Mamen García |
Extraído de 'GuadaQué'... (ver enlace al original en "fuente"... al final del artículo).
Notas del administrador del blog:
Con permiso explícito de Mamen, iremos reproduciendo en este blog los capítulos de la novela 'Las palabras del viento', previamente editados por ‘GuadaQué’, y dejando constancia, en forma de enlace, de la fuente original... Nuestra perioricidad pudiera ser de un capítulo (entrega) semanal. Si bien, no establecemos plazos concretos, ni fechas fijas de edición.
En cualquier caso, cada día a editar, como recordatorio, se consignarán los enlaces a los capítulos ya editados... con el fin de que ninguno de los lectores pueda perderse el hilo de la narración:
1- María Narro publica su novela por capítulos (presentación).
2- 'Las palabras del viento' (capítulo I).
3- 'Las palabras del viento' (segunda entrega)
4- 'Las palabras del viento' (tercera entrega)
5- 'Las palabras del viento' (cuarta entrega)
6- 'Las palabras del viento' (quinta entrega)
7- 'Las palabras del viento' (sexta entrega)
8- 'Las palabras del viento' (séptima entrega)
9- 'Las palabras del viento' (octava entrega)
Novena entrega de la novela de María Narro "Las palabras del viento"
Portada de 'Las palabras del viento' |
“Tú le diste sentido a mi vida”
Me incorporé tan rápido que desperté a Roberto. Después de decirle que sólo había sido un mal sueño, jugueteó lascivamente ronroneando como un gato y se quedó dormido sobre mi pecho.
“Había sido tan real”. Miré el reloj, las cinco y media de la mañana.
Volví a cerrar los ojos, pero veía de nuevo a Morse en nuestro mirador de las Hoces del Río Dulce gritando al viento. Abrí los ojos, intentando desintegrar la oscuridad de los sueños; al menos la oscuridad que ese sueño había dejado en mi alma. ¿Por qué ahora?.
Sentirme deseada así me volvía loca. Sabía que la palabra futuro junto a él no tenía sentido aunque fuese el padre de Laura, no al menos en el sentido de quien ama a una sola mujer... ¿y yo? ¿Acaso puedo decir que le amo sólo a él? Ni tan siquiera puedo decir que le amo...
Se dio la vuelta. Era incapaz de volverme a dormir, los sueños que conducían al pasado me hacían daño todavía; me levanté sin hacer ruido. Encendí la radio en la cocina, Stevie Wonder sólo llamaba para decir te quiero... “Yo no me fui a la Argentina ni me olvidé de nadie”.
Desechando pensamientos que enturbiaban mi mente, preparé el desayuno y entré en la habitación de la niña. Aún era pronto...
¿Con qué sueñan los niños cuando sonríen?
¡Me daba tanta paz mirarla!
Paz y niños, esas dos palabras eran sagradas, iban unidas aunque todavía rechinaran dentro de mí las imágenes que vi de la guerra civil para hacer el artículo. Sólo nombré la verdad sin contarla. Me tiré por la poesía... y la censura dijo no. Sin Franco, con Suárez, en una democracia... Según Roberto pasaron cosas en éste país de las que nunca se podrá hablar. Nunca. Pero yo seguiré intentando entenderlas, por lo míos, por mi madre... aunque en el periódico ya sólo me encarguen cuentos sobre animales.
Cuentos, niños...
¡Y fuerza! Mi hija me da toda la fuerza del mundo al mirarla; fuerza para seguir, para prepararle un mundo mejor, para enseñarla a vivir.
Casi tenía dos años. Ya gateaba bastante bien, pero no había intentado ponerse de pie, ni sus piernecitas la sujetaban cuando le obligaba su fisioterapeuta, por lo que los médicos pensaban que tardaría en andar, o quizá...
Hasta que nació Laura la vida me había empujado a esperanzarme, ilusionarme e idealizar un quizá, o por el contrario a temer la posibilidad. La parálisis cerebral de mi hija me estaba enseñando a ignorarlos, siempre hay solución para todo menos para la muerte, y esa solución se halla dentro de la palabra actitud. Hacía mucho tiempo, cuando la abuela sufrió la trombosis y después cambió, imagino que debí haber aprendido algo parecido, pero entonces yo era muy joven para darme cuenta de que la vida, sólo la vida... era la mejor escuela.
En la asociación que estoy empezando a visitar, donde me junto con otros padres que pasan por lo mismo que yo, nos damos ánimos unos a otros, y sobre todo hablamos de lo que no sabemos con quién hablar. El primer día que estuve en ‘una charla desahogo’ no supe qué decir. Vi mis miedos más intrínsecos reflejados en otras mujeres que no había visto nunca, y me sentí extraña, como si me estuvieran desnudando a la fuerza.
Una juraba que nunca se iba a volver a quedar embarazada por miedo a tener otro hijo ‘así’, otra decía que le hundía el pensar que siempre iba a tener que cuidarle, porque no sería normal; otras no querían llevar a sus hijos a colegios especiales, buscaban una integración...
¿Integración? Si el colegio tiene escaleras y mi hijo no las puede subir, ¡qué hagan una rampa!
Luego habló el terapeuta, un psicólogo. Habló de la importancia del presente, de vivirlo y disfrutarlo. No sirve de nada adelantar acontecimientos que son... humo, sí, eso dijo, lo importante era luchar y trabajar por lograr que fueran dueños de la mayor independencia posible algún día, y eso se consigue cuando son niños. Ahora.
Miré a mi hija que seguía sonriendo mientras dormía. “Lo que realmente me ayuda es saberla feliz”, y recordé su mirada de alegría cuando nos veía a su padre y a mí, cuando empezaba a reconocer a su familia.
Oí a Roberto abrir el grifo de la ducha.
Dejé a la niña dormir un poco más y fui a ducharme con él.
Pocos días después y mientras Laura se quedaba con la señora que la cuidaba cuando yo no podía, me dirigí a una cafetería cerca de casa. Estaba muy nerviosa pero tenía que hacerlo. Eché de menos no haberme maquillado más creando una máscara que ocultara mis emociones, no soportaba la idea de que supiera la falta que me había hecho ni lo importante que era para mí aquel encuentro, pero tampoco quería hacerla daño. Era un caos, todo era un caos... y estuve a punto de volver a la seguridad que me proporcionaba mi hija, hasta que la vi.
Llevaba un traje chaqueta malva, la media melena recogida en la nuca y sus ojos los ocultaba tras unas grandes gafas negras. Se levantó y alzó un brazo para llamar mi atención. La cafetería estaba muy concurrida aquel viernes por la tarde. Pedí un café con leche y me senté frente a ella. Se quitó las gafas antes de preguntarme por Laura. Mientras le contaba sus progresos descubrí sus ojeras y lo guapa que estaba, no dejaba de darle vueltas con la cucharilla a su café y supe que también estaba nerviosa...
-Gracias por llamarme, Merche... supongo que te habrá costado mucho, te entiendo más de lo que piensas –dijo sacando y volviendo a meter la cucharilla en la taza.
-La otra noche, al hablar con la abuela me dijo que te habías vuelto a Madrid...
-Sí... en realidad no sé lo que hacía allí –alzó los hombros y miró hacia la ventana-, pensé que mi madre me necesitaba, pero tiene a Fernanda... y como ya no trabaja –dijo suspirando y volviéndome a mirar-, se apañan tan bien y están tan unidas... que creo que sentí envidia.
-Eso me dijo la abuela –le dije sonriendo y empezando a relajarme-, pero tienes que entender que llevan muchos años juntas y al faltar la tía Micaela se han volcado la una en la otra.
-Si lo entiendo... pero siento como si el tiempo me hubiese robado su amor... y el tuyo –me contestó mirándome tan fijamente que sentí que buscaba mi alma.
Bajé los ojos y guardé silencio.
No sé cuánto tiempo estuvimos allí, ni cómo empezó a hablar de mi padre, de su ausencia y de mí.
Se habían conocido durante la guerra civil, en el refugio donde mi madre empezó a amar la seguridad de sus brazos.
Cuando la familia de mi padre volvió del exilio, se hicieron novios pese a la clara oposición de la abuela Bernarda. Ellos se querían, formaban parte el uno del otro... poco pudo hacer nadie por impedir esa unión. Se casaron y enseguida nacimos mi hermana y yo. “Pusisteis de cabeza la dictadura de Franco con vuestras travesuras”, dijo mi madre haciéndome sonreír.
-Lo tenía todo –continuó-. Todo el amor del mundo en mis manos... hasta que enfermó, primero Isabel y luego tú. No sé... fue como si empezara otra guerra pero mucho más profunda. Coincidió el miedo a no saber qué pasaba con la muerte de tu abuela Encarna y le fallé... cuando más me necesitaba el hombre que amaba no supe estar con él.
Me atrincheré bajo la protección de mi madre mientras me enteraba que Isabel tenía leucemia. El cáncer no había llegado a ti y esa debió ser la buena noticia, mi salvavidas donde asirme... pero verla debilitarse día a día me estaba hundiendo, me mataba a mí también... y os dejé solos. A tu padre y a ti. Sé... sé que esto que te cuento no es excusa para nada... no sé... yo... ¿quieres que continúe?
-Sí –dije tragándome las lágrimas, por nada del mundo le daría el gusto de verme llorar.
-Cuando murió Isabel tu padre me abandonó, aunque yo le fui echando poco a poco de mi lado... mi mente entonces no lo entendió así. Mi madre le consideraba culpable de la muerte de su nieta y los recelos que siempre había tenido hacia él me impidieron ir a buscarle. Perdí completamente la identidad, no sabía quién era yo, quién era aquella niña tan bonita que seguía sonriendo pese a todo... sólo sabía quién era Bernarda Alba y hasta en eso me equivoqué.
Tomé su mano mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.
-¿Sabes la de veces que he soñado con tu hermana diciéndome que me necesitabas? ¡Pero estaba tan segura de que mi madre te daría lo que yo no podía darte! Y yo no tenía donde caerme muerta, fregué escaleras, baños públicos... hasta robé para poder comer.
-¿Por qué no volviste a casa? –me sorprendí preguntándola.
-No lo sé, Merche, no lo sé... por vergüenza quizá o miedo de encontrarme a Álvaro con otra... no lo sé.
Pedí otros dos cafés ante el silencio que nos había circundado.
-Hace bastantes años entré de sirvienta en casa de una buena familia –volvió a contar mi madre-, tenía algunas tardes libres e hice un curso de mecanografía y otro de contabilidad. Luego empecé a trabajar en la oficina de una Mutua... no hagas caso de las habladurías del pueblo de que trabajé en el teatro –me dijo sonriendo-, eso se lo inventó la abuela porque no sabía nada de mí...
-¿Y por qué fuiste al hospital, mamá?
Me miró con ojos que temblaban llenos de luz cuando oyó cómo la llamé.
-Necesitaba verte. Fui a Sigüenza cuando me enteré de tu embarazo. Mi madre me llamó diciéndome que dejara de jugar al avestruz, que mi hija me necesitaba... aunque luego se enfadó mucho más porque al ver a tu padre de nuevo me entró el pánico y huí.
-¿La abuela te dijo que yo te necesitaba?
-Sí, la abuela... que siempre se ha dado cuenta de todo aunque no sepa expresar su cariño.
La conversación que tuve aquella tarde con mi madre me dejó tan perpleja como esperanzada. Vi el amor y la inseguridad en sus ojos reconociendo su error. Su vida no había sido fácil, pero ninguna vida lo es... Cuando subió a casa para ver a su nieta y la cogió en brazos llamándola cariño, las dejé solas y entré en el cuarto de baño.
Mis lágrimas se habían rebelado echando al traste mi decisión de no llorar.
Antes de irse nos abrazamos llenando de amor la ausencia de tantos años. Le pedí que viniera para el cumpleaños de la niña, pero al decirla que también vendría mi padre, me pidió tiempo; y su nerviosismo me llenó de ternura. Le seguía queriendo. “Nunca ha habido otro”, me dijo sonriendo hacia dentro.
Aunque parezca una tontería, el saber a mi madre enamorada como una chiquilla de mi padre, me ayudó a volver a construir mi familia.
Ella se volvía al pueblo con la abuela y Fernanda, tenían mucho de que hablar. Laura y yo iríamos a verlas en cuanto pasara su cumpleaños si el tiempo no era muy frío, aprovechando las vacaciones.
Hacía muchos años que no dormía sin fantasmas, y aquella noche, cuando apagué la luz del dormitorio, tropecé con mi hermana Isabel que me sonreía desde un rincón del universo.
A la mañana siguiente noté el vacío de mi cama más que nunca. Me duché en busca de Roberto, me pinté y perfumé para él. Después de darle el desayuno a la niña, la arreglé, y nos fuimos en busca de su papá. Era sábado, no había que ir a rehabilitación.
Las calles de Madrid estaban casi desiertas por la proximidad de la semana santa; pude dejar el coche al lado de la editorial. Estaba cerrada. Acomodé a Laura en su carrito y, disfrutando de la mañana de sol, fuimos andando hasta el piso de su padre.
El portal estaba abierto. Dejé el cochecito en la entrada y tomé a la niña en brazos para subir las escaleras. Llamé al timbre... y hasta que no oí la voz de una mujer riéndose con él, no supe lo que estaba haciendo. Pero ya era tarde para darme la vuelta sin que Roberto nos viera. Le oí pronunciar mi nombre cuando empezaba a bajar las escaleras, fue Laura la que miró hacia atrás al reconocer su voz. “La niña no tiene la culpa de nada”. Ahora éramos dos. Subí de nuevo las escaleras...
-Dale un besito a papá para que venga mañana a tu cumpleaños y nos vamos al parque –le decía a mi hija mientras él se abotonaba la camisa.
Ya en la calle caminé empujando el carrito de la niña sin saber hacia dónde iba. Encontramos una pequeña plaza. Sol, palomas y bancos. Necesitaba sentarme...
¡Estaba harta! Harta de pasearme con él por el cielo y cuando menos te lo esperas, un torpe descuido o el más absurdo azar te manda de culo al infierno. Harta de su inconstancia, de ese halo de seducción que le hace irresistible... que le hace creerse irresistible... ¡Harta, harta, harta. Harta de que no me sea indiferente. Y cansada... cansada de que no sepa lo que quiere, de que siempre vuelva a mí cuando he aprendido a vivir sin él.
Mi vida ya es difícil sin aguantar a ningún Roberto.
¡Sólo le importa...! ¿El qué, el qué, el qué le importa? ¿Tener una corte de mujeres enamoradas de él?
Nunca ha funcionado ningún triángulo, cuarteto, sexteto o lo que sea que tenga el padre de Laura... el padre de Laura... el padre de Laura.
Porque es eso, y no puede ser más.
-Al final va a tener razón la abuela Bernarda –le dije a mi hija que miraba entretenida las palomas-, “la María de las Mercedes no aprende si no se le tira bien de las orejas”...anda, vámonos a casa.
Al día siguiente mi padre llegó antes de comer para ayudarme con la niña. Traía tantos globos que apenas le pude abrazar. No solo celebrábamos el segundo cumpleaños de Laura, sino también su jubilación anticipada. Vendría toda la familia de mi padre, Roberto y doña Asunción.
Mientras acababa de escribir 'El escarabajo azul', un nuevo cuento para el periódico, llegó Roberto que se puso a recoger la cocina con papá. La niña estaba durmiendo en su habitación. Les oía hablar como si no pasara nada y sentía pequeños puñetazos en el alma. Es que no pasa nada, me repetía sin cesar... por mucho que cueste olvidarte de él, lo vas a conseguir, no te quiere, al menos no como tú necesitas. Ver el compromiso como una jaula debe dar miedo, pero no es tu problema. Hay que aprender a ser egoísta para poder sobrevivir.
Guardé todos mis papeles y la máquina de escribir, y me puse a ayudarlos.
Doña Asunción llegó sobre las cinco de la tarde, y juntas preparamos la merienda, mientras los hombres se llevaban a la niña al parque.
-Mercedes... –me dijo apoyándose en la encimera-, ayer... en el piso de Roberto estaba yo, me quedé a dormir allí...
-Lo sé, la oí reír –dije preparando los vasos-, pero no tiene que darme ninguna explicación, Roberto es su marido, y yo sólo le llevé la niña para ver si la podía cuidar un ratito. Pensaba que estaba solo.
-¿Seguro?
-Seguro, doña Asunción –y mirándola a los ojos la dije-, mi hija necesita tanto a su padre como a mí, me guste o no.
Antes de que anocheciera el pequeño salón se llenó de gente. Mi abuelo Zacarías había traído un cachorro de Labrador para Laura y aunque la niña le persiguió encantada gateando sin saber lo que era, a mí me pareció excesivo tener que cuidar también de él. Cuando me levanté a por la tarta, y vi a mi hija medio dormida en el sofá con el perrito descansando sobre sus piernas, me quedé parada.
Papá cantaba muy bajito una canción mientras la niña olvidaba su manita sobre el cachorro...
-Le va ayudar, Merche, y entre todos le cuidaremos –me dijo el tío Miguel poniendo una mano sobre mi hombro.
Laura desistió de quedarse dormida justo cuando sonó el teléfono; el perrito la imitó y ella se le quedó mirando sin saber qué era eso.
-Es tu abuela Bernarda, quiere hablar contigo -dijo Roberto dándome el auricular.
Mi padre encendió la televisión y todos se arrimaron a ella. Después de prometerle a la abuela que iríamos a verlas la semana siguiente, me puso con mamá...
...es una rapaz diurna y carroñera de gran tamaño...
-¡Queréis bajar el volumen de la televisión que no oigo!
...grandes rocas donde instalar sus nidos...
-Luego te llamo, mamá...
Me acerqué al televisor ante la pregunta de mi padre de con quién hablaba. Pregunta que no oí.
-¿Qué es eso? –dije mirando hipnotizada a la pantalla.
-Un nido de buitres...el episodio del buitre leonado de 'El hombre y la tierra', reponen algunos documentales como se mató hace dos años Félix Rodríguez de la Fuente –dijo el abuelo sin conseguir apartar mis ojos de la pantalla.
-No... pero ¿qué es? –volví a preguntar.
-Pelegrina... –dijo doña Asunción poniéndose a mi lado-, Félix Rodríguez de la Fuente rodó muchos de sus documentales en el barranco de las Hoces del Río Dulce, han hecho un mirador en su honor...
-¿No me digas que no lo habías visto nunca? –preguntó mi padre.
-Sabes que no me gusta y casi no veo televisión... alguien me enseñó a no concebir la vida sin un libro cuando era pequeña –dije mirando y sonriendo a doña Asunción, y dejando intacto el amor que alguna vez sentí por ella.
Mamen García |
Mi abuelo Zacarías jamás había sabido que dejó embarazada a Micaela cuando eran jóvenes, sus padres se lo ocultaron. Enterarse a sus setenta años le dejó blanco, lo que aprovechó mi tía para humillarle delante de todos. Las lágrimas de impotencia que derramó el abuelo aquella tarde de verano antes de que se lo llevara su hijo Miguel, convirtieron a la hermana de mi abuela en una extraña para mí. No fue capaz de pedir disculpas, ni siquiera supo escuchar.
Regresé a las Ursulinas dos días antes de que acabara el mes de agosto, pero las cosas habían cambiado. Nadie me había dicho nada. La casa del pueblo se había convertido en un pozo de silencio y recuerdos, que duelen, desde el día de la discusión.
Ya no tenía habitación en el colegio, ni estaba interna, ni trabajaba allí. Comenzaría a estudiar como todas las alumnas a primeros de septiembre, aunque aún no sabía dónde iba a vivir.
No obstante, como había adelantado mi vuelta a Sigüenza y sor Dolores me encontró bastante alterada, me permitió pasar la noche en mi antigua habitación.
-¿Por qué no has ido a casa del abuelo? –preguntó mi hermana Isabel cuando hube apagado la luz para intentar dormir.
-Porque nadie me ha invitado... vale, no miento –dije poniéndome boca arriba y abriendo los ojos-, me da miedo... me da miedo ver a papá y no acordarme de él; me da miedo que vayan a un juzgado para decidir con quién vivo... no quiero que lleve a la abuela ante el juez... ¿Y si ya no le quiero?... Tengo diecisiete años y me iré mañana mismo a vivir con Morse al cuartel de Bilbao...
¡Papá... papá... papá...!
Te necesité tanto...
Te eché tanto de menos...
A la mañana siguiente, mientras acababa de leer el libro de Miguel Hernández en la sala de la televisión y me preguntaba qué hacía allí todavía, le vi apoyado en el dintel de la puerta. No hablaba, sólo me miraba. Me levanté como una autómata y caminé hacia él olvidando el libro. Él también caminó hacia mí en silencio. Oí al cielo llorar antes de abrazarme a mi padre encontrando el amor en sus brazos. Sus lágrimas se confundían con las mías. Limpiando mis lágrimas dijo que había ido a verme, y la abuela le había dicho que estaba en el colegio. Sin soltarme de su abrazo me guió hacia unas sillas. Todo el miedo que sentía la noche anterior había desaparecido, me dijo que a partir de entonces viviría con él, pero que podía seguir pasando las vacaciones con mi abuela siempre que quisiera...
-Confieso que no me creí que mi padre hubiera solucionado todo con tu abuela, hasta que no he ido a verla –dijo besándome en la frente-. Le parece bien... bueno, al menos no se opone a que vivas conmigo mientras estudias...
-Pero... ¡ellas necesitan el dinero que yo ganaba!
Silencio.
Mi padre se levantó sin mirarme. Al cabo de un rato volvió a sentarse.
-Estoy tramitando una pensión mayor para tu abuela, ya no necesitarán ese dinero... tan sólo eres una niña, y no puedo aceptar que trabajes para ellas –dijo enfadado.
-No es nada malo, no teníamos dinero y yo quería estudiar aquí, la vida no ha sido fácil...
-Lo sé, cariño, perdona –dijo volviéndome a abrazar-, tu abuela nunca me ha querido, pero eso no quita que no te quiera a ti... a su manera.
-Ha cambiado... -protesté débilmente dejándome abrazar.
-Al menos no me ha recibido a pedradas –dijo sonriendo mecánicamente-, aunque... no la puedo culpar... la amargura y tristeza de ver morir a tu hermana... y considerarme culpable... y yo demostré que lo era al abandonaros...
-Tú no fuiste el culpable, ni nadie.
-Merche... –me cogió las manos mirándome a los ojos antes de seguir hablando-, cuando un hombre se siente culpable de la muerte de su hijo es capaz de cualquier cosa... hasta de abandonar lo que más quiere... he pasado años enteros castigándome porque no la quise operar...
-El transplante de médula ósea empieza a tener éxito ahora, en 1970, y muy pocas operaciones salen bien; hace trece años esas operaciones eran un temeridad, papá. Isabel habría muerto aunque la hubieran operado... me lo dijo el médico de Suiza amigo del abuelo.
-También habló conmigo cuando mi padre salió de la clínica en la que dejó de beber... pero habían sido demasiados años creyendo lo contrario y convirtiéndome en un cabeza loca para hacerle caso. Hace algunos años me enteré de que te ingresaron en Guadalajara, fui a verte, y no me dejaron entrar... por mis pintas, creo. Ahí empecé a cambiar, me daba vergüenza ver en lo que me había convertido. Luego... tu abuela no me dejó verte hasta hoy...
Me abracé a su cuello cerrando los ojos y no me solté hasta que sentí a Fernanda entrar en la sala de la televisión.
Saludó con respeto pero sin entusiasmo a mi padre y me dio un beso. Traía una carta de Morse y un pastel de calabaza que había hecho la abuela para mí. Yo sabía que esa era su forma de decirme que me quería, o que no me olvidase de ella, o de pedirme disculpas. Hacía tantos años que mi abuela no me hacía un pastel de calabaza, que me puse a llorar.
Un pastel con sabor a despedida.
Fernanda, dándome la bolsa que con todas mis cosas había dejado en mi antigua habitación, me dijo que ella la cuidaría, que no me preocupase por nada. La abracé, y nos fuimos.
Estuvimos viviendo en casa del abuelo hasta que la casa de mi padre estuvo terminada. Fueron dos meses raros pero felices. Quizá la ausencia de Morse y que sus cartas eran cada vez más lejanas... y al final ni llegaban, complicaban todo; me volqué tanto en los estudios y sobre todo en la poesía que la hice parte de mi vida.
Doña Asunción me dio un poema mecanografiado de Miguel Hernández cuando le devolví 'El rayo que no cesa'. El poema se titulaba 'Llamo a los poetas'. Me dijo que pertenecía a un libro que la censura prohibió nada más acabar la guerra civil, luego lo reeditó la diputación de Santander con muy pocos ejemplares...
*Entre todos vosotros, con Vicente Aleixandre
y con Pablo Neruda tomo silla en la tierra:
tal vez porque he sentido su corazón cercano
cerca de mí, casi rozando el mío.
Con ellos me he sentido más arraigado y hondo,
y además menos solo. Ya vosotros sabéis
lo solo que yo voy, por que voy yo tan solo.
Andando voy, tan solos yo y mi sombra.
-Alberti, Altolaguirre, Cernuda, Prados, Garfias, -seguí leyendo el poema-, Machado, Juan Ramón, León Felipe, Aparicio, Oliver, Plaja, hablemos de aquello a que aspiramos: por lo que enloquecemos lentamente…*
-Esos son los poetas de la guerra –me cortó doña Asunción-, aunque no están todos, pero sí la mayoría, y faltan las mujeres...
-¿No está Lorca? –pregunté.
-Sí, sí, lo menciona más adelante, el poema es muy largo. Imagino que a Federico le nombra como de pasada y se olvida de las mujeres porque es un llamamiento a que bajen de su nube y se empapen, luchen, que vayan al frente como él... y aunque primero en las milicias hubo mujeres luchando, luego salió una ley que lo prohibía... estaba mal visto hasta para la mujer republicana,... y a Lorca como le mataron antes...
-¿También fusilaron a Miguel Hernández?
-No, no le fusilaron... Miguel murió por dentro como la II República.
-¿Por dentro?
-Perdona, Mercedes... hoy estoy un tanto mística. Miguel Hernández murió en la cárcel, tenía tuberculosis...
-¿Y la II República? –pregunté aquella tarde de últimos de otoño en la que paseábamos por la alameda a la salida de clase.
-La República... sus misiones culturales... tan bello y cercano, avanzar desde el conocimiento... fue una utopía... un sueño que no pudo durar... se disgregó políticamente... falló desde dentro. Tampoco tenía bases reales, fuertes, de verdad. Lo que ocurrió antes de la guerra... no se puede dejar de respetar, o matar a nadie porque crea en Dios... por el motivo que sea, pero cree, ni tomar venganza por ningún alzamiento matando a centenares de curas, monjas y gente que va a misa...
Por alguna razón, miles y miles de españoles odiaban a los curas en 1936, Mercedes. El pueblo, indignado por el alzamiento militar del dieciocho de julio, con las armas que tenía a mano, se fue a matar curas. Fueron sobre todo elementos incontrolados, o criminales salidos de la cárcel quienes hicieron algunos crímenes... pero el gobierno no castigó... fue un absurdo, cualquier guerra es absurda, los tres años de matanza entre hermanos más absurdo aún... una locura que alguien hizo durar demasiado... Si no fuese por el recuerdo de Paracuellos, y sus cientos, casi miles, de fusilamientos, en la historia quedaría que hubo buenos y malos en la guerra civil española, y eso no es así. Aunque les duela a muchos eso no fue así, y algún día se sabrá la verdad: hubo de ambas categorías en los dos bandos.
-Pues yo pensaba que usted era roja.
Doña Asunción se paró en seco, y me miró con gesto interrogativo.
-Vamos que mi abu... no, que hay quien dice que la sobrina de don Cosme es roja y nadie sabe porqué habiendo matado en la guerra a un tío suyo que era cura, y como me dejó el libro del poeta republicano...
-¡Ya...! –me dijo sonriendo-, me ha tocado vivir en una dictadura con miedo a todo y libertad a nada, y me rebelo porque siempre quise pensar por mi misma, pero dile a tu abu para que me entienda, o a quien sea, que aunque hubiese vivido en esa época jamás hubiera cantado 'La Internacional', pero mucho menos el 'Cara al sol'. Y la poesía que yo leo, o enseño, no tiene colores, sino historia.
-Vamos que no es roja, quiere decir.
-Ni roja ni azul, Mercedes –dijo enlazándose a mi brazo-, me gustaría ser verde, el color de la esperanza, como el color del coche que me he comprado y he venido a enseñarte... lo malo va a ser sacarme el carné de conducir... tendré que bajarme a Guadalajara y no puedo ahora con las clases...
-Fernanda se lo sacó a la primera –dije al llegar donde tenía aparcado su reluciente seiscientos.
-¡Hace quince años, porque hizo el servicio social! –me dijo como si la hubieran pinchado en algo que dolía mientras arrancaba el coche y se le calaba por primera vez.
Doña Asunción me dio una revista antes de marcharse, que hablaba del servicio social que se impuso desde la Sección Femenina. Aquel documental que vimos en el Coliseo Luengo. Cuando llegué a casa y como estaba sola, me puse a hojearla. Las fotografías en blanco y negro... los pololos... saltando el potro... un batallón de mujeres incompletas decía una tal María Narro... ¡Fernanda hizo la mili!.
*Desde 1940, durante seis meses, las mujeres debían cumplir con la patria; prestaban un servicio social.
Un período dividido en dos fases y en el que las jóvenes recibían instrucción teórica y prestaban un servicio activo en algún centro oficial. Quedaban exentas de esta obligación las casadas, las viudas con hijos, las monjas y las huérfanas de los caídos en la guerra. Para todas las demás era imprescindible pasar por aquella prueba para obtener desde un título académico hasta un simple carné de conducir. Con el servicio social se conseguía un doble objetivo: mantener un cierto control ideológico sobre la población femenina, y cubrir de forma gratuita las deficiencias estructurales de tipo económico con las que el Estado se encontraba después de la guerra...*
Seguía leyendo la revista pero mi mente había hecho las maletas e intentaba averiguar por qué doña Asunción no había hecho el servicio social. Viuda con hijos no es, huérfana tampoco, monja menos... ¿está casada?
¿Doña Asunción está casada?
Guardaba los ejercicios de inglés, cuando mis manos tropezaron con la cartulina roja, olvidándose al momento de servicios sociales, casamientos y la coma del genitivo sajón.
La cartulina roja... el abecedario del código morse. Te quiero: - . --.- ..- .. . .-. ---
La vida iba muy deprisa y no se paraba por nadie, aunque el silencio de Morse desde hacía algo más de un mes doliese más que nada. Le había escrito dos veces, y no contestaba. Su padre decía que estaba bien, y yo ya no sabía qué pensar. Quizás se había olvidado de mí o había conocido a otra. Apretaba la tristeza y no podía acercarme a las Hoces del Río Dulce. Me refugiaba en los recuerdos... ¡nos habíamos querido tan de verdad! Como tan sólo dos niños pueden hacerlo.
A veces le sentía a mi lado, junto a mí, mientras estudiaba para un examen o hacía los deberes, cuando paseaba sola; cuando dormía o me tiraba en la cama a descansar. Formaba parte de mí, como Isabel. Mi corazón se iba llenando de espíritus ausentes, aunque suavizaba todo el saber que la ausencia de Morse tan sólo era pasajera. Faltaba casi un mes para Navidad y aunque yo pasaría la Nochebuena con la abuela sabía que él llegaba a Sigüenza el día veinte.
Sentí a papá trajinar en la cocina y fui ayudarle, no le había oído llegar.
Perdida entre la gente recorría la estación... por primera vez había sido capaz de utilizar los favores que por ser la nieta de don Zacarías, como llamaban a mi abuelo en las Ursulinas, se me concedían; salí una hora antes del colegio para ir a esperar a Morse.
Miraba impaciente a los viajeros que bajaban del tren, que volvían a casa.
Paseé el andén consultando el reloj a cada minuto. Escondía las manos en los bolsillos y me subía la cremallera y los cuellos del parca para protegerme, no sé si de la impaciencia o del silencio o de las ganas de correr hacia él en cuanto le viera.
Sin embargo, al verle no corrí. Me quedé mirando fijamente al joven soldado que, con un macuto verde sobre un hombro y la mano en alto, me enviaba un saludo y avanzaba ligero hacia mí. No sé si es que oyó el golpear de mi corazón o vio cómo el frío de la estación se convertía en fuego dentro de mi estómago, pero empezó a correr hasta abrazarme y rompió a llorar. Le abrazaba y le sentía tan frágil y fuerte, a la vez, que me enfadaba con el mundo por jugar a separarnos. No podía dejar de besarle. En casa... ya estaba en casa. Eso me faltaba, él me faltaba. Mi padre podía suplir su ausencia de años a mi lado o la abuela su cariño, e incluso tener una familia más, pero nadie podía llenar el vacío de Morse. El mundo entre mis brazos. Apoyada en su pecho reparé en que nunca le había visto llorar.
Desde la estación de ferrocarril llamó a su padre para decir que había llegado bien y que pasaría aquella noche en Sigüenza, conmigo. Su primo le había dejado la habitación que estaba junto al pequeño cine club. No me preguntó nada, no había nada que preguntar. Él era mío y yo era suya.
A papá no le quise mentir, y él me dijo que era mejor que me lo contara Morse. “¿Contarme el qué?” pregunté, pero sólo me acarició la cara antes de ponerse a preparar una tortilla de patata.
Hacía frío, aún recuerdo que hacía mucho frío en aquella habitación. Alguien había llevado una estufa de gas que encendimos nada más llegar. Había una cama, dos sillas y una mesa redonda. Morse se había quitado el uniforme en casa de sus tíos, con su ropa de siempre me gustaba más.
Me quité el parca antes de dejar la tortilla y una botella de vino encima de la mesa. Cuando colocaba las sillas me rozó y nos miramos a los ojos. Y me besó o le besé y ya sólo existió nuestra piel confundida en besos. Tumbados en la cama comenzamos a desnudarnos buscando nuestra alma... hasta que se paró. Clavó sus ojos azules en mis labios mientras las lágrimas resbalaban entre la noche. De pronto la habitación se heló y se sentó en un borde de la cama. Arropando nuestra desnudez con una manta me senté junto a él.
-Siempre pensé que serías mía... –dijo con rabia mirando al suelo.
-Y lo soy, Morse.
-Y que siempre estaríamos juntos...
-Y lo estaremos cuando vuelvas de Bilbao.
-Ya no tengo que volver a Bilbao, Merche.
-¿Por qué? –pregunté a la vez que recordaba a papá diciéndome que era mejor que me lo contara Morse.
Silencio.
Vergüenza en sus ojos, miedo en los míos.
-...Intenté suicidarme –dijo mirándome con infinita tristeza mientras enredaba sus dedos entre mi pelo.
Lo que me contó después, desnudos bajo la manta, la conversación de aquella noche la he intentado olvidar muchas veces, pero no he podido. Todavía me desgarra el alma pensar en aquello... aunque poco a poco voy comprendiendo los motivos de su padre.
Se sentía un número uniformado, Morse se sentía un número con uniforme. La disciplina militar no estaba hecha para él, nunca lo estuvo. Tampoco las novatadas, las bromas de los veteranos; pesadas, burdas y crueles algunas veces.
Una vez le hicieron beber algo y desapareció durante dos días que tenía de permiso. No recordaba dónde estuvo, tan sólo recordaba que se había despertado sin ropa, sin documentos, sin nada... en la cama de una puta, en un prostíbulo. En el cuartel le castigaron, aunque sólo llegó tarde a presentarse al toque de diana. Él se sentía cada vez peor, mis cartas le hacían sentirse culpable por lo que pasó con aquella mujer, o pudo pasar, no lo sabía. No recordaba nada. Se levantaba enfadado, pasaba el día enfadado y se acostaba enfadado. Luego ese enfado se convirtió en tristeza, después en desgana. No cumplía las órdenes que le daban sus superiores. Le daba igual todo, que le castigaran, que se burlaran de él, que le gastaran más bromas, hasta le daba igual hacer cientos de flexiones o fregar retretes mientras todos sus compañeros dormían. En las practicas de tiro intentó matarse... falló, porque nunca antes había usado un arma.
Le ingresaron en un hospital y llamaron a su padre. Entre él y un abogado estuvieron estudiando la forma de que Morse no tuviera que volver al cuartel, cosa que tendría que hacer cuando se le acabara la baja por depresión...
-Me voy a la Argentina, Merche.
Escuché su llanto sin lágrimas pegada a él; al hombre, compañero y amigo de mi vida; pegada al amor de mi vida. Acunando el deseo de traspasar su alma en el borde de un precipicio sin fondo.
No entendía la vida, ni el horror, ni lo oscuro, ni porqué se tenía que ir tan lejos.
Aquella noche... mi primera noche de amor en la que el destino danzó a ciegas con las más oscuras tinieblas.
Morse se fue a vivir a Argentina dos días después.
La Navidad más triste de mi vida la pasé muy cerca de mi padre y de mi abuela Bernarda, pero más alejada del cielo que nunca.
Mientras dormía sonreía recordando trocitos de él: cuando llamaba a Bécquer Gustavo Antonio... cuando creía que me iban a meter presa, cuando se hizo pasar por seminarista; o cuando se enfadaba porque no creía que las palabras fueran sobre el viento como decía su abuelo Samuel... su abuelo Samuel que vino de la Argentina.
Llegó 1972 cargado de tristeza y recuerdos. Doña Asunción me animaba a que escribiera, a que vomitara todo lo que sentía en mi corazón. Casi me obligó a presentarme a un concurso literario de poesía. Y quedé finalista con este poema...
Cisne de ternura entre las hojas de un libro mirando al cielo
entre los versos de Ulises llegando a Ítaca,
entre los dedos del viento acariciando mi pelo.
Volverás...
Volverás porque soy tu hogar...
porque soy la leña recién cortada
una encrucijada de deseo,
un laberinto de miedos.
Arroparás abismos y protegerás la noche
robarás mis besos acariciando el alma,
esconderás la luna entre claveles negros.
Penélope ya no esperará porque volverás...
volverás sin esperarte
y me amarás...
me amarás a cada instante.
(Continuará)
Fuente original en 'GuadaQué': Las palabras del viento - María Narro - capítulo 9.
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Gracias, Mamen.
ResponderEliminarUn abrazo.
Miguel-A.