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jueves, 7 de agosto de 2014

'Las palabras del viento' (segunda entrega)

Blog "Ataxia y atáxicos".

Mamen García
Por María Narro, pseudónimo literario de Mamen García, paciente de Ataxia de Friedreich, de Guadalajara.
Extraído de 'GuadaQué'... (ver enlace al original en "fuente"... al final del artículo).

Notas del administrador del blog:

Con permiso explícito de Mamen, iremos reproduciendo en este blog los capítulos de la novela 'Las palabras del viento', previamente editados por ‘GuadaQué’, y dejando constancia, en forma de enlace, de la fuente original... Nuestra perioricidad pudiera ser de un capítulo (entrega) semanal. Si bien, no establecemos plazos concretos, ni fechas fijas de edición.

En cualquier caso, cada día a editar, como recordatorio, se consignarán los enlaces a los capítulos ya editados... con el fin de que ninguno de los lectores pueda perderse el hilo de la narración:


1- María Narro publica su novela por capítulos (presentación)
.
2- 'Las palabras del viento' (capítulo I).

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Segunda entrega de la novela de María Narro "Las palabras del viento"

Portada de 'Las palabras del viento'
Oía cantar al ruiseñor mientras restregaba sobre la losa el lamparón de aceite del delantal de la abuela. Pero ni los dulces trinos conocidos ni las crueles listezas de la señora Angustias, eran suficientes para apartar de mi pensamiento a Morse.

Aquella mañana cuando había encontrado la amapola y la nota con un escueto “Feliz cumpleaños”, había sentido lo mismo que la noche anterior cuando llegó del campamento y fue a verme. No supe qué decirle, ni me atreví a abrazarle. ¡Estaba tan distinto! Un poco más alto, muy moreno, con el pelo largo, y no me pareció bonito, sino guapo. Y sus ojos... sus ojos brillaban tanto al mirarme que no me dejaron decirle ni hola.
Hubiera jurado que tenía mariposas en el estómago si no hubiese cenado pollo.

-¿Vamos a dar una vuelta y me cuentas lo que has hecho este verano? -preguntó.
La abuela que estaba sentada junto a mí en la puerta de la casa con sus manos cruzadas sobre la panza, me miró con un ojo cerrado y dijo que era hora de dormir. Mas en ese momento llegó corriendo la señora Felisa gritando que su hija se había puesto de parto y no encontraba al médico. Mi abuela se levantó de un salto dispuesta a acompañarla en sus correrías, y yo me fui con Morse.

Paseábamos como dos amigos desconocidos por la orilla del río.
A veces nos mirábamos y sonreíamos, o tirábamos piedras a la noche.
Risas nerviosas, empujones precipitados, carreras inconclusas, y una luna sin voz.
Cuando me cogió de la mano y deseé que no me soltara nunca, le di un beso en la mejilla de buenas noches y regresé a casa.

La abuela no había vuelto aún. Subí las escaleras camino de mi habitación, pero sin saber por qué encendí una bombilla y entré en su cuarto.
La ventana estaba abierta y los raídos visillos blancos ondeaban sobre una brisa que espiaba intimidades. Me dirigí hacia el ajado armario, dejando a un lado la enorme cama de hierro que ocupaba casi toda la estancia, y lo abrí buscando el espejo que había tras su puerta.

Me observé en él largamente.
Sin moverme.
Mi pelo era tan rojo como una solitaria y sucia teja. El pichi verde dejaba al descubierto unas huesudas rodillas, los largos y morenos brazos caían olvidados a su lado, y para colmo, el insulso vestido señalaba sin disimulo la forma redonda y alta de unas montañas de reciente invención.

¿Cómo podría gustarle a alguien alguna vez?
Hacía días que la abuela se había empeñado en comprarme un sujetador en Sigüenza, decía que las domingas tenían que ir bien quietas. Y esa discreta jaula que me obligaba a poner encarcelando mi pecho era la culpable de que Morse me hubiese mirado así. Sólo ella. Me desabroché el pichi y solté la aplastante prisión.
Miré de nuevo hacia el espejo.
Continué mirándome con una curiosidad desconocida mientras el vestido caía al suelo.
Oí voces que decían que había sido niño. Recogí el pichi verde, apagué la bombilla y me dirigí a mi habitación intentando comprender la visión de aquel cuerpo que ocupaba el mío propio.

Dos semanas después empezamos a ir a casa de doña Asunción. No había visto a Morse desde la noche en la que fue a buscarme, decían que se había tenido que ir unos días a Cifuentes a ayudar a su tío Israel, y aquel día, cuando le encontré sentado en su pupitre bostezando sin remilgos y con el pelo mal cortado a tazón, corrí a abrazarle como si no le hubiera visto en todo el verano.

En cuanto acabó la copiosa charla de la maestra, le acompañé a su casa a recoger las tortas de la señora Angustias. Por el camino nos íbamos robando las palabras, queríamos sentir el verano del otro. Con las tortas de avena ya en la mano dije que tenía que devolverle la bici...

-Vale, tráela luego que tengo ganas de subir a las Hoces.

-¿Puedo ir contigo?

-Pues claro, pero ¿desde cuándo necesitas pedirme permiso? -preguntó mirándome con los mismos ojos que cuando vino del campamento.

-Desde... Ah no nunca, venga, claro, pues, luego... Luego vengo.

Volví la cabeza mientras me alejaba y le vi salir sonriendo de la tienda. Comencé a pisar con furia la sufriente cuesta que llevaba a casa de la abuela mientras decidía que aquella tarde no me pondría el sujetador. “Me hace sentir boba ésta prisión, me aprieta los nervios y llama demasiado la inclinación de la mirada”.

Cuando horas más tarde llegamos a lo alto del cañón, nos tuvimos que refugiar bajo la sombra de un chopo enano. El sol picaba en exceso. Me sentía mareada y lo achaqué a que estaba sudando. No habíamos dejado de hablar desde que nos encontramos después de comer. Le hablé de los libros que había leído, pero sobre todo le hablé de la poesía de Lorca y de aquella tarde en la que escuché al viento por primera vez. Luego Morse me contó cómo se había sentido siendo profesor, y me hizo una propuesta increíble...

-Merche, ¿te encuentras bien? -dijo poniendo su mano en mi frente- ¡Estás muy pálida!

-Estoy algo mareada... pero ya se me está pasando.

-¿Seguro?

Moví afirmativamente la cabeza, y él preguntó si me gustaría aprender el código morse. Le miré con sorpresa, ¡no podía estar hablando en serio!, el código era la sangre de su familia, su secreto, ¡y lo quería compartir conmigo! Acepté entusiasmada y aquella misma tarde empezó a hablarme de puntos y líneas, de sonidos acústicos tan breves y rápidos que me pareció imposible que alguien pudiera comunicarse así.

Mientras volvíamos al pueblo, caminando a ambos lado de la bicicleta que Morse guiaba con una mano a la vez que con la otra sujetaba los libros sobre el sillín, yo anotaba en mi cuaderno las vocales del código morse:
A: punto y línea; E: punto; I: dos puntos; O: tres líneas; U: dos puntos y una línea.

Al despedirnos me volvió a preguntar si me encontraba bien. Respondiéndole ¡qué sí, pesado! entré en casa. Estaba tan mareada que tuve que mirar dos veces lo que la abuela agitaba con una mano desde el rellano de la escalera para reconocerlo.

-¿Pero qué hace usted con mi sujetador?
Vale que me hubiera pillado haciendo novillos, pero...
-Que sea la última vez -gritó- que sales de la casa con las domingas brincando, cacho pécora. ¿Mas oído?

Imposible no oírla aun cuando me zumbaran de aquella forma loca los oídos.
Y no sé por qué se acercó a mí con un vaso de agua y me ayudó a sentarme en un peldaño ordenándome que pusiera la cabeza entre las rodillas.

El día siguiente lo pasé en la cama, y si no llegué a sentirme mimada, sí lo hice servida. Y al siguiente bajamos la abuela, doña Asunción y yo, en la furgoneta del panadero a Guadalajara, al hospital Ortiz de Zárate.

Una de las monjas salió corriendo detrás de mí por unos pasillos tan largos como blancos, cuando oí decir que me quedaría ingresada unos días. ¡No quería! Allí no, allí olía a inyección. Pero me alcanzaron y dejaron entre paredes, azulejos y sábanas blancas cinco días, y al sexto volví al pueblo. Volví convertida en heroína aunque sólo me habían pinchado dos veces.

Doña Asunción y la abuela me dijeron que pronto empezaría a ser mujer y que la anemia había vuelto...
-¿De dónde?

Una de ellas sonrío con los labios apretados, mi abuela abandonó la cocina rezando por lo bajo, o por lo menos movía los labios con cara de enfado, y regresó con una caja de pastillas.

-El señor médico dice que estás falta de plomo...

-De hierro, Bernarda, de hierro -corrigió la maestra.

-Y que tendrás que tomar pastillas la vida.

Miré con tanto susto la caja que me tendía la abuela que se me olvidó decirles que hacía dos días que había empezado a sangrar por abajo, y que según me explicó una monja al darme unos paños blancos para que no manchara las bragas, esa sangre me vendría una vez al mes durante treinta años.

Además de heroína me sentía enferma, ¡y si encima tenía que empezar a ser mujer!


Mamen García
Un mes después mientras disimulaba un horrible dolor de tripa que me hacía sangrar de nuevo, doña Asunción nos leía poesías de Bécquer en la amplia habitación de su casa que hacía de escuela. Miraba por la ventana las hojas del moral bailar con el viento, y recordaba con envidia mi propia lectura de poesía en las Hoces. No había vuelto a ir allí desde antes de estar en el hospital, ni siquiera me había vuelto a arrimar a Morse fuera de casa de la maestra. La abuela me lo había prohibido...

-Y ahora te voy a hablar en segunda persona: ten presente que el Señor te enviará el peor de los castigos si te acercas a los chicos...

-¿A Morse también, abuela?

-También

-Pero si es mi amigo...

-Esos son los peores -zanjó mi abuela saliendo del casillo al mismo tiempo que el gallo corría detrás de la gallina más ponedora...

"Por una mirada un mundo,
Por una sonrisa un cielo,
Por un beso...
Yo no sé que te diera por un beso..."

Doña Asunción seguía leyendo mientras una vaga sonrisa se perpetuaba en su cara. Yo no sabía que la poesía de Bécquer fuera tan romántica, sus palabras eran tan hermosas que me hacían olvidar el infierno que roía mis entrañas. Sin darme cuenta miré hacia donde estaba Morse, me estaba mirando, y además se había contagiado de la vaga sonrisa de la maestra, aunque para ser sincera debería reconocer que en su cara la sonrisa de vaga no tenía nada. Volví mis ojos rápidamente hacia el moral. Intenté volver a sentir envidia de mi lectura en las Hoces, pero me di cuenta que yo también me había contagiado...

"¿Qué es poesía?
Dices mientras clavas tu pupila azul en mi pupila,
¿Qué es poesía?
Y tú me lo preguntas...
Poesía eres tú..."

-¡Ay!-

Juro que suspiré hacia dentro, pero me oyeron todos.

-Bueno, ya basta por hoy -y mirándome con cara de preocupación doña Asunción me dijo-, es mejor que te vayas si te duele mucho... -y dirigiéndose a los demás les comunicó que yo tenía la gripe.

“El señor te enviara el peor de los castigos...” recordé al coger la nota que Morse me dio al pasar junto a él cuando me iba. La oculté en mi libreta y no me atreví a leerla hasta que estuve lejos de casa de la maestra:

‘¿Qué te pasa? ¿Por qué dijo tu abuela que ya nunca serás mi amiga?’

Rompí con tristeza el papel.
Estaba a punto de ponerme a llorar cuando recordé a Ana Ozores y supe que tenía que ir a confesarme con don Cosme.
La iglesia estaba vacía y demasiado oscura, pero me hacía sentir en paz. Me senté en un banco buscando el perdón y sin dejar de mirar a la pila donde una vez me echaron agua después que a mi hermana.

-Merceditas...-

El susurro del señor cura fue un grito inesperado entre tanta quietud. Me aproximé hacia el confesionario. Don Cosme estaba escondido allí.

-Necesito confesarme -le dije cuando le vi.
-Muy bien, entra... -dijo cerrando un libro negro.

Me arrodillé e incliné hacia los agujeros por los que tenía que hablar...

-Ave María -dije santiguándome.
-...Purísima, Merceditas –le oí decir.
-Sin pecado concebida... –contesté rápido.
Me pareció oír a don Cosme gruñir y me callé.
-A ver..., de qué te quieres confesar.
-Me acuso de haber leído el papel que me ha dado Morse.
-¿Y qué ponía en el papel?
-Que por qué ya no quiero ser su amiga...
-¿Y por qué no quieres, Merceditas?
-Pues... -me parecía raro que no lo supiera y bajé aún más la voz- ...porque el Señor me enviaría el peor de los castigos.
-¿Quién te ha dicho eso?
-Mi abuela. Dice que ahora no me puedo arrimar a los chicos...
-Pero Morse es tu amigo...
-Esos son los peores -sentencié orgullosa por saberme la lección de la abuela.

El señor cura sólo me mandó rezar un padrenuestro y que volviera al día siguiente. Al salir de la iglesia me santigüé con rapidez dos veces porque le vi sonriendo con cara de indulgencia misericordiosa y me asusté.

Don Cosme me recibió en su despacho al día siguiente, estaba con él su sobrina, doña Asunción. Ella me explicó que no pasaba nada por acercarme a los chicos, tampoco si me acercaba a Morse, siempre y cuando no hiciera nada malo, ni les diera besos, ni me dejara tocar...

-No, si a mí nunca me ha gustado jugar a los médicos...

A la señora maestra se le debió escapar la carcajada que me hizo mirarla con los ojos muy abiertos porque enseguida pidió perdón, pero don Cosme dijo a la vez que se levantaba de una silla que había puesto a mi lado, y se volvía a sentar:

-Mejor, Merceditas, mejor...

Yo no sabía si debía levantarme también, si debía contener la risa como la maestra, o si podía soltar el miedo a que se chivaran de mis juegos prohibidos. Y todo por bocazas. Pero me tranquilicé cuando siguieron diciendo que no hiciera mucho caso a la abuela en ese tema, que ella era ya muy mayor, y había pasado mucho...

-Lo mejor es que sigas el ejemplo de la santísima Virgen, Merceditas, hija, se pura y actúa siempre con pulcritud y decoro -decía el señor cura mirando al cielo mientras doña Asunción me empujaba sutilmente para que me fuera.

Una semana después, aprovechando que la abuela pasaba la tarde cuidando el ataque de reuma de la señora Angustias, volví a subir con Morse a las Hoces. Cuando después de lo que para mí se asemejaba a un lustro, volví a sentarme en la roca que hacía de mirador y dejé mis piernas colgando al vacío, el tiempo desapareció.

Ayer, hoy y mañana eran lo mismo.
Siempre lo habían sido.

Inspiré profundamente y solté el aire muy despacio a la vez que cerraba los ojos. El suave viento me envolvía, acariciaba, me devolvía la vida, a mi hermana, se llevaba las penas...

No me hacía falta ver a Morse, le sentía, sabía que me estaba mirando y sonreía; tampoco nos hizo falta hablar en toda la tarde. Sólo mi mano buscó la suya. Sobraban las palabras, al menos las que no llevaba el viento.

No sé si fue entonces cuando el Señor me envió el peor castigo, pero cuando Morse rozó mis labios con los suyos supe que le querría siempre.


III

El señor cura decidió que Tomás, el hermano de Anita, fuera San José, a Morse le convirtió en pastor y, aunque me negué a cantar Noche de Paz, no pude hacerlo a ser la Virgen María. Sólo si yo hacía de Virgen el nieto de la señora Felisa sería el niño Jesús.

Durante la representación de aquella postal navideña, me dejé embelesar por el bebé que había en mi regazo y la calidez de los ojos de un pastor. No había nadie más. Si acaso una estrella que ocultaba a la gente del pueblo que abarrotaba los bancos de la iglesia; también ocultaba a mi abuela, pero no a su voz. Decía que el José se arrimaba mucho a la María. Unos reían, don Cosme entonces decía que no hacía falta que San José pasara el brazo por los hombros de la Virgen, y yo miraba a aquel niño que sostenía entre los brazos mientras sentía los ojos de Morse traspasándome el alma.


La Navidad del 65 la tuve durante años guardada en un estante especial, como las poesías que empecé a escribir en aquel tiempo. Dentro de mí ocurrían tantas cosas extrañas que necesitaba escribirlas para entenderlas. Pero ni aun así las entendía.

Fue doña Asunción la que me animó a escribir después de que un día imitara torpemente a Bécquer...

Pasarán las alegres golondrinas
con tus ojos azules las verás,
y otra vez con el ala a tu ventana
jugando llamarán
Pero aquellas que el viento contemplaba
en nuestro lugar secreto nada más,
aquellas que escucharon las palabras...
ésas... ¡no pasarán

-¿Y esto, Mercedes? -preguntó en clase cuando, antes de las vacaciones, revisaba la ortografía de mi redacción sobre el invierno.

¡Se me había olvidado borrar la poesía!

-¡Buah! ¿eso? Nada... -contesté algo apurada a la vez que terminaba de borrar el encerado y volvía junto a su mesa.

-¿Lo has escrito tú? -volvió a preguntar.

Me agaché a coger un papel del suelo.

-Sí, pero era sólo... un juego, sí, nada más -dije mientras me subía los calcetines.

-¿Un juego?... Eso es, a ver escúchame, y estate quieta de una vez que me estás poniendo nerviosa. Quiero que cada día juegues un rato a escribir poesía.

-¿Jugar a escribir poesía? -pregunté subiéndome las mangas demasiado grandes de la chaqueta gris.

-Sólo si te apetece, me conformo con que me resuelvas las divisiones que te he puesto para estos días y que leas el capítulo tercero de El Quijote -contestó devolviéndome la libreta.

Esa misma noche después de haber cerrado las gallinas, mientras calentaba agua para la bolsa de la abuela y la mía, pensé que sería divertido aprender ese juego. Antes de apagar la bombilla puse en la hoja final de la libreta: poesías, y lo subrayé.


Pasé varios días ansiando inventar versos, pero aquello no era tan fácil. Probé a hacer rimas asonantes y consonantes, como dijo un día la señora maestra, pero de tan absurdas que eran me parecían ridículas, hasta escribí algo sobre una tía que comía sandía subida en una silla...

-No creo que escribir poesía sea lo mío -le dije un día a Morse después de terminar el ensayo para el belén viviente.

-Tiene que ser difícil -me contestó-, ya ves tú la de canas que tiene el Gustavo Antonio Bécquer, y eso es sin duda porque pensó mucho, pero de una cosa estoy seguro, y es que si doña Asunción te propuso el juego es porque se dio cuenta de lo bello de tu alma. De tu sensibilidad, Merche.

Y fueron sus palabras, su fe en mí, las que empujaron a mi corazón a hablar sobre el papel. Me olvidé de reglas, de rimas, de todo lo que no fuera apresar sentimientos. De entenderlos ya se encargaría el tiempo.

El silencio del amor
es el sigilo del beso callado,
la calma de la mirada deseada,
el grito de un sueño robado.

Cuando después de la fiesta de Reyes volvimos a casa de la maestra y le enseñé las poesías o versos encadenados que había escrito, me miró sin decir nada y dejó mi libreta sobre la mesa. Se había quedado muy seria. Tomó de nuevo el pequeño cuaderno y leyó en voz alta:

La ira de los sueños
enmudece cada atardecer,
se esconde entre lamentos,
en la oscuridad de un no saber.
No saber que nuestra pena
se oscureció en el ayer,
mas aún sostiene un mañana
hecho sólo para querer.

-¿Quién ha escrito esto, Mercedes?
-Yo -contesté bastante avergonzada. Toda la clase guardaba silencio.
-¿Cuántos años tienes? -volvió a preguntar doña Asunción aún más seria.
-Trece -dije mirando al suelo.
La maestra me devolvió la libreta y abandonó la clase.

Me acerqué a Morse con el miedo reflejado en la cara.
-Te lo dije, escribir poesía no es lo mío. ¡Ya la he liado!
-Pues sonaba bien..., pero ¿en qué pensabas para escribir eso?
-No te lo vas a creer, Morse, pero la que ha leído en voz alta habla de la mala leche que se me pone cuando me despierta mi abuela y estoy soñando algo bonito, y que el cabreo se me pasa cuando voy a cerrar las gallinas que es cuando se pone el sol. Luego habla de la guerra que no sé nada y de que un día se olvidará...

-¡La has cagaó! -me dijo llevándose las manos a la cabeza-. Mi padre dijo que no se puede hablar de la guerra e imagino que si escribes sobre ella te meterán en el calabozo. Seguro que doña Asunción ha ido a dar parte a la pareja -Morse seguía hablando sin reparar en mi palidez-. Hemos de salir de aquí, Merche.

-¡Mercedes! -en ese momento apareció la señora maestra que se acercó corriendo a mí y me condujo a una silla.- ¿Qué ha pasado? -preguntó después de darme agua.

-Fue sin querer... yo no sabía... no avise usted a la Bienemérita... déjeme escapar... -logré suplicarle.

-¿Pero qué tonterías estás diciendo, niña de mi alma? ¿De qué hablas?

-Creo que es culpa mía, doña Asunción -dijo Morse-. Le conté que no se puede hablar de la guerra.

-Ah, bueno eso. Tranquilos que en mi casa no ha entrado nunca la censura, ni entrará. Mercedes, confía en mí ¿vale? Sólo he ido a hablar con mi tío para que empiece a buscarte plaza en Sigüenza, él se va para allí ahora a concelebrar una misa en la catedral. Quiero que estudies con las Ursulinas y que sigas escribiendo.

-Mi abuela no me deja -dije terriblemente aliviada.

-De tu abuela me encargo yo.

Pero mi abuela siguió en sus trece, al menos hasta que pudo.

(Continuará)

Fuente original en 'GuadaQué': Las palabras del viento - María Narro - capítulo 2.

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