Por Miguel-A. Cibrián), paciente de Ataxia de Friedreich.
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Vista panorámica de Villanueva tomada un atardecer de otoño desde el camino de San Roque... Foto de Rafael Alonso Motta |
Notas previas: 1-Villanueva de Odra es la población rural donde nací, en el año 1954... y, salvo los cursos que estuve en internados durante mi época de estudiante, he vivido hasta mis 61 años. Actualmente, resido en la ciudad de Burgos. 2- A raíz de la compra de mi primer ordenador, en el año 1992, escribía algo casi todos los días... únicamente por matar el tiempo... textos sueltos... las más de las veces solamente para mí, sin pretensiones de edición.
3- Es preciso tener en cuenta dichas fechas anuales de escritura, para encajar en ellas las conclusiones finales.
4- En la primera parte de este texto hablo de un vecino de Villanueva: Aunque en el escrito no lo diga, es el señor Valeriano Fraile (padre del difunto Mauro, para quien no lo recuerde)... Y si fecho la anécdota en 1981, y afirmo que él entonces tenía ochenta y tantos años, podemos deducir que nació hacia 1895.
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En el año 1981 pasé un mes en un centro hospitalario de la capital de la provincia para realizarme unas pruebas médicas. Separado por cuatro plantas del enorme edificio clínico, había una persona de mi pueblo. Algo más de las paredes del edificio servía de separación entre nosotros: además de una diferencia generacional de sesenta años de edad, él estaba bastante sordo, y eso le llevaba a huir de la conversación. El trato de ambos no había pasado de un cortés "buenos días" cada vez que se cruzaron nuestros caminos.
Yo, tal vez influenciado por las características de mi enfermedad, era extremadamente tímido, y en tal ocasión de la coincidencia hospitalaria, no me atreví a visitar a mi buen vecino, aunque ambos viviéramos en extremos opuestos del pueblo. A sus ochenta y tantos años y con una sonda para orinar cuyo depósito llevaba en la mano, fue él quien dio el primer paso y bajó a visitarme.
Era duro de oído, pero el diálogo mantenido en la visita fue muy agradable. Es cierto que habló más que yo, pero porque así lo quise. La historia de su vida, que estaba narrando, era emocionante... Me pareció verle feliz relatando, y me limité a dar tironcitos a la conversación en forma de preguntas.
Me contó como de recién casado emigró a la Argentina. La provincia de Mendoza fue su paradero en aquel país americano. Un campo de viñedos le sirvió de lugar de trabajo en aquella tierra extraña. Yo no sabía que hubiera sido emigrante. Era uno de los mayores propietarios de pueblo y, sin dudar de su palabra, lo acogí con extrañeza. Por mi asombro, le pregunté por la causa para irse tan lejos. La causa, según él, fue un tío suyo que ejercía de capataz en aquellos campos. Quiso llevárselo con él, lo convenció y le pagó el viaje de ida a él y a su mujer. Un año estuvo en la Argentina. Al concretar el tiempo, volví a dar mi particular tirón, y pregunté por la estancia en el país americano:
- ¡No, si no me fue mal! -me contestó-. Estaba muy bien, sólo que aquella no era mi tierra, y quería venirme a España, y no tenía dinero.
Yo me acordé de su tío, y volví a interrogar... Por las explicaciones, parece que al tío le desagradó la decisión de regresar del sobrino, y le negó el dinero que le había dado para ir. Yo, prudentemente, no quise incidir en el tema, pues me parecieron asuntos de familia, aunque a primera vista parecieran bastante irritantes.
Continuó diciéndome que tomó la decisión de ir a ver al Cónsul Español para exponerle su idea de regresar a España:
- Esto que le dije al Cónsul, e inmediatamente me contestó: "Hace usted muy bien, yo no me voy porque no puedo".
- Pero es que mi problema es que yo no tengo dinero.
Ese no fue problema. El Consulado Español le consiguió dos pasajes en un barco para efectuar su ansiado regreso.
Allí, en el barco de regreso a España, nació el primero de sus hijos.
En atención a su agradable visita, yo también subí una vez a visitarlo. Fue totalmente diferente a nuestro anterior encuentro. Su habitación era de seis camas. Los compañeros estaban en muy mal estado de salud. Permanecían en la cama. Algunos estaban con alimentación intravenosa. La verdad, hubiera quedado muy mal la amena charla de hacía unos días cuando para entendernos debíamos elevar el tono de la voz. Hasta la persiana entornada dejando la habitación casi a oscuras, llamaba a guardar silencio... Aguanté el tipo, y se convirtió solamente en una visita de compromiso.
Yo también he sentido la añoranza de la tierra y de mi familia. En mis tiempos de estudiante interno en un colegio, nos invadía la melancolía a la vuelta al centro, después de las vacaciones. Lo llamábamos morriña. Parece una palabra del Gallego, porque no figura en el diccionario. Pero, posiblemente, añorásemos la familia más que la tierra. En tres días, los amigos suplían la ausencia de esos seres queridos dejados en pueblo y de nuestra vida en el colegio desaparecía la tristeza.
Ahora relataré otra experiencia distinta. Sólo voy a la ciudad por motivos médicos. Tras una consulta, mis padres querían efectuar algunas compras. Aprovechando el buen tiempo, me ofrecí a quedarme sólo en un paseo de la ciudad. Ellos, después de obtener mi promesa de no moverme, se fueron. Cientos de personas pasaron ante mis narices sin una palabra, ni una mirada interesada, ni una sonrisa. "¡Seré un desconocido!", me dije. Pero, ¡qué va! Allí en los bancos del paseo había más personas y les pasaba lo mismo. Un anciano en un banco esperaba a no sé qué: por decirlo así, a que Dios le llamara. Otra señora permanecía en el banco opuesto sin más compañía que su reloj de pulsera a quien consultaba a menudo Otra anciana se sentó en el mismo banco de la anterior, pero ni una palabra medió entre ambas. Es más, estaban en los extremos del asiento como si estuvieran reñidas, o haciendo de contrapeso como cuando de niños nos columpiábamos sobre el yugo del carro. Los viandantes jamás saludaron a quienes se cruzaban con ellos. Sólo se dirigían la palabra quienes caminaban juntos. Todos caminaban con una prisa enorme. ¿Adónde iban? No lo sé. "Yo me voy a mi pueblo, pensé ante este panorama, y no vuelvo aquí ni aunque me traigan atado de pies y manos. Seremos pocos, pero al menos nos saludamos". Ya lo afirma un dicho popular: "Si quieres conocer sin ser conocido, vete a la ciudad. Pero, si quieres ser conocido sin conocer, quédate en el pueblo".
La soledad no tiene nada que ver con el número de quienes están cerca. Es más, si solamente están y no te tratan, es más fácil sentir la soledad. Vale más un buenos días que un millón de individuos que pasen a tu lado como si no existieras.
Es una pena porque esta cultura de los buenos días propia de los pueblo se muere. No es que muera la costumbre, se mueren los pueblos. ¿Política? Hace tiempo que las poblaciones pequeñas dejaron de interesar. He pedido unos informes al Sr. cura del libro parroquial para realizar algunas comparaciones. No me dejan perplejo porque, más o menos, lo sabía. Los números cantan. Pasaría estas cifras a algunos políticos por encima del labio superior como si fuera una maquinilla de afeitar pues son vergonzosas para su hacer, y símbolo de dejadez:
En la década comprendida entre 1940 y 1950, se realizaron en esta parroquia de Villanueva de Odra, 160 bautismos. En el mismo período de tiempo, el comprendido entre 1980 y 1990, solamente 13 bautismos. No es ningún mal sueño mío, son datos constatables del archivo parroquial. Nadie salga con la aconfesionalidad y tal y tal, aquí no hay ni un sólo caso de padres que se hayan negado a bautizar a un hijo. Nadie salga con el descenso de los índices de natalidad y tal y tal: La cifra de 13 está inflada, porque algunos de estos bautizados son hijos de padres nacidos, pero no residentes en el pueblo. Si a ese dato, añado que el 50 por ciento de la población supera los 65 años. En poco tiempo llegará el amén a esta misa. "¡Que Dios nos coja confesados!".
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Iglesia de Villanueva... Foto de autor desconocido |
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