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jueves, 29 de junio de 2017

Los ojos del corazón

Blog "Ataxia y atáxicos".
Por Cristina Sáez Vallés, paciente de Ataxia de Friedreich, de Zaragoza.

Cristina Sáez Vallés
Cuando tenía catorce años, mi familia y yo nos mudamos a un piso más grande, porque el anterior se nos había quedado pequeño con la llegada de mis dos hermanitos, los gemelos. El nuevo piso, mucho más grande y espacioso, estaba situado en un barrio nuevo, lleno de parques y jardines.

Yo había terminado ese año la EGB e iba a comenzar el bachillerato en el instituto. Mis padres preferían que mis hermanos y yo estudiáramos en centros que estuvieran cerca de casa, ya que éramos una familia numerosa y los colegios privados resultaban demasiado caros y lejanos.

Para llegar al instituto, había que atravesar un parque bastante grande. Cuando no hacía demasiado frío, salía un poco antes de casa y caminaba despacio porque me gustaba mucho pasear por ese lugar. Había una fuente de treinta y tres grifos y yo bebía un trago de agua en cada uno, aunque no tuviera sed. Era como un ritual: salía de clase, entraba en el parque, bebía en la fuente y, antes de salir, me quedaba mirando muy de cerca a la chica ciega que estaba sentada en un banco próximo a la salida. La miraba porque sabía que ella no me veía. Yo era muy tímido, más aún con las chicas tan guapas como ella.

La muchacha tenía mi edad. Vivía en la misma finca en que yo, pero una planta más abajo. Desde la ventana de mi habitación la veía estudiar, porque la suya quedaba frente a la mía, aunque un piso más abajo. Iba a un colegio especial para ciegos. Era muy curioso observar cómo leía con las manos. Me parecía algo increíble. Yo no podría hacerlo, pensaba, pero ella lo hacía tan rápido, tan natural... Los sábados me despertaba oyendo su voz, dulce, melodiosa. Daba clases de canto en casa con una profesora particular, que llevaba unas gafas de “culo de vaso”, y su enorme nariz impedía que las gruesas lentes se le cayeran. Mis hermanos se burlaban de ellas, de sus cantos religiosos, decían. Cantaban el Ave María de Gounod o el Aleluya de Haendel. Y canciones de los Beatles, que a ellos les sonaban como cantos de misa, de su antiguo colegio.

Una tarde de mayo, cuando pasaba por delante de Angélica, que así se llamaba, se puso a llover. Fue algo repentino. Entonces, yo me quité mi chaqueta y se la puse por encima de la cabeza. Ella no se asustó. Parecía reconocerme.

- Gracias, Juan-. Me había llamado por mi nombre. Estaba tan sorprendido, que no pude casi reaccionar.

- ¿Cómo sabes mi nombre?-. Yo sabía el suyo, pero creía que jugaba con ventaja, ya que podía ver.

- Bueno... Eres vecino mío, y oigo a tus padres llamarte por la ventana. Y sé que eres tú porque pasas delante de mí todos los días. Reconozco tus pasos, tu olor, tu respiración... Pero vámonos de aquí, que nos estamos poniendo como una sopa. ¿Puedes acompañarme hasta el quiosco de la música? Nos meteremos en él hasta que amaine la lluvia.

Ella se puso de pie, cogió su bastón con la mano derecha, y con la otra se agarró de mi brazo. Era menuda y delicada. Su ropa mojada dejaba adivinar un cuerpo moldeado, unos pechos quizás demasiado grandes si los comparabas con su cuerpo menudo. Era preciosa. Sus ojos azules, enormes, casi transparentes, miraban al infinito. Era ciega, sí, pero miraba de otra forma.

Ya habíamos llegado al quiosco de la música. Subimos los cuatro escalones, despacio, y pudimos guarecernos de la lluvia, que no cesaba de caer con fuerza.

- ¿Sabes? En verano venimos todos los viernes aquí, porque hay conciertos de música clásica interpretados por la banda del barrio. Mi padre toca el trombón en esa banda y mi madre y yo nos sentamos a ver la música.

- ¿Ver la música? La música no puede verse.

- Yo la veo. ¿Nunca cierras los ojos cuando estás a gusto en un sitio? ¿En una playa, en un parque o en un concierto? Cierras los ojos para sentir profundamente, para que la vista no traicione tus sueños.

Nunca había pensado en ello. Siempre había creído que la vista era un don muy preciado, y que carecer de ella era lo peor que le podía pasar a alguien.

- Si cierras los ojos, verás qué bonita es la lluvia. Escuchar su sonido, oler la tierra húmeda, beber el agua que resbala en tu rostro y se mete en tu boca, acariciar el cabello mojado...

Cerré los ojos tal y como ella me dijo. Y mientras me hablaba, veía todas las cosas que iba diciendo. Luego dejó de llover y ella gritó: “¡Mira, el arco iris!”. Yo, instintivamente, abrí los ojos y, efectivamente, ahí estaba. Volví a cerrarlos y pude ver el sol, sentí sus rayos atravesándonos, y observé cómo nos calentaba, secaba nuestros cuerpos, nuestra ropa. Entonces, abrí los ojos y la miré. Me sonrió. Y creo que se sonrojó. De alguna forma, ella supo que la miraba. Y la besé, tímidamente, en los labios. Sólo fue un pequeño roce, pero Angélica me devolvió el beso. Tocó mi cara suavemente y la acercó a la suya.


- Te estaba esperando- me susurró al oído. Yo me quedé sorprendido, pero cogí su mano y los dos bajamos los escalones del quiosco despacio y en silencio. La acompañé a casa y desde entonces no volvimos a separarnos.

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Nota del administrador del blog:
Con este relato, Cristina ganó el 3º premio del certamen "Julio Sacristán Benítez". Vídeo-resumen:



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