La pagina web de "Ataxia y atáxicos" (información sobre ataxia, sin ánimo de lucro) es: http://www.ataxia-y-ataxicos.es/


miércoles, 17 de febrero de 2016

Anonimato (primera parte)

Blog "Ataxia y atáxicos".
Por Vicente Sáez Vallés, paciente de Ataxia de Friedreich, de Zaragoza.

Nota del administrador del blog:
Por su excesiva amplitud para artículo tipo blog, este relato de Vicente será dividido en dos partes... a editar en días consecutivos.
Hoy se edita la primera parte
.

- Hay gente que le gusta el anonimato. Ya sabes, pasar desapercibidos… y suelen ser respetados. Incluso, es un valor positivo, considerado socialmente. Pero creo que, en el fondo de todos nosotros, deseamos estar en el candelero: Tenemos que llegar a lo más alto… llegar a ser célebres.
El moribundo hizo una pausa en su discurso para tomar aire. Tal breve silencio pareció dar a la alocución un toque distintivo y de especial énfasis, pues sus palabras alcanzaron una gravedad y trascendencia inusitadas… mas no fue ésa su intención.
- Todos -siguió- queremos ser importantes, ser famosos, salir en la foto, que se hable de nosotros. Por lo menos, yo sí. Mi vida se ha desarrollado en torno a un secreto, evidente para todas las almas perspicaces: Deseaba llegar a ser un arqueólogo famoso… Siempre me achacaron ese afán de protagonismo... del cual estaba orgulloso… Por eso, cuando vinieron de la tele a entrevistarme, sentí la dicha de ser importante. Pero mi destino de infatigable luchador en pos de alcanzar la fama, truncó mi ilusión.


En el hospital, los médicos rezumaban compasión al ver a aquel hombre dando el último retortijón de dolor. Sus hijos se preguntaban “por qué papá”, y no dejaron subir a los nietos a la fría habitación de hospital.
Por fin, el moribundo, cuyo nombre era Romualdo, se entregó a la inconsciencia ante el asombro y admiración de todos los presentes por sus lúcidas palabras.
Sollozos… y el enfrentarse a la cruel realidad.

Llegó Benito, secándose el sudor de la cara. Benito era gordo, y el mejor amigo del enfermo:
- ¿Qué tal está?.
El silencio le acogió como respuesta. Las miradas de las dos hijas de moribundo, jóvenes y guapas, expresaban sin palabras la improcedencia de la pregunta del tío Benito... En realidad, el tío Benito no era tío, ni familiar... pero como era gordo y bonachón, todos le confiaban sus más íntimos secretos. Hasta que se hizo amigo de Romualdo, el enfermo.

- No te mueras, hermano... –su hermana sollozó intensamente mientras Benito encontró al ansiado abrazo de su pretendiente. El tío Benito y la tía Berta formaban una pareja extraña: Benito era gordo y sudoroso. Vestía de blanco, aunque siempre llevaba alguna mancha… Mientras, Berta era extremadamente delgada, y siempre vestía de negro. En cambio, lucía una extraordinaria, belleza inusual para sus sesenta y tantos años. Y, evidentemente, desentonaba con el sudoroso gordo y siempre colorado Benito.

El hijo de Romualdo dio un paso hacia Romualdo y, con una tristeza algo artificial, dijo en tono lúgubre y cansino:
- Se está muriendo.
Benito hizo una mueca de dolor apagada por los abrazos de las mujeres que había en aquella estancia esterilizada.

- Estaba escribiendo sus memorias... –el nuero extranjero de Romualdo empezó a leer en pasos cortos:
“...Sospechaba que la morada del caballero estaría en las coordenadas prefijadas… tal y como reflejaban mis investigaciones, pero no tan cerca de mi domicilio, de mi propia casa. “Fray Tada”, capellán de los Monjes Campaniformes, describió el cofre que fotografié en las... (foto 18, bc)...”.
- Eso parece interesante. –dijo Benito masajeándose la barbilla de interés.
- ¡Claro tío! –dijo Adalberta, la hija pelirroja de Romualdo- por eso vino la televisión a casa.
- ¿Televisión? –Benito entrecerró los ojos y comenzó a maquinar un plan.

- Sí querían filmar el hallazgo del “Mondadientes Santo”, dentro del cofre que se hallaba enterrado a varios metros del subsuelo, bajo el sótano de su casa.
- Fue el colofón a varios lustros de trabajo duro hasta dar con el Mondadientes Santo de San Ignacio de Loyola.
- Y eso era su vida. Era ese hobby apasionado que le daba vida y rompía su aburrimiento...-continuó la pelirroja.
- Pero ahí empezó todo, allí se accidentó. Eso fue su fin.
Todos suspiraron de dolor y miradas vanas casi al unísono, menos Benito que rezongó:
- ¿Accidente? Nadie me contó nada. Yo pensé que fue su corazón, fallaba porque estaba delicado...
- No sólo eso, resbaló por la escalinata del sótano, y se rompió "el hígado" –dijo Berta, mientras gimoteaba, siguiendo la cadencia de sus palabras.

- Ya veo, pero ¿tan grave fue la caída? -preguntó Benito.
Todos emularon un sollozo para enfatizar la cruel realidad, y afirmar sin asentir, obviando su dolor.
Una enfermera de corta estatura pero pechugona irrumpió en la habitación para tomarle la tensión:
- ¡Tan enfermo como está, y lo sonrosada que tiene la cara...! –dijo la enfermera en un suspiro, como diciendo: “ya sabéis todos lo que quiero decir, pero lo digo igualmente, porque es algo de sentido común… es algo que se dice cuando no sabes cómo relajar el ambiente enrarecido por tu presencia”.
- En efecto, tiene buen color. En mi familia, todos tenemos un fantástico rubor... –intervino Berta, relajando su sorpresa.
- Usted no. ¡Esa palidez debe de ser la excepción!.
Berta pensó “¡Hija de puta...!”, pero, en cambio, dijo:
- ¡Descarada!.
La enfermera se fue divertida, porque le encantó esa cursilada… y sonrió al caminar altiva hacia la puerta, aguantando la risa.

Benito pensó en honrar a su amigo, y se quitó el sombrero ante el alivio de todos. - ¡Oh mi querido Romualdo! Mereces mucho respeto y un gran honor al regalar ese gran descubrimiento al acervo cultural de la humanidad. Tu esfuerzo merece ser conocido, aireado y laureado por el mundo. –Romualdo, con un disimulo eficaz y frío, como buen actor, se acercó a la mesilla con pasos cortos, y, aprovechando la cadencia de sus palabras, se colocó delante de la mesilla de hospital para que nadie viera como se agenciaba el diario de Romualdo: las memorias que leyó el extranjero, y lo introdujo en el bolsillo izquierdo de su pantalón. Luego, se puso frenético su sombrero, y partió veloz.
Todos se extrañaron ante la caballeresca reacción de Benito. Nadie la esperaba, y empezaron a pensar seriamente que se quería aprovechar de la situación. Incluso Berta torció el morro presa de la desconfianza. Sin embargo, nadie podía imaginarse cómo.

Benito dejó tras de sí, en su atolondrada carrera, el aroma a hospital desplazado por el aire que su enorme volumen dejaba. Fue hacia la cafetería más cercana, y pidió dos huevos fritos con chorizo. Allí sacó el grueso volumen del bolsillo de su gabardina, y comenzó a leer mientras comía.
Se colocó el libro junto al plato, y, sin levantar la vista, cogía la copa de vino y bebía mientras leía:
“Presiento que se acerca el gran momento de hallar el objeto puntiagudo que liberara a la santa figura de los trozos pequeños de carne de cordero (ver fotografía de cordero maduro, número 18)… por ejemplo, de sus santas piezas dentales… ya que se usaba al ingerir ese maravilloso manjar en el Norte de España. Es de suponer que tan insigne figura se viera presa de las torturas más elementales y banales que nos acucian a todos los mortales, tales como los trozos de comida insertados en la zona interdental, las flemas, los estornudos con mucosidades verdes, o los pedos... (véase gráfico procedente del Atlas Histórico)”.

Vicente Sáez Vallés
Sonrió al comprender, y al engullir ese pedazo de pan mojado en la yema acompañado de la clara frita.
“He de memorizar esto que sigue”, pensó Benito:
“El ilustre objeto se halla en un estuche de cristal y en el interior del pequeño cofre que abrí. Lo reconocí entre pañuelos grises de seda oriental. No obstante, sólo puedo asegurar la posesión del mondadientes, ya que se halla firmado, y los pañuelos, no”.

Benito salió de la cafetería, decidido, ante el sol potente del veranillo primaveral. Penetró en el edificio de su oficina. Caminaba jovial y con prisa hasta la puerta de su despacho, y se sentó en la butaca de la mesa, en un perfecto movimiento que sincronizaba la flexión de las piernas, descolgar el teléfono, posar las posaderas en el asiento (valga la redundancia), y llevar el auricular a la oreja… Hizo unas llamadas telefónicas, y manchó de huevo el escritorio de caoba y el micrófono del teléfono. Miró el reloj de pulsera, y volvió a arrugar su vieja gabardina al partir en loca carrera hacia el hospital.

(Continuará mañana).

Nota del administrador del blog:

Vicente falleció en el año 2006. Para acceder a una breve semblanza del autor del texto (escrita por su hermana, Cristina, también, como él, paciente de Ataxia de Friedreich), hacer click en: Semblanza de Vicente Sáez Vallés.

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