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jueves, 11 de septiembre de 2014

'Las palabras del viento' (séptima entrega)

Blog "Ataxia y atáxicos".

Mamen García
Por María Narro, pseudónimo literario de Mamen García, paciente de Ataxia de Friedreich, de Guadalajara.
Extraído de 'GuadaQué'... (ver enlace al original en "fuente"... al final del artículo).

Notas del administrador del blog:

Con permiso explícito de Mamen, iremos reproduciendo en este blog los capítulos de la novela 'Las palabras del viento', previamente editados por ‘GuadaQué’, y dejando constancia, en forma de enlace, de la fuente original... Nuestra perioricidad pudiera ser de un capítulo (entrega) semanal. Si bien, no establecemos plazos concretos, ni fechas fijas de edición.

En cualquier caso, cada día a editar, como recordatorio, se consignarán los enlaces a los capítulos ya editados... con el fin de que ninguno de los lectores pueda perderse el hilo de la narración:

1- María Narro publica su novela por capítulos (presentación).
2- 'Las palabras del viento' (capítulo I).
3- 'Las palabras del viento' (segunda entrega)
4- 'Las palabras del viento' (tercera entrega)
5- 'Las palabras del viento' (cuarta entrega)
6- 'Las palabras del viento' (quinta entrega)
7- 'Las palabras del viento' (sexta entrega)


Séptima entrega de la novela de María Narro "Las palabras del viento"


Portada de 'Las palabras del viento'
Mercedes

Pude volver a las Ursulinas el día de Reyes. Sor Dolores me había dejado encima de mi mesilla un pequeño niño Jesús por haber recitado el día del baile. Junto a él coloqué la única foto que tenía con mi hermana.
-Estoy tan perdida -le dije-, tengo la dirección de papá, un número de teléfono para localizar a mamá, la abuela es amable y sabe reírse, pero yo me siento más sola que nunca, no entiendo nada... ¿Por qué me abandonasteis todos? ¿Por qué me dijo papá en su carta que si ya le he perdonado por lo tuyo?

-Porque tú tenías leucemia cuando te moriste –le seguía contando mientras pelaba patatas en la cocina-, tiene que ser algo grave aunque creo que no duele...
-¿Qué haces hablando sola? –me preguntó la hermana cocinera.
-No hablo sola, estoy rezando porque hace mucho frío –dije mientras arrimaba el cubo de patatas y mi silla a la estufa.
Hacía tanto frío que no me quitaba la chaqueta de lana gorda que me había hecho la tía Micaela ni para dormir.

Todas las alumnas volvieron el día ocho y se reanudaron las clases. Fernanda me mandó un trabajo sobre el Doncel y el castillo de Sigüenza, quería que ahondara en su rica historia medieval; pero yo sólo pensaba en el siguiente sábado, mis tres horas libres y la visita a casa de mi padre. “Tal vez haya vuelto ya”, le dije a mi hermana guiñándole un ojo entre las nubes
La vuelta de las alumnas supuso el doble de trabajo. Fregando los largos corredores me daba tiempo a estudiar y memorizar muerta de frío, hasta aquella noche en la que, en mis clases, le hablaba a Fernanda de doña Blanca de Borbón y don Pedro...
-¿Qué te pasa? –me preguntó asustada.
-No lo sé –le contesté temblando incontroladamente.

Ardía de fiebre cuando me llevaron en brazos a mi habitación. El médico me prohibió que me levantara de la cama en una semana, a Fernanda le dijo que parecía una simple gripe, pero que, por mis problemas con la falta de hierro, se podía complicar. Ella le había dicho lo de la pastilla diaria para la anemia.
Sor Dolores mandó a la hermana costurera que me vigilara hasta que desapareciera la fiebre. La primera noche Fernanda estuvo con ella empapando mi frente con paños frescos.
-Menos mal que has vuelto –le decía la hermana a Fernanda al volver del retrete-, ¿qué hago? Dice chillando que es Isabel la Católica y quiere saber si ha vuelto ya Martín Vazqueznosequé.
-No tienes que hacer nada, está delirando... y es Martín Vázquez de Arce.
-De vuestro pueblo ¿no?
-Pues no, hermana, no. Martín Vázquez de Arce era el Doncel de Sigüenza.
-Yo es que a ésta niña jamás la he entendido... ni aun con fiebre.

Me contarían después, que aparte de poner en jaque a medio convento al día siguiente gritando que me llamaba doña Blanca y estaba presa por no conocer en absoluto a mi abuela, la fiebre empezó a remitir poco a poco.

-¿Cómo estás hoy? –me preguntó Fernanda.
-Ya casi estoy bien, mañana empiezo a levantarme.
-Has tenido mucha fiebre –dijo poniendo su mano en mi frente-. ¡Hasta tu abuela quería venir!
-Fernanda... Sor Dolores ha venido a verme y cuando se iba me ha pedido que cuide bien a mi abuela Josefina Bonaparte... y lo peor es que me llama doña Blanca.
-No hagas caso –dijo riendo mientras me arropaba-, la fiebre te ha hecho delirar mezclando tu familia con los estudios.

Tardé días en recuperarme y me costó casi un mes volver a ser la de siempre, la anemia me había dejado muy débil. El frío que hacía en el colegio no ayudaba. Don Cosme, cuando pasó la siguiente nevada, me trajo una colcha de lana cálida tejida por doña Asunción, una gran botella de leche recién ordeñada, una caja de galletas y un bote de Cola Cao. Sabía que mi alimentación no era muy buena.
El primer sábado que ya pude salir Morse me esperaba en la puerta del colegio. Traía una bufanda y unas manoplas de piel de cordero para mí, me las puse después de abrazarle. Era una suerte tenerle allí. Le enseñé la dirección que me había dado Fernanda, y él me llevó hasta el barrio de San Roque.
Delante de una casa grande de dos plantas revisábamos la dirección. Sí, era allí. Un jardín muy bien cuidado junto a un pequeño patio con columpios, me decía que había niños. La puerta principal estaba cerrada, las ventanas de la primera planta tenían todas las persianas bajadas como si no hubiera nadie, pero vi un balcón de la segunda planta abierto y llamé a un timbre demasiado antiguo. Estaba muy nerviosa. Tardaban en abrir; intenté buscar a mi hermana entre las sombras, pero no la encontraba. Miré a Morse levantando las cejas y él volvió a llamar al timbre. Una mujer gordita y risueña abrió la puerta.
-Estaba en la parte de atrás con la radio y no oía el timbre. ¿Qué desean? –preguntó sonriendo.
Me quedé muda, me había hipnotizado o idiotizado su sonrisa.
-Queremos ver al señor Recio –contestó Morse.
-¿Y quién digo que le quiere ver? –preguntó de nuevo sonriendo.
-Su hija –contesté con firmeza.

Nos hizo pasar a una sala muy oscura y subió la persiana. En la pared vi un retrato grande de la abuela Encarna, la madre de mi padre. La señora que nos había abierto la puerta me volvió a mirar con extrañeza y dijo que esperáramos. Olía a cerrado. Morse cogió mi mano y la apretó diciéndome que estaba allí conmigo.
Un señor muy moreno entró en la habitación, cojeaba de una pierna.
-¿Tú eres Merche? –preguntó acercándose a mí-. Sí, claro, tienes los ojos de tu abuela y el pelo de tu madre...
-¿Papá? –pregunté sin reconocer ningún recuerdo.
-No... para tranquilidad de mi mujer soy Miguel, el hermano de tu padre –dijo alargando su mano hacia mí.
Morse estrechó la mano que me ofrecía al ver que yo no hacía nada.
-Soy Morse, pero puede llamarme Javier Salgado.
No sabía quién estaba más nervioso de los dos.
-Está bien, chicos –dijo sonriendo-, sentaos que voy a buscar algo de merendar –y mirándome de nuevo añadió-. Tu abuelo Zacarías se va a caer de culo cuando te vea.

Aquella tarde conocí a la familia de papá. Mi tío Miguel, su mujer Bea y mis primos Josito y Ramón. Me hicieron sentir en casa, en una casa que cada vez conocía menos. Aún no había vuelto mi padre. “Suele trabajar durante un año fuera de Sigüenza y pasa luego meses sin hacer nada. Ahora está en Salamanca pero ésta vez quiere ahorrar para comprar una pequeña casa aquí al lado y traerte a vivir con él, me dijo que te lo había dicho”. Asentí mientras mi tío bebía su chocolate caliente sin dejar de mirarme.
Se oyó abrirse la puerta de la calle.
-¡Maldito frío y malditos huesos!
-Ese es tu abuelo, que viene de echar la partida con los amigos –dijo mi tía Bea saliendo al pasillo a ayudarle.
Un anciano enjuto pero todavía fuerte entró en la habitación; se iba a quejar de nuevo, me dijo luego Morse riendo, hasta que te vio...
-¡Eh... no puede ser!... ¿Alicia? No... ¿Merche?... ¿Mi niña? –preguntó despacio extendiendo sus manos hacia mí.
-¡Sí, abuelo...! –dije levantándome para abrazarle.
Alguna vez tuviste un yayo que te quería más que a nada, me dijo mi hermana desde el cielo.

El abuelo se emocionó tanto al verme que apenas pudo hablar. Sentada junto a él le conté que estaba estudiando en las Ursulinas y que iría todos los sábados a verle, pero no sé por qué no le dije que en realidad trabajaba en el colegio.
Nos despedimos con abrazos y promesas de que ya nada nos iba a separar.
De vuelta a las Ursulinas, trazando caminos de felicidad tal vez, Morse no dejó de robarme besos, o bocados de luna que encendían mi alma.

Dos días después se presentó mi abuelo en el convento. Yo estaba fregando montañas de cacharros cuando la hermana encargada de la portería me dijo que el señor Recio quería verme.
-¿Cuál de los tres? –pregunté con una mirada ilusionada.
-Don Zacarías.
-Es mi abuelo... –dije sonriendo mientras me secaba las manos.
-Sí claro, y Josefina Bonaparte tu abuela...
-Tengo bastante con que se llame Bernarda Alba –suspiré quitándome el delantal, me había enterado por Fernanda esa mañana que mi abuelo era uno de los benefactores del colegio-, llévele a la sala de la televisión, por favor, hermana.

Me esperaba sentado en una butaca de mimbre custodiado por un bastón de madera. Se levantó al verme y le abracé. Arrimé una pequeña estufa antes de sentarme con él. No podíamos dejar de mirarnos...
-¡Hay tantas cosas que me gustaría preguntarle! –dije sin querer atosigar.
-Lo sé, pequeña, y por eso he venido. No sé qué te habrá contado Bernarda, pero quiero que sepas mi verdad...
-No me ha contado nada, aunque sé que no quiere veros ni en pintura.
-Ya... –dijo con los labios apretados-, el rencor se puede convertir en odio si no hay comunicación. Pero, bueno, yo sí te voy a contar... cuando murió tu abuela Encarna... –decía con mis manos escondidas entre las suyas- dejé de tener la cabeza sobre los hombros, después... la enfermedad de tu hermana... y pensar que os podía perder a las dos... el alcohol me hacía olvidar y me apartó del mundo.
-¿Perder a las dos? No entiendo, abuelo.
-Es largo de explicar, mi niña –dijo apoyando la espalda en el respaldo y empezando a mirar hacia atrás-, casi al finalizar la guerra, después de que mataran a mis padres y le cortaran una pierna a mi hijo Miguel, nos fuimos a México. Allí conocí a Esteban... también se había exiliado de España, empezó a estudiar medicina y ahora es un famoso e importante médico en Suiza, nunca quiso volver... Lo que el miedo a una guerra ha unido no lo separa nadie, y aunque yo volví no perdimos el contacto. Cuando nos dijeron que Isabel tenía leucemia... –miró al suelo mordiéndose los labios- hacía un mes que había muerto mi mujer en un accidente de tráfico, conducía yo.
-No es necesario que continúe, abuelo, no quiero verle sufrir.
-Mi querida niña –dijo acariciándome la cara-, algunos recuerdos duelen... demasiado quizás, pero para olvidar o descansar hay que recordar...

Comencé a beber cuando murió Encarna... –siguió contando-, un día llegó tu padre llorando y se me pasó de golpe la borrachera. Llamé a Esteban pues ni en Madrid nos daban una esperanza para salvar a la niña y me dijo que investigaría... algo había oído que hacían en Francia. Imagínate una gota de luz entre tanta oscuridad. Fue culpa mía... agarré a todos y más a tu padre, a la posibilidad de salvar a Isabel. Vendería todo por salvar a mi nieta, la llevaría al fin del mundo si hacía falta. Esteban llamó y me habló de un transplante de médula ósea... necesitábamos un familiar donante... pero hasta entonces, en 1957, ningún transplante había tenido éxito... a no ser que el enfermo tenga un hermano gemelo... ¡Una hermana melliza!, le dije –intenté concentrarme en la cabeza tallada del bastón de mi abuelo para impedir las lágrimas-. Esteban fue sincero... ni aun así el éxito estaba asegurado en aquellos años... y había riesgos, o posibles riesgos que los correrías tú por tener anemia... ¡Fue todo una locura! –dijo llevándose las manos a la cabeza-. Tus padres y tu abuela sólo pensaban en llevaros a Francia hasta que le conté los riesgos a tu padre.
No teníamos nada seguro salvo el miedo a perderos. Dudábamos todos menos Bernarda que nunca me perdonó que mataran a tu abuelo y es más terca que una mula. Volví a beber y dejé a tu padre solo. Tu hermana cada día estaba peor... y murió antes de llevarla a Francia.

No sé cuándo había comenzado a llorar, ni como acabé abrazada a él.


Sor Dolores entró en la sala de la televisión.
-Perdón, don Zacarías, nadie me había dicho que estaba usted aquí –dijo avanzando a grandes zancadas hacia nosotros.
-No importa, hermana –contestó mi abuelo poniéndose de pie mientras se sonaba la nariz-, vine a ver a Merche... ¡Es mi nieta!
-¿Mercedes? –preguntó la madre superiora con extrañeza-, pero si Mercedes es...
-¿Una mala estudiante, hermana? –corté mirándola con preocupación.
-¿Eres mala estudiante? –me preguntó el abuelo mirando la hora-. ¡La asamblea en el ayuntamiento, maldita memoria la mía!

Se fue gruñendo después de darme un beso y decirle a la hermana que ya hablarían. Desde la puerta de la sala me recordó que me esperaba el sábado siguiente. Cuando nos quedamos a solas Sor Dolores me miró con cara de interrogación alzando las cejas. Le conté que hacía trece años que yo no veía al abuelo y que si mi abuela Bernarda se enteraba me haría volver al pueblo. “Pero Fernanda se lo dirá”, me dijo recordando el día que fue a hablar con ella.
-No, Fernanda me puso en contacto con él.
Le pedí tiempo para contarle yo misma al abuelo que en realidad trabajaba y estudiaba en el colegio que él subvencionaba.

Casi cuando empezaba la primavera un primo de Morse que vivía en Sigüenza nos invitó a ver Waterloo Brigde.
En un garaje hacían todos los sábados un pequeño cine. Un cine-club lo llamaban. Se reunían varios amigos y lo pasaban bien, además de poder gozar de cierta intimidad las parejas viendo la película.
Desde que sor Dolores había descubierto que mi abuelo era uno de los benefactores de las Ursulinas me daba toda la tarde de los sábados libre. Pasaba más tiempo con mi familia, y días como aquel podía ir con Morse al cine después de haber estado con ellos. Era lo normal a mis dieciséis años.

El pequeño garaje estaba bastante oscuro; lleno de parejas besándose antes de empezar la película. Pasamos sin hacer ruido entre ellos y nos colocamos en la última fila. Morse hablaba con su primo que manejaba la máquina de cine, estaba justo a su lado. Mientras, yo miraba a mi alrededor recordando la canción que más me gustaba. Bésame, bésame mucho, como si fuera ésta noche la última vez...
Se apagó la bombilla que quedaba encendida y empezó la película. Morse colocó su brazo por encima de mis hombros y al mirarle le besé. Le besé sin prisa en lo que sabía que era el principio. Cuando al protagonista –Robert Taylor- le dan por muerto en la primera guerra mundial, noté a Morse hurgando en mi espalda. En el broche de mi sujetador.
-¡Lo llevas claro! –susurré notando que su mano desaparecía de mi espalda por arte de magia-, lo digo porque el broche está roto, yo tardo una hora para poder quitármelo.
Me abrazó con tanta fuerza al olvidarse del candado roto que casi ahogó mi alma con el fuego de su boca.

Nunca volveré a amar a nadie... dijeron antes de finalizar la película. Apretó mi mano y nuestros ojos se buscaron. Anocheció mientras amanecía cuando encendieron la luz. Él era mi vida, mi universo, mi refugio.

-Creo que he dejado de quererte para empezar a amarte, Morse –le dije coqueteando con la luna mientras volvíamos a las Ursulinas.
-¡Qué cursi eres a veces... y cómo me gustas! –contestó alzándome en brazos y notando que por fin el broche se había abierto.


Mamen García
Bernarda Alba


D. JOSÉ CALVO SOTELO
Murió asesinado en la
madrugada del 13 de Julio
de 1936. RIP
España entera se asocia   
al intenso dolor, y pide
a todos los españoles una
oración por el eterno
descanso de su alma.       


-¡Si no había pocos problemas, parió la abuela! –dijo Jacinto arrojando el periódico sobre la mesa-. Lee, lee la esquela y verás.
-¡Dios bendito, pobre hombre! Y... éste don José ¿quién es?
-¿Que quién es, Bernarda? ¿Qué quién es? –preguntaba Jacinto siguiendo el olor del pastel que estaba preparando su mujer-. Pues un... un parlamentario creo, pero eso es lo de menos, el caso es que era de los nuestros...
-¿De los nuestros? –preguntó la mujer llevándose una mano al vientre.
-Bernarda... –decía viéndola sacar el delicioso manjar del horno de leña- o estás con la República o contra ella, ¿mentiendes? No hay otra opción.

Ninguno... nadie podía imaginar ni una cuarta parte de lo que se escribió en no sé que libro del destino; la barbarie y el odio absurdo entre hermanos que nunca debió haber ocurrido.

Bernarda estaba embarazada de cinco meses y la niña Lucía a punto de irse a vivir con ellos. Su hermana Micaela acudía a su casa todos los días a ayudarla, el médico le había mandado cierto reposo para no malograr ésta vez el embarazo. Aunque no se hablaba con Jacinto desde que descubrió que era amigo de Zacarías, la pequeña Alicia y Juanito la adoraban. Había conocido al argentino y Dolores que con sus trillizos venían de visita muchas tardes, pero quien le hacía bailar los vientos, según decía Bernarda, era don Perico, el maestro republicano. Micaela ya no tenía edad para enamorarse como una chiquilla... pero el corazón es caprichoso e iba casi todas las mañanas a barrer la puerta de la escuela, o a buscar a Juanito y Alicia sólo por verle.

Don Cosme seguía sin aparecer. Había escrito al nuevo alcalde diciéndole que por la enfermedad de su anciano padre tardaría en volver. Antonio, el marido de la señora Felisa, había sido nombrado alcalde hacía seis meses... “Como es republicano no tiene prisa en sustituir al párroco, ¡hay que joderse!”, decía Jacinto. La vida en el pueblo transcurría entre dimes y diretes pero sin misa, o entre malas caras pero sin golpes. Rencores sí, rencores callados muchos.

Los que menos aguantaban la falsa armonía del pueblo eran los chavales de quince años, sobre todo Juanito y Sergio, el hijo mayor de la señora Angustias. Esos dos que se la tenían jurada desde que el maestro quitó el crucifijo del colegio. Se saludaban a empujones, se daban patadas cuando no los veía nadie, y encima a los dos niños les gustaba Carmina, la hija del alcalde.
-Tú eres hermano del cacique, chaval. A Carmina y a mí nos gusta la Pasionaria...

-Pasionaria ni leches –decía Bernarda mientras curaba la nariz a su cuñado- ¡y yo que sé quién es esa! Si es una mujer que se dedica al politiqueo mal vamos... y te me olvidas de todas las Pasionetas del mundo, pero ya... y te me metes en tu dura mollera que tu hermano no es ningún cacique pues fue el más pobre de tós hasta que os dio la herencia vuestro tío. No hay que defenderle de porque nunca ha robado... ni se cree el amo de nadie... tiene jornaleros y bien remajas que tienen sus casas tós. Lo que pasa es que tu hermano no es tonto –le seguía diciendo cuando acabó de curarle-, no le gusta que le quiten lo que es suyo y no se calla. Amás... –dijo volviendo sobre sus pasos pues ya se iba a guardar el botiquín-, y ahora te voy a hablar en primera persona: a mí el maestro me quiere atontar la cabeza, pero tu hermano, tú, Alicia, la niña Lucía, el bebé que viene y mi hermana me sujetáis los pies al suelo... ¡Porque siempre ha habido pobres y ricos, Juanito, mande la República, la pasioneta, los de izquierdas o derechas o el Cristo bendito...!


El sábado veinticinco de Julio por la tarde Jacinto llegó muy pálido a casa. Mientras segaba con sus hombres había visto entrar en Sigüenza a cientos de soldados armados, primero muchos y luego más. Ordenó a su familia que se quedara en casa y él se fue a la escuela por si don Perico sabía qué estaba pasando. No le encontró, pero oyó una radio demasiado fuerte que provenía de casa del señor alcalde, tenían una ventana abierta y se veía a varios del pueblo pendientes de las noticias.
Jacinto se apoyó en una esquina de la casa concejo y encendió un pitillo. Se hablaba de un alzamiento militar. Vio acercarse al Satur y al argentino con las manos en los bolsillos, no había nadie más en las calles. Los tres fumaron en silencio aquella noche de principios de verano del  36.

Dos días después subió a Sigüenza para hablar con Zacarías, y allí terminaron sus dudas. Estaban en guerra. Acababan de matar al obispo, don Eustaquio Nieto Martín, y al limosnero de la catedral. Soldados con fusiles hasta los dientes paseaban las calles con tanques. Escondiéndose llegó a casa de su amigo...

-Las tropas de Franco se acercan y esto es un polvorín a punto de estallar –le dijo éste mientras cargaba el auto con su familia ya dentro.
-¿Las tropas de Franco? ¡Los nuestros!
-¡Escúchame bien, pregonero, qué te arreo una leche! –Zacarías sólo le llamaba así cuando se enfadaba-, aquí no hay nuestros que valgan, nadie sabe quién ha matado al obispo y al deán. Los nacionales están ya casi en Alcolea y van dejando un reguero de sangre. No se sabe quién es quién... Mira –le dijo subiendo al auto- yo me llevo a mi familia a Pelegrina y tú coge a tu mujer y los niños y métete en casa... y ni se te ocurra venir por aquí hasta que Franco tome Madrid.
-¡Será cosa de meses, ya verás! –dijo Jacinto viéndole marchar.

Bernarda quiso que su hermana se quedara con ellos mientras durara aquella locura de muertes, sangre y miedo. El asesinato del obispo y de Anastasio el limosnero, había sido demasiado grave para ella. “No les bastó con matar curas en Oviedo, ahora me matan al señor obispo de mi Sigüenza... ¿Qué más puede pasar en una guerra?”, preguntaba acariciando su vientre.
-¿Qué es una guerra, mami? –gritaba la pequeña Alicia, cansada de aquel silencio y sin poder salir, desde su caballito de madera.

Casi a finales de Septiembre y cuando la comida les empezaba a escasear porque los soldados les quitaban su ganado para comer, Micaela llegó del río llorando. Venía de lavar y allí se enteraban de todo.
-¡Dame el carro! –le ordenó a su hermana-, me voy a por mis hijas y la niña Lucía a Sigüenza  ¡Ya no aguanto más...!
-No puedes, Jacinto ha prohibido a todo el mundo subir allí.
-Me importa dos mierdas lo que diga tu Jacinto. El mes pasado cuando los nacionales asaltaron el pueblo y se profanaron iglesias quise ir a por ellas, y tu marido no me dejó. Ahora sé que mis hijas de leche están pasando hambre en el hospicio, desde que bombardearon las vías del tren no llegan alimentos y cada vez hay más refugiados... ¡tú los viste pasar por aquí! La aradio del señor alcalde no dice nada, pero la mujer del cartero ha dicho que se están violando monjas y matando curas y frailes por toda España... y yo me voy a por mis hijas porque la creo –dijo encaminándose a la cuadra mientras lloraba-,  y si no quieres que nos quedemos aquí nos iremos a mi casa...
-Voy contigo –le dijo Bernarda quitándose el delantal.
-Estás embarazá y te quedas aquí...
-Pero no estoy enferma y en mi casa mando yo. ¡Mete un cordero al carro pal hospicio!

Dejaron a Juanito cuidando de la pequeña Alicia y las dos hermanas partieron hacia Sigüenza aquel veintinueve de septiembre, a primera hora de la mañana.
Llegaron por el camino del pinar esquivando a los soldados. Escondieron el carro y las mulas en unos matorrales y cogiendo al corderillo siguieron andando. Cerca de la plaza Mayor empezaron a ver ruidosos aviones en el cielo. Había mucha gente en las calles mirándolos con curiosidad, hasta que soltaron la primera bomba. Entonces todo se convirtió en pánico y carreras. Las bombas caían por todas partes...
-¡A la catedral, Bernarda, corre! –dijo alguien agarrándola con fuerza de un brazo.
-¡Mi hermana, Zacarías! –le suplicó cuando vio su cara.
El hombre salió corriendo y regresó con la mujer que llevaba el corderillo en brazos.
-¡El puto cordero que se había escapado! ¿Dónde está Jacinto? –le preguntó a Bernarda.
-No sabe que hemos venido –respondió abrazando a su hermana.
-¡Estáis locas! –sentenció mientras se iba a ayudar a los heridos que iban entrando en la catedral.

Seguían cayendo bombas entre llanto y miedo. Las dos mujeres también ayudaban después de haber dejado el corderillo atado a un banco. Era imposible salir de allí hasta que no anocheciera, los bombardeos eran intermitentes y había mucho que hacer curando heridos y consolando a los niños.
Las noticias que les llegaban de fuera de la catedral resultaban un tanto confusas, estaban destruyendo Sigüenza y había cientos de muertos por las calles...
Después de muchas horas consumidas por el miedo encontraron a Fernanda sentada en un rincón de la catedral con las piernas abrazadas. Estaba como ida, perdida, desencajada. Bernarda, exhausta de cansancio, intentó hacerla reaccionar pegándola dos cachetes...
-¡Han destruido el hospital y el hospicio!... No queda nada... ¡Han matado a todas las monjas y los niños...! –gritó alguien con un dolor inconcebible.

Abrazó a Fernanda con todas sus fuerzas mientras empezaba a sentir un agudo dolor en el vientre que no la dejaba respirar, y veía a su hermana sujetándose en la pared. 

Zacarías acompañó a las tres mujeres al carro cuando anocheció. Ambas hermanas abrazaban a Fernanda, que seguía mirando al vacío, sin dejar de llorar; las vio partir y él también huyó de aquel infierno. Necesitaba a su familia.
Al llegar a su casa Satur y el argentino aún hacían compañía a Jacinto. Las daban por muertas, Juanito las había oído decir que iban a Sigüenza, entre todos tuvieron que pararle para que no fuera a buscarlas....
-Satur, trae a tu mujer –le pidió Bernarda con los labios apretados.
-¿Para qué? –preguntó al mismo tiempo que veía la sangre correr por sus piernas-. Ahora mismo.

El bebé era un niño demasiado prematuro.
Le enterraron dos días después junto al recuerdo de Pilar y la niña Lucía, del niño Damián que se puso tan contento con sus muletas nuevas de madera, y el recuerdo de tantos otros... tantos otros.

Las pesadillas siguieron al bombardeo de Sigüenza en casa de Bernarda. Los niños habían visto desde lejos el rugido de los aviones, las bombas y nubes de humo negro que lo llenaban todo. Estaban solos y se fueron al campanario de la iglesia para ver si desde allí divisaban todavía a las mujeres para gritarles que volvieran a casa. Los hombres llegaron del campo corriendo y les encontraron en la calle. De la mano, con la cara manchada de miedo y llorando...
Al luto y la desgarradora pena por los que habían muerto, se sumó el llanto de la pequeña Alicia cuando la separaban de su madre, o alguien apagaba la luz. Juanito... Juanito sin embargo se estaba convirtiendo en un hombre, entre lágrimas y miedo, pero capaz de matar a quien volviera hacer daño a su familia. Y eso asustaba, porque se le veía en los ojos.

Tenía quince años y la guerra no había hecho nada más que empezar.


El día ocho de octubre Jacinto se acercó a Pelegrina a por leña, ató bien a la yegua parda porque estaba muy nerviosa. Se oían con claridad los cañonazos...
-Me marcho a Sigüenza –le dijo Zacarías cuando le vio-, quiero que lo sepas...
-No creo que debas ir.
-¿Oyes?... ¿Lo oyes, Jacinto? Están cañoneando la catedral, me han avisado hace un rato...
-¿La catedral? ¡No me jodas! ¿Quién?
-Los nacionales, o rebeldes, o las tropas de Franco porque son los mismos.
-¿Pero por qué? Zacarías, tío, que yo ya no entiendo nada...
-Y lo peor es que hay más de setecientos civiles dentro, mujeres y niños casi todos.
Jacinto lanzó el hacha para cortar leña lo más lejos que pudo. Se sentó en una piedra mientras gruesas lágrimas resbalaban por su cara sin afeitar. Su amigo encendió un cigarrillo y se lo pasó.
-Harán lo que sea por tomar Sigüenza, y los otros por no rendirse –decía Zacarías acuclillado a su lado-, los milicianos que quedaban se han refugiado en la catedral... hasta que traigan refuerzos, el ejército imagino.
-¿Los van a matar a todos? –le preguntó con la voz achicada de terror.
-Cuida de mi familia, Jacinto –le pidió apretando su hombro-.Volveré en cuanto pueda.

(Continuará)

Fuente original en 'GuadaQué': Las palabras del viento - María Narro - capítulo 7.

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