Por Pilar Ana Tolosana Artola, paciente de Ataxia de Friedreich, de Vitoria.
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II parte
Y es que, eso era exactamente... No me hubiera parecido tan raro reconocer a mi hermana, que entonces se paseaba por los pasillos del patio de butacas, si no hubiese muerto hacía diez años. Estaba muy elegante, caminaba como siempre, con mucho estilo. Pero mi gemela no dejaba de ser un fantasma incorpóreo y etéreo.
A todo esto, el SEPULTURERO Nº1 ya había largado su primera frase. A continuación yo tenía que contestar. Sin embargo, estaba tan pasmada, que no pude reaccionar de otra forma que saltando las escaleras de la tarima y quedándome mirando al espectro... el cual era como un reflejo de mí misma, con la melena larguísima, y toda cubierta de polvo blanco de la cabeza los pies.
Y ya fue demasiado cuando su voz aniñada que me iba llamando, que me estaba buscando entre el público, que sus labios repetían mi nombre:
- ¡Rebecaaaaaaaaaaaa, Rebecaaaaaaaaaaaaa! ¡¿Rebeca, dónde estás?! ¡Rebecaaaaaaaaaaaaaaaaa…!
Me estaba emocionando tanto... No podía más. Tenía que comérmela a besos antes de que desapareciera, como otras veces había hecho. Parecía anclada ahí quieta, hasta que comencé a andar hacia arriba con velocidad progresiva... Tenía que reencontrarme con ella, si no, me daría un ataque de angustia, y luego me moriría allí mismo.
Mi respiración era entrecortada. Me dirigía hacia mi hermana Ivana. Corría presurosa. Estaba a punto de alcanzarla...
- ¡Rebecaaaaaaaaaaa, Rebecaaaaaaaaaaa! -continuaba ella.
Casi había llegado. Ivana estaba a dos metros escasos...
- ¡Ya estoy, Ivana! ¡Ya estoy! -exclamé sin saber muy bien si me había oído.
Y cuando llegué junto a ella, quise abrazarla. Sin embargo, al intentarlo, mis propios brazos se reunieron de nuevo. Y abrí los ojos buscando una explicación: En lugar del cuerpo curvilíneo y turgente de mi hermana, me encontré con cientos de burbujas que colindaban conmigo y estallaban suavemente. Lo mejor sería asumir que se había evaporado otra vez.
Aunque... si lo pensaba mejor... no sé lo que esperaba en realidad... Ivana no era humana ya. Ivana estaba muerta. Ivana era un fantasma... Debía registrar una vez más esto en mi cerebro.
Completamente aturdida y confusa, la gente de las butacas se preguntaban unos a otros qué me estaba pasando. La única que manejaba una respuesta algo más fidedigna y certera, era yo, pese a que no sabía muy bien qué hacer con ella, porque ni a mí me convencía.
Me di la vuelta fastidiada, concluyendo que no iba a estar con Ivana, que todo aquello había sido una broma pesada de mi mente, y que si la muchedumbre se enteraba de lo que acababa de ocurrir, me encerrarían en la habitación acolchada de un psiquiátrico, con una camisa de fuerza como vestimenta nivelada a mis delirios...
Con tan mala suerte que, al salir de ahí, tropecé con la pierna de un espectador. Y me caí todo lo larga que era... ¡La hecatombe... vaya batacazo...!.
No podía ni pensar, así que menos estaba yo para hablar y dar elucidaciones sobre las fantasías de mi córtex cerebral. Después, viré sobre mí misma como si fuera una trucha moribunda, y miré curiosa a todos cuantos estaban observando con fijeza mis movimientos.
- ¿Qué ha ocurrido, guapa? ¿Te has hecho daño?.
- ¡Pobre chica! ¡Qué despistada! ¿No ves bien?.
- ¿Te has mareado?.
- ¿Estás bien? Tienes los ojos hinchados. ¿Qué has tomado?.
Esta última señora sí que me molestó, con su certeza al sugerir, con sus insidiosas retóricas, que la caída era debida a haber consumido drogas o sustancias psicotrópicas.
“Sí, señora, las narices me está hinchando usted...”, me dieron ganas de soltarle a tal escarola de pelo rizado con más arrugas que una pasa, y los ojos tan saltones, que parecía que la iban a abandonarle, para ir a tomarse un piscolabis.
Antes de intentar levantarme, opté por ignorar a todos, y registrar los techos del sitio, y me di cuenta de algo: Que la parte de arriba, estaba llena, llena, llena de polvo y telarañas...
La casa-árbol que Ivana y yo habíamos construido en el jardín cuando éramos pequeñas, también tenía muchas telarañas.
Si no me fallaba la memoria, creo que cumplimos cinco años el día que la inauguramos... tirando una botella de champán desde lo alto. Claro que a nadie le gustaba que nos subiéramos a esa casita. Sin embargo, ahí pasamos los mejores tiempos de nuestra infancia.
En la casa-árbol teníamos recuerdos inolvidables. El hecho de que Ivana se cayera de allí y se matara el día de nuestro quincuagésimo cumpleaños, fue lo que hizo que la ira y la venganza afloraran en mí como sentimientos adyacentes y cercanos, según afirmaba mi prudente psicoanalista.
Cuando aquel fatídico día se inició, nadie hubiera esperado que, tan sólo unas horas después, fuera a terminar de una forma tan fatal y adversa.
Habíamos desayunado apaciblemente y nuestros padres le regalaron a Ivana el carísimo vestido, del cual ella estaba enamorada hacía muchísimo tiempo. Su carita de felicidad bastaba para saber que habían acertado de pleno, y que ya no había nada que le pudiera gustar más.
Pese a todo, yo intenté asombrarla con unos pendientes y un colgante de "Sensación de Vivir", que era la serie televisiva del momento. Sin tener nada que ver con lo que yo había imaginado, los metió al cajón de lo que ya nunca se ponía. Y, con una sonrisa forzada y falsa, como las de los anuncios de dentífricos, me dijo, por decirme algo, estar agradecidísima y encantadísima.
- Ésta sí que tiene madera de actriz -susurré sin que me oyera.
Después de esto esperaba mis regalos, aunque por parte de mis padres, me advirtieron que tenía que traerlo alguien desde Bilbao, y que todavía no había llegado. Aunque, enseguida estuvo allí: Era un cachorrito precioso y cariñosísimo, que no dejaba de lamerme la cara.
Llena de gozo e ilusiones, fui a buscar a Ivana para enseñarle mi nueva mascota. No la encontraba por ninguna parte... ni en la cocina, ni en su habitación, ni en el baño... Como penúltima opción, se me ocurrió mirar en el jardín, y... ella, mi gemela, estaba ahí tumbada, inmóvil, quieta, sin respirar... al lado de unas botas de tacón, tipo similar a las que había llevado Mónica Naranjo en su última actuación de ese año.
Casi se me cae el perrito cuando la vi allí tendida. Me agaché y pretendí despertarla sin éxito, dándole pellizcos en los brazos, a la vez que gritaba llamando a papá y mamá.
Se había caído de la casa-árbol al pretender bajar con esas malditas botas que la embelesaban. Nunca subíamos allí arriba: ya se nos había pasado la fiebre de pasar todas las tardes en su interior... Ya éramos chicas grandes, y debíamos aparcar ya esos sueños infantiles, para ir avanzando en la vida.
Asimismo, éramos unas adolescentes cautas, y estábamos cerca de que nos preocupara más que la casita-árbol, un pisito en el centro y todos los amigos del mundo. Realmente, la habíamos convertido en una especie de trastero, en el almacén de nuestro Diógenes particular, donde guardábamos todo nuestro pasado. Desde el principio, Ivana no supo dónde esconder esas botas, y no se le ocurrió otro sitio mejor para ocultarlas.
A mamá nunca le había gustado que tuviéramos que escalar hasta la casa-árbol. Y cuando nos aburrimos de ella, se conformó. Pero, en secreto, mi hermana la seguía visitando con asiduidad. Creo que por primera vez comprendí por qué a mamá no le gustaba, al darme cuenta que Ivana seguía sin moverse.
La ambulancia llegó, la subieron a una camilla... también subieron nuestros padres que la acompañaron... sin apenas poder decirme que me llamarían... Y la vi alejarse, sin más, hacia el hospital. Jamás volví a ver a Ivana. Me contaron que murió.
Y este detalle de la ambulancia llevándose a mi gemela, nunca lo podré olvidar... A no ser que alguien me taladre la cabeza, y pueda eliminar toda esta angustia que siento... Después de todo, yo era la mayor de las dos, y tenía que haber derrumbado la casita del jardín: se caía a pedazos y cada vez me daba menos seguridad.
Mi psiquiatra solía insistir en que "no me hiciera mala sangre", que no podía saber lo que iba a ocurrir. Pero, no era tan fácil.
Mi madre convenció a todos de que me convenía ponerme en manos de un médico para que me ayudara a superar la muerte de mi hermana. Yo no dije nada, no tenía fuerzas para discutir... Fue un período de debilidad mental transitoria.
Y precisamente fue que estuve más temprano que tarde en la sala de espera de un señor de bata blanca, cuyos títulos sobre cursos en Stanford y en Yale parecían asegurar poder arreglar todos mis problemas, sin dejar absolutamente ninguna secuela o daño colateral... Sonaba un poco mal lo de “solucionarme la vida”, como remachaba él. Depende de cómo lo entendiera, pero el primer día de la consulta, cuando lo tuve enfrente y alcé la frente y los ojos se me inflaron completamente los mofletes, y disimulé la carcajada, con un falso ataque de tos, sólo para no parecer maleducada y asocial.
Aún hoy en día, hay veces que mientras este hombre me está exponiendo la importancia de quererse uno mismo y del valor de la verdad contra de la mentira, no puedo reprimir una tenaz y persistente sonrisa, al asemejar su nariz gruesa y descendente con la de Doña Jaimita Llobregat, la madre, en los tebeos, de Zipi y Zape.
En fin, que de estas cosas me andaba acordando yo mientras estaba allí acostada entre tanta gente que se me había arrodillado al lado, totalmente preocupados de lo que me estuviera aconteciendo. Poco más pude disfrutar tranquila.
De pronto, sucumbí aterrorizada al miedo de ver a Arantxa Seisdedos que venía hacia mí como un huracán, apartando a cualquiera que le bloqueara el paso. Era imparable, y estaba furiosa. Ya no me acordaba yo de mi profesora, ni de que estábamos representando 'Hamlet', ni de que yo era un SEPULTURERO de la obra... Apenas resonaba ya en mi memoria lo de que había saltado del escenario para ir a abrazar al fantasma de Ivana, pero así había sido, por lo que había arruinado taxativamente la función teatral.
Pilar Ana Tolosana |
Y de pronto, cuando la tenía ya encima, cerré los ojos delicadamente como si me hubiera desmayado. Al menos, de esa forma pensaba que no me pediría explicaciones sobre lo que estaba pasando... Y quizá pudiera escaparme antes de que su enfado llegara a baremo de catástrofe.
Pocos segundos después, pude sentir a la bestia, mejor dicho a su nariz aguileña olisqueándome por todo el cuerpo, igual que un sabueso encrespado que fuera a encontrar las pistas de que mi inconsciencia era una ardua mentira. Intenté controlar la respiración y no sudar en exceso. Sin embargo, sabía que me iba a pillar, que no podía seguir ahí derribada como una tabla. Y, decida, elegí erguirme en el momento en que la profesora hablaba cabal con uno de los espectadores, diciendo que realmente creía en mi inculpabilidad... y él le había protestado humanamente por el trato amoral y grotesco hacia mi persona por su parte.
Bueno, pues el caso, es que me escabullí lo más rápido que pude por la puerta de urgencia, ante un montón de miradas atónitas que me siguieron por todo el corredor. ¡Dios, se me iba a romper la caja torácica! ¡El corazón me iba a mil por hora!.
FIN
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Fuente del original del relato de Pilar Ana: http://pilaranatolosanaartola.es/textos/
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