Por Mamen García, paciente de Ataxia de Friedreich, de Guadalajara.
Notas del administrador del blog:
El pseudónimo literario de Mamen García es María Narro.
He solicitado permiso a Mamen García (María Narro) para copiar, por capítulos, en este mismo blog, su novela autobiográfica. Y se hará... a no ser que muera en el intento :-) ... ninguna de ambas cosas me da miedo :-)
He dicho "copiar", como de costumbre (por respetar los formatos del blog). Es imposible mejorar nada, puesto que la presentación original, por parte de la propia autora, es inmejorable. Y puede verse en el blog: http://claridadlanovela.blogspot.com.es/.
Aquí se editará en días NO consecutivos, haciéndose constar los enlaces a capítulos anteriores:
Capítulo 1 - I // Capítulo 1 - II // Capítulo 1 - III // Capítulo 1 - IV // Capítulo 2 - I // Capítulo 2, II
// Capítulo 2, III
2, IV - CLARIDAD -
Al llegar a casa esa tarde me sorprendió su silencio, sólo se escuchaba la radio. Mamá estaba muy sería.
Atropelladamente, mis hermanos me dijeron que había habido un tiroteo donde se reunían los políticos, que habían matado a todos, y que iba a empezar la guerra.
Asustada, miré a mi madre, quien me aclaró que se habían oído disparos durante la investidura de Calvo Sotelo que seguían por la radio, habían secuestrado a todos los diputados, y no se sabía más.
Era mejor no hacer caso a mis hermanos... Pero a papá le habían requerido urgentemente en el cuartel, eso sí era cierto.
Me quité el abrigo de paño verde, lo llevé muy deprisa a mi habitación, y volví rápidamente al salón con todos.
Más tarde papá llamó por teléfono, y nos dijo que no saliéramos de casa, había habido un golpe de estado.
Sentada en el sofá, junto a Pedro y Valeria, que me preguntaba en susurros que a quién le habían dado el golpe, no me atrevía a moverme. En mi mente bullían mil preguntas... “¿Por qué ahora, si me parece que le gusto a Paco? ¿Mi padre tendrá que ir a la guerra? ¿Mis amigas también tendrán miedo...?”.
Habrían de pasar varios años para poder asociar aquel 23 de Febrero del 81, su frase "¡Todo el mundo al suelo!", a osados e irónicos chistes, pero entonces acariciamos el miedo.
A los pocos días, todo volvió a la normalidad. Paco empezó a salir con la chica que le gustaba de siempre, que por supuesto no era yo. Se me escaparon algunas lágrimas de cocodrilo, y les eché un mal de ojo que, una noche de risas nos había enseñado la madre de Montse. El conjuro era así originariamente:
“Se coge una lagartija y se le corta la cola. Una vez cortada, se escupe sobre la lagartija tres veces. Se cierran los ojos, y poniendo la mano derecha sobre el corazón, hay que pensar hasta casi gritar: siempre me vas a querer".
Mis amigas y yo no sabíamos si eso funcionaría, ni lo habíamos hecho nunca, pero cuando Paco empezó a salir con su chica, nos acordamos del conjuro. Ahora eso sí, lo modificamos un pelín, un pelín nada más, porque no podía ver las lagartijas ni en pintura (lo tenía que hacer yo) y quedó así:
“Se coge una hormiga y se le corta una patita. Una vez cortada, se le dan tres voces (nunca supe escupir). Se cierran los ojos, y poniendo la mano derecha sobre el corazón hay que pensar hasta casi gritar: yo te vi primero”.
Nunca supe si funcionó, pero si supe que nos reímos un montón.
Y en la recta final del curso todo se hizo cuesta arriba.
Ya no sacaba tan buenas notas, sólo en inglés. Aunque seguía aprobando, me di cuenta de que no obtendría el titulo de auxiliar administrativo que deberíamos conseguir al acabar el curso. Jamás llegaría a dar las pulsaciones que en clase de mecanografía se me exigían.
También, los trayectos a pie, de casa al colegio y del colegio a casa, cuatro veces al día, se hacían eternos, me cansaba mucho, pero no decía nada. Las chicas que hacían el recorrido conmigo, entre las que se seguía encontrando Paloma, sí me decían que hacía eses al caminar. Llevaban razón, pero había aprendido a ignorar los comentarios que me escocían, aunque ese aprendizaje fallara continuamente.
A veces prefería irme a casa sola, bueno, sola no, ponía alas a mi fantasía y me olvidaba de todo y me reía de todo (¡Ah! la risa, vitamina insustituible para mi alma).
Unas veces, me acompañaban mi séquito de admiradores, que se peleaban por llevarme los libros y encenderme un cigarro -había empezado a fumar dos o tres cigarrillos diarios-, yo les ignoraba a todos altaneramente, mientras les cegaba con el humo de mi pitillo... ¡Esa escena me encantaba! y más cuando me veía reflejada en cualquier escaparate; otras veces, un séquito de fotógrafos me perseguían queriendo obtener una exclusiva para la revista “Poncho”... me negaba a que me sacaran más fotografías tapando mi rostro con los libros, de repente uno decía:
- Por favor señorita May, sólo una, compréndalo es nuestro trabajo.
- Está bien, una, y no más -algo así decía súper-ratón.
- ¡Fantástica, eres fantástica! Mira a la cámara... así, así... Y ahora saluda.
Y yo saludaba con la más estúpida de las sonrisas profident al escaparate de la farmacia del barrio (la imaginación alaba mis pies, y no me daba cuenta de cuándo llegaba).
- Espera un momento, que pago las aspirinas, y vamos juntas a casa -me dijo mi madre, alguna vez, devolviéndome el saludo desde la puerta de la farmacia, y contenta de verme con aquella radiante sonrisa.
Antes de acabar el curso, me involucré más que nadie en la preparación del viaje de fin de curso a Portugal. Además de visitar Lisboa, Coimbra y los sitios más atrayentes del país, visitaríamos el santuario de Fátima.
Todavía tenía como uno de mis mejores recuerdos, la narración que me embelesó cuando fui a Lourdes. Quise hacer algo parecido. Me aprendí y viví profundamente la historia de los tres pastorcillos: Lucía, Jacinta y Francisco, a quienes se les apareció la Virgen. Entre mis amigas repartimos los papeles para narrar la historia. Como música de fondo elegí el piano y sentimiento que Richard Cleyderman impregnaba a cada una de sus creaciones.
Para mí, aquello fue lo más bonito que había hecho en la vida. Para mis amigas, eran ocasiones extras para estar juntas, ocasiones extras para reírnos y ocasiones extras para verme enfadada cuando todas se desmelenaban haciendo de ovejas. Pero el resultado fue maravilloso... para todas.
Un mes antes de que iniciáramos el viaje, se desató una epidemia que hizo morir a centenares de personas. Nadie sabía de dónde venía y lo que es peor, todo el mundo especulaba. En nuestra ciudad se envenenó demasiada gente, y muchos, incluida yo, pensábamos que enseguida me tocaría a mí, puesto que como tenía una enfermedad, era una persona débil.
¡Hasta yo lo llegué a creer!.
Conocí a Sonia en el gimnasio. Tenía cinco años, y la carita más bonita que jamás había visto. Varios miembros de su familia se envenenaron con la epidemia, pero ninguno murió. Sonia se había quedado encogida como un ovillo de hierro, no se podía estirar. En las sesiones de rehabilitación chillaba de tal forma que a cualquiera que la oyera se le desgarraba el alma. Pero peor nos quedamos cuando supimos que el único culpable de la epidemia había sido una partida de aceite de colza desnaturalizado.
Algunos años después, una serie de científicos evidenciaron que, esto no era cierto... Mas la tragedia sí lo fue.
No hace mucho tiempo los afectados, que seguirán afectados de por vida, recibieron una compensación económica. Un poco antes, a Sonia, le tuvieron que amputar una pierna.
Por fortuna, el síndrome tóxico, como se le llamó, no afectó a ninguno de los míos, ni a mí. Pude ir al viaje de fin de curso, descubriendo Portugal, dejándome cautivar por Lisboa, con sus callejuelas adoquinadas y tranvías, y llorando de emoción ante la Virgen de Fátima. Esta vez si le pedí que me ayudara a curarme. Poco a poco, iba siendo consciente de mi realidad, sobre todo después de darme cuenta que ya no podía correr...
...Cerca de Oporto encontramos una preciosa cala virgen. El autocar se adentró por un pedregoso sendero, y paró. La algarabía de una treintena de adolescentes, que se despojaban de sus ropas, quedándose en bañador, inundó de color el atardecer.
Bajé a la playa de las últimas, me entretuve buscando mi toalla y la cámara de fotos. Una de las profesoras iba hablando conmigo. Cuando llegamos al borde mismo del agua, extendimos las toallas, y nos sentamos contemplando el mar. Mis amigas no tardaron en aparecer, diciéndome que habían encontrado el lugar ideal para hacer fotos. Me solté el pelo, cogí la máquina, y me fui con ellas.
Coimbra (Portugal) |
Algunas de mis compañeras se habían metido en las heladas aguas del Atlántico. Nosotras preferíamos caminar por la orilla, mojando nuestros pies. Pili quiso que echáramos una carrera, y todas entre risas y gritos la secundamos.
Y cuando quise correr, no pude.
Las piernas me fallaron, mis rodillas hicieron un ruido muy raro, hacía mucho tiempo que no corría, pero yo no podía imaginar, no podía adivinar...
Lo intenté otra vez, y ocurrió lo mismo. Una alarma interior saltó, pero la ahogué al igual que unos chillidos histéricos que surgían de muy dentro. Y sin embargo, fue el graznido de una solitaria gaviota lo que hizo que me doblara hasta quedarme sentada en la arena. Empecé a disparar la cámara de fotos al aire tapando mis lágrimas.
Olga vino a buscarme cuando me vio sentada en la orilla y, agarradas del brazo, en silencio, dejándonos arrullar por la marea, llegamos a un abrupto acantilado. Tomé mi cámara, pero no me quedaba carrete...
Mas, aunque a veces reconocía que ya no podía..., enseguida rechazaba todo lo que me hiciera diferente a los demás.
Buscaba excusas, excusas bañadas en una lógica absurdamente ingenua, para explicarme el porqué ya no podía hacer algo, o por qué encontraba mucha dificultad en hacerlo. Cualquier excusa me valía, porque ansiaba tener razón, porque tenía que tenerla, porque... algo tan absolutamente bestial como reconocer que nunca lo volvería a hacer, eso, eso no cabe en la mente de un ser humano... un ser humano de apenas dieciséis años. Así que, como todo dependía de mí, consolarme y ocultarme dantescos abismos, cualquier excusa me valía, me convencía: ... “es que se me escurren las chanclas”... “es que hoy estoy muy cansada”... “es que... ”, y luego, convencida, evitaba volver a pensar.
Me refugiaba en mis amigas. Reía, olvidaba, soñaba, vivía con ellas. Me hacían sentir una chica más... una chica más, que, a su manera, era feliz... y que, a juicio de muchos, pecaba de optimista.
Cuando nos dieron las notas finales en el colegio, comprobé, con extrañeza, que había aprobado todo. ¡Hasta mecanografía!.
Los profesores me habían echado una mano, y tenía el titulo de auxiliar administrativo. No me gustó el favor, pero tuve que aprender a aceptarlo. Además, con el titulo podría seguir estudiando el segundo grado, sin él, no... y lo más importante para mí: podría seguir con mis amigas.
Aunque me sentí fatal por recibir algo que no me había ganado, tuve que tragarme mi orgullo, y entornando los ojos, aprender a agradecer los bienes limosneros que se me concedían. ¡Tantos bienes, dulces y atroces, me quedaban aún por aprender a recibir!... Que aquello fue tan sólo el ensayo del primer acto.
(Continuará).
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Booktrailer de esta misma novela: (video de tres minutos, alojado en "YouTube").
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Gracias, Mamen.
ResponderEliminarUn abrazo.
Miguel-A.