Por Vicente Sáez Vallés, paciente de Ataxia de Friedreich, de Zaragoza.
Vicente Sáez Vallés |
Eran las ocho de la tarde: Recordaba el patio de recreo de ese colegio masculino en un penoso día en que el protagonista era un fuerte viento que arrinconaba sin pausa todas las ganas de jugar a la pelota de unos chicos fieles a sus doce u once años: Unas molestas ráfagas de polvo y arena cambiaban el color del patio.
Siempre hablaban de fútbol... y de lo jodidas que estaban las matemáticas... y de que se habían pasado.
- No sabes lo que me costó entender las ecuaciones del año pasado. Ahora resulta que las hay de segundo grado y todo.
- Pues sí, las hay de tercero y cuarto grado...
- ¿Cómo lo sabes?.
- Por los libros de mi hermano mayor. Cada vez son peores...
- ¡Jodo! ¡Y encima ese capullo de profe... Es muy duro... Y me han dicho, que se ha llegado a cargar a una clase entera...
- Pues mañana va a preguntar... Seguro mandará resolver las que ha mandado para casa.
- No te preocupes, si no entiendes las ecuaciones: Yo te las explicaré. Es sencillo, hay una fórmula para esas ecuaciones de segundo grado: Mira, se aplican los valores de A, B, y C, y se pone así la fórmula: -B cuadrado más menos...
- ¿Más menos? ¿En qué quedamos?.
- Sí, primero lo sumas, y luego lo restas...
- Bueno, después en casa me lo explicas.
Su espíritu se tranquilizó porque alguien listo le iba a explicar cómo resolver los problemas que planteaba el poder pedagógico. Se reunió consigo mismo observando el libro de texto destrozado y un cuaderno repleto de dibujos barrocos e incoherentes. Recordó el dibujo hecho durante la clase de matemáticas de ese día, y no logró evocar nada de las ecuaciones de segundo grado, sólo miedo. Terror a una figura de barba morena y bata blanca, la cual portaba siempre una libreta de hojas cuadriculadas con los nombres de los alumnos en la cabecera de página. El profesor doblaba el cuaderno de evaluación haciendo sonar sus hojas que chocaban con el aire incierto. Cuando el profesor hacía un examen oral, o “preguntaba”, el pánico del ambiente se solidificaba y chocaba por orden alfabético en los corazones de los alumnos asustados. El maestro relamía sus entrañas en medio de un persistente pánico generalizado a la mala nota o al castigo, ya que muy pocos conocían las respuestas a ese examen y los que las conocían temían ponerse nerviosos y fallar. Miedo... miedo al pánico, al error. Según la pedagogía española de los años setenta, no se podía fallar: nadie tenía en cuenta el error.
- ¿Paperas galopantes? ¿Su hijo está enfermo? No lo puedo creer... Si esta mañana estaba tan bien en el colegio...
- ¿Que no puede venir a casa? ¿Que está en la cama con fiebre?.
Tardó en reaccionar. ¿Quién le explicaría las ecuaciones de segundo grado?.
- Bueno, qué se mejore...
Consternado y sobre los codos. Estaba solo... solo ante las ecuaciones de segundo grado. Nadie podría ayudarle y eso que mañana el profesor iba a preguntar. Eso era una cosa segura.
Estoy solo... solo y el peligro matemático. Ya he empezado a temblar. Las grafías del libro de cálculo son la mar de extrañas e incomprensibles. Me siento como un ser ruin y bajo al tener que quedar tan mal delante de todos. Es horrible que el profesor pregunte. Además, si ha anunciado que va a preguntar, será difícil retrasar la hora consultando dudas, cosa que ya hemos intentado en repetidas ocasiones. No hay forma de evitar que el profesor te pregunte, o te saque a la pizarra:
El encerado, la última frontera. La situación delicada de ser observado gustaba al profesor y sus ironías crueles. Lo peor era responder correctamente: entonces uno se convertía en un empollón resabido, y los demás te marginaban de mala manera. Había que responder bien, pero con errores.
El aula era muy larga, y con muchas filas de a cuatro con viejos pupitres llenos de manchas y firmas de anteriores ocupantes. Todo era viejo. El desfile macabro se sucedía cuando el profesor preguntaba. Un alumno cabizbajo y los demás sonríen el sufrimiento ajeno: La pizarra ocupaba el ancho de la clase, y allí los chicos, tiza en mano, empezaban a rezar sus oraciones en el lenguaje de cualquier asignatura. "El amo" les obligaba a dibujar, escribir fórmulas o esquemas.
¿Qué hago? Lo mejor sería no ir a clase... aunque ya lo hice la semana pasada con las causas de la revolución francesa: necesito algo real, pero... ¿No debería afrontar las consecuencias y hacerle frente, en lugar de escapar como siempre? Pues no. Son tontadas, porque si no te la sabes, lo mejor es no exponerte a un castigo o al ridículo... ¿O no?.
Es un hecho: nadie me lo va a explicar: El fulano ése ha enfermado, y me ha dejado tirado. ¿Será consciente? No me queda otra alternativa:
Fue al cuarto de baño y golpeó con fuerza el ángulo de la bañera una y otra vez, hasta que se rompió un hueso del dedo pulgar. Acudió al hospital, y le inmovilizaron el brazo con un yeso. Supo que el profesor no le preguntaría ya que no podría escribir, y accedió a ir al colegio y todo, a pesar del evidente dolor.
- ¿Puedo firmar?.
- Sí, pero no lo muevas mucho porque duele.
- ¿Por qué vas al colegio con el brazo así? Yo con un yeso, me hubiera quedado en la cama...
- Tú eres chica y en tus tiempos eran más benevolentes.
¿Me mirará la enfermera como quién mira a un valiente? Estoy satisfecho, porque seguro que no hay enfermos con tanto valor...
Durmió mal. La mano le dolía una barbaridad, pero fue necesario hacerlo. Inventaba mil mentiras de su accidente, testigo de un goce de transgredir mil normas a la torera. Le diría al de la bata blanca repeinado con fijador viejo: “No he podido estudiar porque esto me pasó por la tarde, al ir a casa. Resbalé en la calle, me atropelló una bicicleta, me golpeó un coche, me caí por la escalera...”.
En carrera corta llegó al colegio con el tiempo alterado... a través de mil trescientos alumnos en un silencio forzado y aterrador. La penumbra de los pasillos entre las aulas le ofrecía seguridad: Se sentía excitado y triunfante, como alguien que ha salido victorioso de alguna afrenta crucial. Llamó a la puerta verde claro con el puño izquierdo y, por un instante, pensó en la incomodidad de la escayola y en que no podría usar su brazo diestro con la soltura de siempre. Una mano, un poco torpe, a juzgar por los ruidos excesivos, le abrió la hoja de la puerta. Miró al profesor:
- Perdone que llegue tarde...
Pero, al mirar a los cuarenta y dos compañeros, la seguridad y la sensación de triunfo se esfumaron. Poco a poco, su vista no le engañó: Y contempló anonadado a cuarenta niños sentados en orden en sus pupitres, con el brazo derecho escayolado... y a uno, de pelo rizado, con el brazo izquierdo con un yeso, porque era zurdo.
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Nota final del administrador del blog:
Vicente falleció en el año 2006. Para acceder a una breve semblanza del autor del texto (escrita por su hermana, Cristina, también, como él, paciente de Ataxia de Friedreich), hacer click en: Semblanza de Vicente Sáez Vallés.
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