaba gitano a mi padre.
-Y piensa en lo bien que nos van a venir las mil pesetas que le paguen a la chica –siguió diciendo mi tía.
-Bueno, si me disculpan –dijo una voz que no conocía- yo me tengo que marchar. Ustedes se lo piensan y ya me dirán.
-La acompaño hasta la puerta, hermana –oí decir a Fernanda.
Salí disparada hacia el patio, no sabía dónde estaba el barreño con la ropa para tender… sólo sabía que mi padre estaba en Sigüenza.
Acabé el solitario y horrible verano del 66 ataviada con una vieja bata gris, pelando kilos y kilos de patatas, fregando cacharros y escaleras que se multiplicaban, descansando a la hora del ángelus y el rosario, pero fuera de Pelegrina.
Sor Dolores, la madre superiora, me había concedido tres horas libres los sábados por la tarde, tenía muy claro en qué quería emplearlas, pero ¿por dónde y cómo empezar si no conocía a nadie?
Y vagando, aquel mi primer sábado por los largos pasillos de las Ursulinas adiviné que mi vida, la vida, empezaba allí.
(Continuará)
Fuente original en 'GuadaQué': Las palabras del viento - María Narro - capítulo 3.
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Gracias, Mamen.
ResponderEliminarSeguiremos leyéndote.
Un abrazo.
Miguel-A.
Feliz fiesta y feliz fin de semana.
ResponderEliminarUn abrazo.