La pagina web de "Ataxia y atáxicos" (información sobre ataxia, sin ánimo de lucro) es: http://www.ataxia-y-ataxicos.es/


jueves, 4 de septiembre de 2014

'Las palabras del viento' (sexta entrega)

Blog "Ataxia y atáxicos".

Mamen García
Por María Narro, pseudónimo literario de Mamen García, paciente de Ataxia de Friedreich, de Guadalajara.
Extraído de 'GuadaQué'... (ver enlace al original en "fuente"... al final del artículo).

Notas del administrador del blog:

Con permiso explícito de Mamen, iremos reproduciendo en este blog los capítulos de la novela 'Las palabras del viento', previamente editados por ‘GuadaQué’, y dejando constancia, en forma de enlace, de la fuente original... Nuestra perioricidad pudiera ser de un capítulo (entrega) semanal. Si bien, no establecemos plazos concretos, ni fechas fijas de edición.

En cualquier caso, cada día a editar, como recordatorio, se consignarán los enlaces a los capítulos ya editados... con el fin de que ninguno de los lectores pueda perderse el hilo de la narración:

1- María Narro publica su novela por capítulos (presentación).
2- 'Las palabras del viento' (capítulo I).
3- 'Las palabras del viento' (segunda entrega)
4- 'Las palabras del viento' (tercera entrega)
5- 'Las palabras del viento' (cuarta entrega)
6- 'Las palabras del viento' (quinta entrega)


Sexta entrega de la novela de María Narro "Las palabras del viento"


Portada de 'Las palabras del viento'
Mercedes

   
Pasé días enteros releyendo la carta de mi padre, la guardaba debajo de la camisa grande que me ponía para limpiar; buscaba entre las sombras a mi hermana para que me aclarara algo, pero nada. Tenía cuatro años cuando murió, eso es lo único que me dijo mientras dormía. No se acordaba de más... algo lógico.

Una noche al acabar mis clases que, sin saber porqué, noté a Fernanda más cercana de lo habitual, le pregunté si ella había conocido a mi hermana Isabel.
-Sí –me contestó sonriendo con una dulzura, que nunca había visto en su cara-. Después de lo que pasamos... las mellizas de Alicia fuisteis el mejor regalo para todos.
-¿En serio? –pregunté queriendo alargar aquella sonrisa.
-Sin lugar a dudas, Mercedes –dijo acariciándome la cara.
-¿Y qué pasó? ¿Cómo murió mi hermana?
-¿No lo sabes?    
Me vio hacer un gesto de negación a la vez que recogía todos sus papeles y los guardaba en una carpeta roja.
-Pregúntaselo a tu abuela, aprovecha las vacaciones de Navidad, que están próximas, y habla con ella –me dijo poniéndose de pie.
-No me contará nada... la conozco de sobra.
-No, Mercedes, no la conoces en absoluto –dijo mirándome sin verme- conoces la amargura y decepción que se apoderó de ella cuando murió Isabel y ya no pudo aguantar más. Tu abuela es bruta como ella sola y más terca que una mula, pero tiene el corazón más noble de toda la Alcarria.

Antes de irme a mi cuarto pasé por la cocina a tomar un vaso de leche. Cuando rebuscaba una magdalena en la despensa y recordaba las palabras de Fernanda que me hacían mirar a la abuela desde otra perspectiva y embrollaban todo mucho más, entró sor Dolores. Estaba haciendo la ronda para apagar todas las luces del colegio; mientras me tomaba el vaso de leche me habló del baile del sábado. Irían los chicos de la SAFA, aunque no sólo ellos, pues el año anterior armaron bastante revuelo por lo que este año irían con algunos alumnos del seminario; todas las residentes de las Ursulinas que quisieran, incluida yo y algunos curas y hermanas para servir refrescos y vigilar que nadie se portase mal... “Éste año saldrá mejor”. Me parecía fantástico todo lo que me contaba, pensaba mojando la magdalena, pero...
-Es que yo no sé bailar, bueno sí... suelto he bailado en las fiestas de mi pueblo... y agarrado... pues no, ¡ah bueno, sí...! Agarrado bailé una vez con una escoba en casa de la abuela para su cumpleaños... pero con chicos no sé –dije acabándome la leche.
La madre superiora me dijo entre bostezos y mandándome a la cama que bailar con chicos es igual  que bailar con una escoba...  y recalcó: exactamente igual.

Cerca del sábado y mientras todo el convento se había volcado en preparar el baile, que tendría lugar en el gimnasio, nos avisaron de la asistencia al mismo del señor obispo. Sor Dolores nos reunió a todas.
-A ver... silencio y tranquilidad –dijo dando dos sonoras palmadas al aire y mostrándose más nerviosa que ninguna-, su ilustrísima el señor obispo al no poder venir para la fiesta de Navidad como todos los años, vendrá el sábado... y no tenemos preparado nada –concluyó sentándose de golpe en una silla.
Un denso silencio y alguna muda protesta siguieron a sus palabras. Alguien dijo que el coro podía cantar antes de empezar el baile, se podía alargar el besamanos... o recitar poemas de Santa Teresa de Jesús.
-¿Cómo has dicho, Mercedes? –preguntó la madre superiora poniéndose de pie.
Fernanda contestó por mí, asintiendo mientras sonreía de oreja a oreja, y diciendo que yo lo haría fenomenal.

Faltaban dos horas para que llegara el obispo, todo estaba preparado. Sor Dolores había accedido a que recitase con la condición de que nadie dijera que no era una alumna más de las Ursulinas. Los poemas los eligió ella y a mi me pareció bien pues los acababa de estudiar con Fernanda y me los sabía de memoria. Lo malo fue... bueno, la verdad es que fue estupendo.
La hermana portera me dijo que Javier Salgado me estaba esperando en la puerta. Ésta vez sí sabía que ese Javier era Morse, también sabía que aquella tarde no me podía marchar por lo que salí terriblemente apenada a contárselo. En la portería me encontré con un grupo de chicos de la SAFA que al identificarse fueron conducidos hacia el gimnasio. Vi a Morse sentado en un banco y me acerqué mirando al suelo. Se lo conté y... al mirarme con tristeza bañada en resignación lo tuve claro, yo no podía verle así:
-A no ser que quieras venir a un baile –le dije mirando a otro grupo de chicos del colegio de la Sagrada Familia que entraban por la puerta.
-¿Qué tengo qué hacer? –me preguntó inquieto y sonriendo.
-Escucha –le dije apretando sus manos-, creo que quedan por venir algunos seminaristas, tú te juntas al grupo confundiéndote con ellos y no dices nada... o asientes o niegas pero nada más... y te santiguas mucho, te santiguas cada vez que hables.

Dentro ya del gimnasio y mientras estaba en una larga fila de chicas para besar el anillo del señor obispo, buscaba a Morse muerta de nervios. No le vi y pensé que su timidez había vencido a sus ganas de verme. Primero cantó el coro que fue ovacionado por todos los asistentes, después se narraron algunos versículos de la Biblia y por último me tocó a mí que recité harta y cansada de estar encerrada allí...

*¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero...*

Cuando acabé el poema se oyó un ¡bravo! Y numerosos aplausos le siguieron, pero yo ya sabía que Morse había conseguido entrar. Antes de irse el señor obispo dijo que quería ver bailar a esa sana juventud, futuro de todos. Una hermana se acercó al tocadiscos y sonó el 'Desde que llegaste sólo vivo cantando' que había ganado un festival muy importante aquel año... fuimos muy pocas las que nos animamos a bailar; luego, la voz de Adamo colocando 'mis manos en tu cintura' llenó el gimnasio de ilusión. Dos chicos se acercaron a mí pero Morse se adelantó a ellos y, santiguándose, me invitó a bailar. Fernanda se le quedó mirando y le iba a decir algo cuando sor Dolores la llamó para acompañar a su ilustrísima que se iba ya.
Mi primer baile, la primera canción lenta que bailé con un chico, fue con Morse. Y no, no era una escoba. Quedó claro ante los demás chicos y chicas que éramos novios pues no nos soltábamos de la mano y bailamos juntos todas las canciones. También quedó claro que mi chico estudiaba en los Maristas de Guadalajara.
Morse cuando se ponía a mentir, era el mejor.

Dos días antes de Navidad me dieron una semana de permiso y me fui a Pelegrina. Mi abuela seguía pasando todo el día en la cama, se negaba a usar la silla de ruedas, por lo que su habitación se había convertido en cuarto de estar. Fernanda les había conseguido un pequeño televisor y las dos pasaban aquel frío invierno pegadas a él y oyendo la radio. Ese año no habían hecho matanza y como apenas podían salir de casa, ambas se habían vuelto unas fervientes seguidoras de Elena Francis. Quizá fue ese el cambio que noté, pues se interesaban por mis cosas como nunca, hasta la tía Micaela me dijo:
-No te habrás enamoraó de algún seminarista ¿verdad?
Se notaba que Fernanda iba por allí todos los días y les había contado lo del baile, pero a mí me llamaba la atención la abuela. Más sosegada, más calmada... y me había abrazado cuando le fui a dar un beso.
Cenamos un trozo de tortilla de patata y algo de turrón, calenté una bolsa de agua para la cama de cada una y me fui a dormir mientras ellas se reían viendo a un tal Tony Leblanc en la televisión.

A la mañana siguiente me desperté temprano. Había estado nevando toda la noche, el suelo estaba cubierto con dos dedos de nieve y supuse que Fernanda tardaría en llegar. Me abrigué y fui a dar de comer a las gallinas. El aire era tan frío que hacía daño en la cara, pensaba en mi padre y en la abuela, en lo que habría ocurrido entre ellos para que se quisieran tan mal. Sabía que Isabel era la clave de todo y aunque recordaba eso de que no conocía a mi abuela en absoluto, no me atrevía a preguntar.
La llave del candado estaba donde siempre. Se alborotaron y asustaron cuando entré, ya no me conocían...
-¿Qué haces aquí? –preguntó alguien desde la puerta.
Me asusté pero reconocí su voz aunque no la veía bien.
-Sólo quería ayudar –la dije mientras las dos recogíamos los huevos- tía... verá... es que yo... bueno no... nada.
-María de las Mercedes, ven p’acá –me dijo desde el centro de las cortes que hacían de gallinero-. ¿María de las Mercedes no estarás embarazá?
-¡Tía, por Dios, que no es eso! Es que quería hacerle una pregunta a la abuela...
-Pues si no es muy difícil... ya sabes que nosotras no tenemos estudios aunque tu abuela sepa leer, hablar en primera y segunda persona y poco más... pero no te lo vayas a creer: la Fernanda nos ha traído una enciclopedia pa enseñarme a mí también a leer –decía cambiando el agua a las gallinas.
-Será una cartilla –dije sonriendo- tía... ¿usted cree que debo preguntarle a la abuela cómo murió mi hermana Isabel?
-No –dijo sin mirarme.  
Si el silencio se puede tocar, yo lo toqué, es más: me aplastó durante los largos minutos que estuvo de espaldas a mí.
-Pero Fernanda dice que hable con ella –supliqué.
-Y hablarás porque ya tienes edad, pero en Navidad no ¿masoído? En Navidad no –dijo saliendo de las cortes-, anda, vamos pa la casa a desayunar caliente.

Por la tarde llegó Fernanda y fui con ella a la tienda del padre de Morse a por pan, manteca, harina y almendras para el pastel de nochebuena. Iba tachando los ingredientes que llevaba apuntados en una lista cuando se acordó...
-¡No sabía que tu hijo fuera seminarista! –dijo levantando la vista del papel.
El padre de Morse la miró con el ceño fruncido y me vio a mí que desde detrás de la hija de leche de mi tía le decía con grandes gestos que dijera que no a la vez que le guiñaba un ojo.
-Ni yo, ni yo... –contestó sonriendo...
En ese momento sonó la campanilla de la puerta y entró doña Asunción envuelta en un gran abrigo negro. Corrí a abrazarla.
-Mi pelirroja preferida –dijo sin soltarme-, iba a acercarme a casa de tu tía a dejarte algunos libros.

A Fernanda le pareció estupenda la idea de leer en esos días y fuimos las tres a echar un vistazo a su biblioteca. Ella cogió un par de libros de Shakespeare, y yo me quedé con 'La colmena' de Camilo José Cela.
-¿Vendréis a la misa del gallo? –preguntó doña Asunción.
-Hace mucho frío  –le dijo Fernanda.  
-Pero tenéis coche...
-¡Anda por favor!
-Está bien.

Mi abuela y la tía no nos quisieron acompañar a la misa.
Habíamos pasado un día de nochebuena tranquilo, casi alegre, con la cara tiznada de harina las cuatro mientras preparábamos el pastel. Convencimos a la abuela para que nos ayudara. Su hermana y Fernanda le recordaron que fue la mejor pastelera; entre las tres la sentamos en la silla de ruedas y se vino con nosotras a la cocina.
Viéndola reír con la cara manchada de harina fui yo la que me dije “no la conozco en absoluto”. Ya no recordaba la última vez que la había visto reír, estaba demasiado relajada como para sacar viejas sombras del pasado, la tía Micaela llevaba razón.

Dentro de la iglesia hacía un frío horrible y don Cosme dijo la misa más deprisa que nunca. El padre de Morse ofreció un salón grande de su casa y allí nos fuimos todos a cantar villancicos. No sé cómo fue, pero en un momento en el que me abrazaba Morse lejos de las miradas de los demás repetí la pregunta que no me dejaba dormir sin darme cuenta.
-Tenía leucemia.
-¿Quién? –pregunté.
-Tu hermana, Merche; tu hermana tenía leucemia –me dijo Morse extrañado-. ¿Estás bien? –preguntó al darse cuenta de que no dejaba de mirarle sin parpadear.
En realidad estaba pensando en qué culpa podía tener un padre de que una hija muriera de leucemia... no entendía nada, o quizás no quería saber nada más que enturbiara mi frágil felicidad. Sólo sabía que mi hermana Isabel era feliz si yo lo era. Le abracé y besé acariciando su lengua con mi lengua...
-¡Vaya! –le oí decir aún con los ojos cerrados- ...ahí viene Fernanda con chocolate caliente y no quiero que me pregunte otra vez por el Seminario -dijo alejándose de mí-. Creo que se lo está pasando muy bien –añadió cuando la vio bailar trayéndonos las tazas.

Aquella noche aprendí que todo tiene un tiempo y un lugar en esta vida, y que si el pasado siempre nos ha de acompañar nunca será tan importante como el presente.

  
El día veintiocho de diciembre tenía que volver a las Ursulinas para ayudar a preparar la cena de fin de año, pero hacía dos días que nevaba sin parar y no se sabía muy bien dónde estaban las carreteras. Estábamos incomunicadas. El coche de Fernanda lo habíamos metido en la antigua cuadra de Bonaparte y la tía, el último día que pudo salir de la casa, viendo el cielo extrañamente plomizo y blanco echó bien de comida y agua a las gallinas. La despensa estaba llena, “pasamos demasiado hambre en la guerra pa que nos vuelvan a pillar desprevenidas... quita, quita”, decía mi abuela. Así que Fernanda y yo también nos hicimos seguidoras de Elena Francis.
Dejó de nevar y empezó a helar el día treinta por la tarde, la máquina quitanieves tardaría unos cuatro días en limpiar la carretera por lo que tuvimos que improvisar una Nochevieja singular. Encerradas; entre libros, radio y televisión.

Matamos una gallina para cenar el último día del año. Mientras la tía y la abuela dormían su siesta, Fernanda y yo la preparamos.
-El libro de Cela está cargado de tristeza –dije mirando por la ventana la colosal nevada-, debió ser muy triste vivir en Madrid después de la guerra civil.
-Más que triste, Mercedes, en muchos lugares fue mucho más que triste -se limpió las manos con un trapo y me miró apoyándose en la vieja mesa de madera con ganas de hablar-, el odio y la intolerancia que existe en cualquier guerra se desbordaron cuando acabó la guerra civil. Los vencedores se ensañaron con los vencidos y muchos de éstos murieron lejos de su familia, lejos de su tierra, hambrientos y solos, acompañados por la solidaridad de los que como ellos sufrían la represión... –miró al suelo un momento y suspiró-. Vivir en Madrid, Barcelona o Valencia fue mucho más que triste, pero en muchos otros lugares como en Sigüenza tuvimos que volver a aprender a vivir sin nada... sin nada, Mercedes, sin nada. Para muchos cuando acabó la guerra civil empezó la Guerra...
-¿Tais sordas o qué? –preguntó la tía Micaela asomando su cara por la puerta de la cocina-, ¡está empezando la Elena Francis!


Después de cenar, cuando anunciaron en la televisión el mensaje de fin de año del generalísimo Francisco Franco, Fernanda se levantó de la mesa y dijo:
-Con todos mis respetos... yo no tengo por qué escuchar a éste hombre; voy a fregar.
Mi abuela y la tía sí escucharon el mensaje, pero sin un gesto en la cara. Lo había dejado todo atado y bien atado ya que había nombrado sucesor al Príncipe don Juan Carlos de Borbón.
-Piensa morirse ya ¿y a quién rendirá éste cuentas? Y pensar que un día creí en él -dijo la abuela suspirando demasiado fuerte.

Cuando me fui a dormir aquella noche encontré una nota sobre mi almohada. Era la letra de Fernanda, había anotado un teléfono donde poder contactar con mi madre que ultimaba su trabajo en Madrid para volver al pueblo a cuidar de la abuela, y en la parte de abajo, a la izquierda, había una dirección de Sigüenza. Ahí vive tu padre, ponía. Sentí ganas de salir corriendo a su habitación para enseñarle la carta de mi padre que siempre llevaba conmigo, pero algo me paró.

Sin lograr borrar el pasado, 1970 llegaba oliendo a una sutil esperanza.
 

Mamen García
Laura

Una mansa lluvia lloraba sobre las flores, gritaba esperanza y a veces se detenía el tiempo.

La enfermera acababa de tomarme la temperatura. Me incorporé en la cama y cogí un libro. “Está viva, sólo importa eso”, me repetí de nuevo dejando el libro a un lado. Cerré los ojos y abracé mi cintura.
Llamaron con suavidad a la puerta. Doña Asunción entró tímidamente llevando un pequeño ramo de rosas, se acercó a la cama y me abrazó en silencio.
 
-Es preciosa –dije cuando pude hablar sin llorar- y especial.
 
-Especial y única porque es tu hija, Mercedes, sólo por eso.
 
-Tengo... tengo miedo... mucho miedo... yo no sé si sabré... ¡Oh Dios, es tan pequeña y frágil!
 
-Tienes que saber que hay centros donde la pueden cuidar...
 
-Lo sé, ya me han informado... pero mi hija va a necesitar a su madre más que nadie, y yo a ella.
 
-Y siempre podrás contar conmigo... que no se te olvide.
Se alejó de mí mientras se mordía un labio en una media sonrisa y disimulaba las lágrimas.
 
-Roberto está fuera –dijo colocando el ramo de rosas en un vaso de agua-, ha ido con tu padre a ver a su hija.


Cuando nació Laura sentí que mi vida era un cuento de hadas al revés. Se me abrió un futuro bajo mis pies sin tregua, surgían sensaciones a borbotones que no podía controlar; tan pronto el miedo se apoderaba de mí ante la fragilidad de mi hija y me dejaba días sin poder hablar, como una fuerza inusitada se asentaba en mis ojos y me hacía seguir y seguir...
En aquel tiempo doña Asunción fue mi mejor apoyo. Vivimos durante el verano y parte del invierno de 1980 en una pensión cerca del hospital Niño Jesús de Madrid, donde Laura estaba ingresada. Ella quiso estar conmigo y yo necesitaba una amiga. Mi padre había tenido que irse a Galicia, a trabajar.

Una tarde que me hundía la impotencia, al llegar al hospital vi a dos mujeres al lado de la cama de mi hija. Al acercarme una de ellas me miró.
 
-Merche...
Algo resonó dentro de mí al oír su voz y la miré más despacio.
 
-¿Mamá...? –pregunté casi sin voz acercándome a ella.
Entre tinieblas me abrazó y por un momento me perdí en sus brazos, pero enseguida, como si hubiera recibido una descarga eléctrica me separé de ella. Venía con Fernanda.
 
-¿Qué haces aquí? –pregunté tomando la manita de mi hija.
 
-Quería conocer a mi nieta...
 
-¿Por qué? –le pregunté sin fuerza pero con desprecio.

Había tantas preguntas encerradas en ese porqué, que la habitación se llenó de tensión. El silencio se hizo de acero e interminable, y mi madre bajó la vista al suelo.
 Fernanda rodeó mis hombros a la vez que se interesaba por lo que decían los médicos.
 
-Dicen que ya tiene los pulmones más fuertes –le contaba sonriendo a mi niña-, antes de que acabe el verano empezaremos la rehabilitación y luego ya se verá...
 
-Eso está muy bien. Pero, Mercedes –dijo apretando mis hombros-, no olvides cuando mires al futuro que los médicos se equivocan porque sólo son humanos. Los niños nunca evolucionan igual... cada uno es un mundo diferente...

Al cumplir la niña ocho meses empezó la rehabilitación.
Doña Asunción había tenido que volver a Sigüenza al acabar el verano, desde que había muerto su tío don Cosme ejercía su profesión de maestra allí. Yo decidí quedarme a vivir en Madrid, sería más fácil para mi hija. Con mis ahorros y la ayuda de mi padre compré un pequeño apartamento en las afueras. Encontré un periódico en el que colaboraba semanalmente y suplía de vez en cuando a algún profesor de literatura; papá me enviaba algo de dinero por lo que cuando dieron el alta a mi hija no nos faltó de nada.
Desde nuestra casa había que ir al hospital todos los días para la sesión matutina de rehabilitación; decidí sacarme el permiso de conducir y dejar a Roberto que me ayudara. Nunca le había impedido que viera a su hija, pero yo no sabía lo que sentía por él, sólo sabía que era el marido de mi única amiga. Lo supe aquella noche en la que después de que nuestra hija se quedara dormida nos miramos a los ojos. Me cogió en brazos y volví a respirar el olor de la pasión. Nos besamos con la rabia de dos ciegos que buscan la luz...
 
-No puedo... –dije separándome de él.
Me dejó en el suelo.
 
-Pero tú me deseas... –dijo apretando los labios y sin soltar sus manos de mis brazos.
 
-Sí, Roberto, pero eso no es suficiente...
 
-Nos vamos a divorciar en cuanto entre la ley...
Separé sus manos de mis brazos, y fui hacia la cocina.
 
-Mañana volveré para llevar a Laura al hospital –le oí decir al cabo de varios minutos cuando se marchó.

Todos los días le veía coger a su hija y algo se me marchitaba por dentro. Su ternura, su cuidado, su dedicación, verle en una faceta que ni siquiera imaginé me llenaba de inseguridad. La sonrisa de Laura cuando empezó a conocernos nos estaba convirtiendo en una familia de papel.
Aprobé el carné de conducir, y volví a llevarla yo a rehabilitación. Trabajaba con ella junto a la fisioterapeuta que la trataba; me enseñó a hacerle ejercicios que le repetía a mi hija cada noche aun estando dormida. El periódico y mis suplencias como profesora se llevaban el resto de mi tiempo, poco podía pensar en Roberto aunque mi loco corazón había vuelto a escribir poesía. Y esa poesía me ayudaba:

Aprender a mirar con los ojos de dentro
y vivir... vivir sí
con ansía, con furia
embistiendo a la tristeza
llorando a carcajadas
arañando en la alegría...


Varios meses después Fernanda me esperaba una mañana en el hospital, quería hablarme de mi madre. Dejamos a la niña en el gimnasio y fuimos a la cafetería.
 
-¿Te ha pedido ella que vengas?
 
-Eso es lo último que haría...
 
-No lo sé, no la conozco.
 
-Es tu madre, no te pongas a la defensiva ni juzgues sin saber; por favor, Mercedes –me dijo con una expresión de cansancio en la que descubrí lo mucho que había envejecido desde la última vez que la vi.
 
-Vale... perdona.
 
-Sé que te resulta muy difícil, pero las dos habéis vivido una mentira y creo que debes escucharme, y luego piensa y juzga –Fernanda miró un momento a la ventana, respiró hondo y siguió hablando-. Hace muchos años te dije que no conocías a tu abuela en absoluto, tu madre sí la conocía y ni por un segundo sospechó que no fueras más feliz con ella que con nadie. La guerra civil nos cambió a todos, a todos. A tu madre la convirtió en una niña huidiza e insegura y luego al perder a Isabel y dejarla el hombre que amaba se marchó para volver a vivir y no volverse loca.
 
-¿Y yo?
 
-Te lo repito, Mercedes, ella no podía imaginar que no fueras feliz con su madre, de hecho fui yo la que le dije que te pasaste años buscando a tu padre y queriendo alejarte de Bernarda. Empezó a ser consciente de que te había abandonado entregándote a su madre,  en el entierro de mi madre Micaela al no verte allí, y por eso vino.
 
-¿Me estás diciendo que mi infancia y soledad fueron un efecto colateral de la guerra civil?
 
-De tu soledad no, pero de la mía y de la otros muchos sí... –rebuscó en su bolso un cigarrillo, estaba temblando-. Tu madre se equivocó al pensar que todo lo que ocurrió sólo la había cambiado a ella –dijo antes de encender el cigarro.
 
-¿Y qué quieres que haga yo? No estoy preparada para querer a una madre que no conozco, que me dejó cuando tenía cuatro años... tengo veintiocho... toda una vida –pregunté al cabo de varios minutos.
 
-Sólo quiero que pienses que la gente que reconoce sus errores merece ser escuchada, pero yo jamás te obligaré a nada ni ella tampoco. ¡Venga!  –dijo levantándose y apagando su cigarrillo-. Vamos a ver a Laura.

Doña Asunción había descrito alguna vez a Fernanda como una mujer de hierro sereno, aunque poco a poco nos iba hablando sin palabras de su sensibilidad.
Cuando volvimos a la sala de rehabilitación mi hija nos hizo llorar de alegría al verla gatear por primera vez, tenía casi año y medio. El desarrollo psicomotor de la niña se estaba despertando.
 
-El término psicomotor es impreciso –nos explicaba la fisioterapeuta- pues  engloba a la vez capacidades como la compresión, la comunicación, el comportamiento y la ejecución motriz; no obstante, si ya os reconoce y empieza a coordinar brazos y piernas, vamos muy bien
 
No había que lanzar las campanas al vuelo y sí seguir trabajando. Fernanda se fue y yo me quedé hablando y riendo con la fisio. Respirando esperanza.
Dentro de una semana invitaría a Roberto a cenar para que viera a su hija gatear por la alfombra del salón. Tenía demasiadas ganas de verle. Al llegar a casa, y después de que vino la señora que se quedaba con Laura cuando yo trabajaba, me fui al periódico. Hacía mucho tiempo que no silbaba y me gustó sorprenderme. La conversación con Fernanda había removido cosas que ya creí olvidadas para siempre, pero esquivaba pensar en mi madre y seguramente lo hubiese seguido haciendo si aquella misma tarde no me hubieran encargado un articulo sobre los niños en la guerra civil española.

Revisé la documentación que me habían dejado con sumo interés, y aunque se me desgarraban las entrañas cada vez que sabía más, necesitaba saberlo todo, tirar de hilos, investigar y estudiar lo que nunca debió ocurrir.
Habíamos vivido en una burbuja de silencio durante demasiado tiempo. El gobierno de Suárez nos alejaba de una dictadura de cuarenta años, pero tan despacio... “Hay que empezar a destapar poco a poco, sin llamar mucho la atención”, decía mi redactor jefe. Tenía claro que quería centrar mi escrito en los niños que sí vivieron la guerra en sus casas, más que en los exiliados a otros países, o los enviados a Valencia, como la madre de doña Asunción. Necesitaba documentarme más y decidí pasarme por la hemeroteca al acabar mi turno en el periódico. Llamé a Roberto para que se quedara con Laura hasta que yo llegara. Notó cierta ansiedad en mi voz y dijo que no me preocupara que él la dormiría y se quedaría en casa toda la noche.
Antes de irme el jefe me recordó:
 
-Sin llamar mucho la atención, Mercedes, o nos cae un pollo...

Aparqué el coche dos calles más abajo, cogí mi vieja gabardina y caminé con prisa hacia la hemeroteca. Dos personas ocupaban mi corazón: mi madre y mi hija. Saqué un café de máquina y busqué periódicos y fotografías de la guerra civil... de Guadalajara y de Madrid. Los leí durante horas.
Llegué a casa rota.
 
Nunca había reparado en las imágenes de la guerra civil; siempre me habían dicho que recordar aquello era abrir viejas heridas, pero yo necesitaba saber para entender, o recordar para poder olvidar como decía el abuelo, y en las fotografías que miré esa noche sólo veía a mi familia. Mi madre llorando entre las ruinas de la guerra, con un fusil a sus pies...
Roberto se asustó al verme llegar así, pero le dije que necesitaba escribir y se pasaría. Se quedó dormido oyendo el ruido de mi máquina de escribir, a mi lado...


*Dicen los viejos que en éste país
hubo una guerra
que hay dos Españas que guardan aún
el sabor de viejas deudas…*

Los niños de la Guerra Civil Española
son las víctimas inocentes de la violencia que desencadenaron los adultos,
son los que sufrieron de forma pasiva sus consecuencias.
Atrapados en medio de la pesadilla que asoló España,
sus juegos y recuerdos quedarán señalados con una marca indeleble
que arrastrarán durante el resto de sus vidas...

No podrán olvidar aquellas largas colas agarrados a sus madres
para adquirir alimento,
el hambre... los vales de socorro, las carreras nocturnas para refugiarse.
Las noches de terror tan largas y oscuras como su miedo;
“las incendiarias” con sus
 colores, los obuses, los pacos, la quinta columna,
los no pasarán...
frases que oían tan a menudo sin saber lo que significaban...

El horror se esconderá en las esquinas de los años jugando con granadas,
desfilando con un fusil sobre el hombro
en una guerra entre hermanos
donde el rencor y un odio sin sentido dividió a las familias.
Una guerra que creó a niños viejos,
a niños soldados...
la quinta del biberón.

Siempre habrá un momento en sus sueños
en los que seguirán tropezando con los muertos de la cuneta
que alguna vez preguntaron
¿por qué me matan?...


Cuando acabé el articulo me tumbé en el sofá, junto a Roberto, aún llorando. Me quedé dormida un poco antes de que el timbre de la puerta sonara. Era sábado y no había que ir al hospital.
Salí a abrir bostezando mientras oía a la niña llorar.
 
-¿Os he despertado? –preguntó doña Asunción al abrir la puerta.
 
-Ojalá me despertaran siempre así –dije dándola un beso e invitándola a pasar-, me acosté muy tarde... ni me he cambiado.
 
-Vamos a ver a mamá –le decía Roberto a Laura entrando en el salón.
 
-Perdón... yo no sabía... es mejor que me marche –dijo doña Asunción.
 
-Que no sabías que la niña es mi hija, o que Mercedes estuvo trabajando y yo hice de canguro... Vamos a la cocina y suelta las porras y el chocolate que anoche no me dieron de cenar –le contestó Roberto con la niña en brazos.
Reí el desparpajo con el que el hombre que me quitaba el sueño había resuelto una situación incómoda. Hice la papilla a mi hija y me fui a duchar mientras Roberto y doña Asunción preparaban el desayuno en la cocina.

Alguien entró en el baño mientras me duchaba, contuve la respiración y cerré los ojos durante breves instantes de eternidad al notar el aroma varonil. Se fue. Salí de la bañera aún temblando. Vi que había escrito en el espejo con mi lápiz de labios: lo siento.

-¿Vienes ya o no? –oí preguntar a doña Asunción desde la cocina mientras limpiaba el espejo.

(Continuará)

Fuente original en 'GuadaQué': Las palabras del viento - María Narro - capítulo 6.

********************

1 comentario: