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viernes, 18 de noviembre de 2016

Reforma escolar, 144

Blog "Ataxia y atáxicos".
Por Vicente Sáez Vallés, paciente de Ataxia de Friedreich, de Zaragoza.

Vicente Sáez Vallés
Una mancha de sangre en la pared, un cuchillo encima de mi pupitre, y mi confusión.
La clase estaba vacía, y mi silencio lo corroboraba. Permanecía sentado, en el último banco, pegado en la esquina y con mi hombro izquierdo apoyado en la pared, a punto de manchar mi beige cárdigan.
Tuve que apartar el cuchillo de mi presencia, porque, a pesar de que la persiana estaba bajada, un rayo de sol la atravesaba potentemente a través de una grieta, iba directamente al cuchillo y su reflejo me deslumbraba. Me sorprendió que estuvieran tan limpios.
Sentía frío, y tenía las manos entre las piernas... por eso me costó mucho apartar el cuchillo de mi vista.
Y allí estaba yo: En medio de la penumbra, de la suciedad, de un nauseabundo olor, del silencio, de la soledad, del vacío...

Desde que llegué, nada había cambiado. Esperaba algo, y sabía que era imposible que llegara nada.
El instituto llevaría meses cerrado. Nada funcionaba, porque nadie podía entrar. Salté la tapia por la mañana. Me introduje en el instituto para recoger recuerdos, y me emborraché de nostalgia. Algo indefinido, porque yo odiaba aquello.

El día, a pesar de ser soleado, era frío y ventoso.
Desconocía a qué me exponía, pero algo interior me incitó a lanzarme.
Creo que no había nada en pie: Cristales rotos, pupitres, pizarras, mesas, puertas... esparcidos por los pasillos interiores.

El viento helado penetraba por las ventanas y daba vida al instituto.
Todo estaba destrozado. Todo, menos la clase de música. Cerrar la puerta tras de sí, significaba introducirse en otro mundo.
Los cristales intactos, las persianas bajadas, los pupitres individuales, en su lugar, todo cubierto de polvo (hasta el piano) la pizarra limpia y los pentagramas amarillos se veían mejor que nunca: armonía.
Todo era perfecto en la clase de música: Hasta las grietas de la persiana parecían simétricas. La penumbra servía de unión magistral.
Los fluorescentes, las perchas, el polvo, la suciedad...
Todo hacía que esa compacta unión, constituyera un cosmos oculto y lejano: indescriptible.
Como una isla de armonía en un océano de destrucción.


Todo así era perfecto... todo, menos la mancha de sangre: Venía a destruir el clima del lugar.
Parecía que todo estaba colocado para resaltar la mancha. Una mancha amorfa -en forma de circunferencia, de unos veinte centímetros de diámetro- que en la pared verde clara, deslumbraba a cualquier vidente.

Contemplé la mancha un buen rato y me llenó de horror.
La mancha me estremeció. Tanto, que me hizo levantarme de un salto. Miré la mancha desde un poco más lejos, y mi sentimiento de pavor, volvió. Corrí hacia la puerta, y pensé que se me echaba encima. Intenté abrirla pero no podía: estaba fuertemente atrancada. De pronto, vi mi final.
Golpeé violentamente la manilla de la puerta, y cayó al suelo. Allí seguía la mancha, y yo no podía salir.
En un ataque de histeria, comencé a golpear furiosamente la puerta. El terror era tan grande que no me dí cuenta que la puerta llevaba un cristal viselado... y, de un puñetazo, lo había roto... y tenía un corte en mi piel, hasta el punto de que mi brazo quedó inundado en sangre.

Volví a ver la mancha de la pared... mire mi cuerpo ensangrentado... Mi alma quedó llena de pánico y dolor tan intenso, que sólo vi como solución hallar la manera de escapar... y golpeé más fuerte... patadas, golpes, arañazos...
Los goznes fueron cediendo, y la puerta cayó al suelo, en un gran golpe.
Fue horroroso volver al silencio.

Quedé estático al ver la puerta totalmente manchada, de mi propia sangre. Miré mi cárdigan beige, y me consterné al contemplar que ya no era beige, sino colorado. Quise tranquilizarme en el silencio abrumador, pero no pude, porque oía más pequeños ruidos. Miré raudo al suelo. El ruido era producido por unas gotas de sangre que caían de mi codo.
Me asusté mucho, al tornar la vista, pasó fugaz por mi mente la mancha de sangre en la pared.
Di un alarido, y corrí rápidamente por los pasillos con la continua imagen de la sangre en mi cerebro. Caí al suelo varias veces manchando de sangre lo que me encontraba a mi paso. Atravesé el patio en zig-zag, borracho. ¡Debía salir!. Allí hubo mucha gente, pero ahora no había nadie.
Lleno de dolor, casi no pude saltar la tapia.

Había pasado casi un año.
Recordaba aquello con humor. Los veinte puntos de mi brazo, me lo memoraban constantemente. Cuando me los quitaron, noté que algo muy intenso salía de mi interior.
Durante ese tiempo, había intentado olvidarlo, consiguiéndolo sólo a ráfagas. Pero las heridas cada vez se notaban menos...

Me había enterado de la reforma. En ese momento, estaban dando los últimos toques, puesto que se abriría dentro de un mes. Me alegré, porque ello serviría para enterrar mis temores.

Súbitamente, sentí unos enormes deseos de volver... era como un reto...

Ya no necesitaba saltar la tapia. Le dije a un albañil si me dejaba entrar. Me preguntó qué para qué. Le mentí: Le dije ser un profesor que quería comprobar el estado de la obra... No opuso ningún impedimento. Así que me lancé.
No tuve la necesidad de pasar el patio. Subí raudo los dos pisos, y, lentamente, me dirigía a la clase de música.
Antes me fijé en todo: los pasillos estaban muy limpios, las paredes reconstruidas, las puertas y ventanas eran nuevas. Había un alarmante silencio, pero muy distinto.

Y llegué a la clase de música. Era la misma... Con las mismas manchas de sangre, y un cartón en el lugar del cristal.
Di una potente patada a la puerta, y se abrió. Estaba oscuro, muy sucio y lleno de telarañas.
Encendí un fósforo, y lo primero que vi fue la mancha de sangre... ya no me estremecía. Corrí afuera, y le dije a un pintor que llevaba un cubo de pintura:
- Oiga -me faltaba aire- ¿por qué no han arreglado aquella clase?.
- ¡Oh! Está prohibido entrar allí.

Me sorprendí... Le cogí el bote de pintura, y volví a la clase de música. Creo que me lo intentó impedir, pero mi entusiasmo era mayor que el suyo por cerrarme el paso.
De un salto, penetré en la clase, y dejé el bote en el suelo. Corrí hacia la parte de las ventanas y, agarrando fuerte la cinta de la persiana, intenté hacerla subir. Estaba muy dura. Supuse que atascada. No me entretuve, y fui por la otra, que cedió fácilmente y la subí con celeridad.
La luz fue entrando paulatinamente hasta que inundó la clase. Vi a muchos trabajadores agolpados en la puerta.
- ¡Atrás!, les grité.
Atónitos se quedaron al ver que cogía el bote de pintura y me dirigía al pupitre en el que por aquel entonces me había sentado.

- Está prohibido estar aquí -se oyó tímidamente.
Hice caso omiso de la locución del albañil. Dejé el bote encima del pupitre. Aún estaba el cuchillo, y por la fuerte luz me deslumbraba. Lo agarré fuertemente y arrojé a la otra esquina de la habitación. Por el ruido, supuse que se rompió.
Miré por última vez la mancha, y sumergí mi mano en la pintura... cogí la mayor cantidad que pude (color azul marino), y frotando la mancha, intenté cubrirla de pintura. Repitiendo varias veces la operación, cubrí el trozo de pared que ocupaba la mancha.
En aquel instante, salpicaba satisfacción. Me fue bien, y todos los trabajadores estaban boquiabiertos.

De pronto se oyeron unos gritos:
- ¿Qué pasa aquí? ¡Soy el jefe!.
Un señor, calvo, gordo y bigotudo penetró en la estancia. Frenó bruscamente ante mí, porque iba embalado. Me miró extrañado. Y, antes de que dijera nada, le pregunté:
- ¿Por qué no arreglan esta clase...? ¡Si es tan bonita...! Además, está casi intacta.
- ¡Ya! -miró a su alrededor- ...pero, está prohibido -exclamó triste.
Yo sonreí, y, mirando a la mancha ahora azul marino, le dije:
- Ya no.

El hombre inspeccionó la zona que estaba ocupada por la mancha, y se dispuso a hablarme mientras frotaba los párpados, como si se hubiera descubierto algún hecho trascendental:
- ¡Pero, con tapar la mancha no basta...!
- No... Pero con que sepamos que sigue allí, es suficiente.
El hombre suspiró, se puso en pie, me dió una amistosa palmada en la espalda y, quitándose la americana, alegó:
- De acuerdo. No está prohibido. Pero habla tú con el director del instituto para empezar a trabajar cuánto antes.

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Nota final del administrador del blog:

Vicente falleció en el año 2006. Para acceder a una breve semblanza del autor del texto (escrita por su hermana, Cristina, también, como él, paciente de Ataxia de Friedreich), hacer click en: Semblanza de Vicente Sáez Vallés.

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