Blog "Ataxia y atáxicos".
Por Cristina Sáez Vallés, paciente de Ataxia de Friedreich, de Zaragoza.
Nota del administrador del blog:
Por este relato, Cristina (en la foto recibiendo el premio) ha ganado, recientemente, el primer premio de relatos del certamen literario organizado por la Asociación madrileña APAIPA.
Era viernes. Un soleado, pero ventoso, viernes de abril. Yo tenía veinte años. Caminaba con dificultad. El fuerte viento me hacía perder el equilibrio y tenía que hacer un gran esfuerzo para seguir avanzando. Habíamos quedado cerca de mi casa, en el restaurante vegetariano de siempre. Para llegar hasta él, debía atravesar una amplia avenida llena de árboles que bailaban al son del viento. Con una mano, sujetaba la bufanda para que me tapara la boca, y con la otra, me apoyaba en un árbol, o una farola, o una pared, según el caso. Con mis andares torpes, mi larga melena despeinada, toda vestida de negro, (menos la bufanda, que era de color morado, mi color favorito), la nariz roja, la cara pálida, y agarrándome para no caerme, parecía que estaba borracha, o algo peor. Aunque yo ya estaba acostumbrada a esas miradas que me juzgaban y condenaban. Me hacían daño, porque la ignorancia es muy atrevida.
Normalmente, él venía a buscarme en su coche, cuando salía de clase de la facultad de medicina. Quería dedicarse a investigar mi enfermedad, y encontrar la cura milagrosa. Leía todo lo que encontraba en los libros sobre ella, pero la verdad es que no decían gran cosa.
Llegué, por fin, al restaurante. Era un poco pronto, así que me senté en nuestro rincón favorito. Tomás, el hijo de la dueña, me saludó desde la cocina. Era un chico delgado, melenudo, hippy y muy agradable, al que mi novio tenía manía y muchos celos porque: “te mira mucho... te come con la mirada... y a ti te gusta eso”, me decía muy serio. Yo me enfadaba, y dejaba de hablarle un buen rato.
- ¿No viene tu novio? -Tomás se acercó a mi mesa y se sentó a mi lado. Me sonrió. Su sonrisa era amplia y su mirada tan intensa que me hacía ruborizar. Sus ojos azules, eran tan claros, que parecían transparentes.
- Sí, es que he llegado pronto. Es su cumpleaños. Por eso comemos juntos.
- ¿Quieres tomar algo?.
- Un vaso de agua, por favor... que vengo acalorada.
- Pues calor no hace. ¡Menudo cierzo! –Se levantó de la silla y se dirigió a la barra. Volvió con una jarra de agua y un vaso–. Oye, ¿eso que te pasa a ti, no tiene cura? –Mientras hablaba, me echaba agua en el vaso.
- ¡No! -Cogí el vaso y me bebí el contenido de un tirón.
- ¿Y haces algo de ejercicio? Yo podría darte clases de yoga.
Iba a contestarle cuando vi a Juan que entraba al restaurante. Tomás le saludó, y Juan le devolvió el saludo con desgana. Se acercó y me dio un beso en la mejilla. Estaba frío, y su beso me cortó la cara.
- ¿Hace mucho que has llegado?.
- Unos diez minutos.
- Pero no te has aburrido –Dijo irónicamente fijando sus ojos en Tomás.
Le miré largamente, y decidí no enfadarme en el día de su cumpleaños.
- Cariño, felicidades -Saqué de mi bolsillo un paquete de pañuelos de papel, primero, y un paquetito envuelto en papel de regalo-. Ábrelo, a ver si te gusta.
Lo cogió, y mirando el regalo, dijo: “Me gustaría hablar contigo”.
Su tono de voz sonaba muy trágico, pero yo, siguiendo con mi costumbre de desdramatizar las cosas, y porque no quería escuchar lo que hacía ya tiempo me temía, solté: “¡Qué hambre tengo!”. Y llamé a Tomás. Pedí que me trajera arroz con verduras. Juan se levantó para coger un zumo de naranja.
Ya tenía el plato en la mesa. Me disponía a comer, cuando Juan cogió mi mano y, dramáticamente, eso sí, me dijo: “¿Por qué no lo dejamos?”.
Yo le miré con los ojos llorosos, y le dije que el arroz estaba soso. Y me eché sal. Mucha sal. Probé el arroz, y eché más sal. Luego bebí agua, y rompí a toser. Saqué un pañuelo del paquete, y me soné la nariz.
- No has abierto el regalo -le dije con voz temblorosa.
Lo miró, lo cogió, lo desenvolvió. Era una pluma estilográfica. Me había costado una pasta. La tinta era de color morado, mi color favorito.
- Está tu nombre grabado. ¿Lo ves...? Juan Luis.
Juan dejó la pluma sobre la mesa. Iba a decir algo, pero le interrumpí: “Me estoy meando”.
Me levanté de la silla, y me dirigí al baño, no sin antes tropezarme con un chico que llevaba una taza de té caliente, la cuál se le cayó, y, cuando quise arreglarlo cogiendo la taza al vuelo, me quemé... y, de la impresión, la lancé por los aires, lloviendo té por todo el restaurante, y haciéndose añicos al caer al suelo... Y luego de pedir disculpas, pisé a una señora que salía del servicio en ese momento. Entré en él y cerré la puerta... me senté en el inodoro, y quise llorar... pero pensé en que se me iba a correr la raya de los ojos. Así que me dije: “Nada de lágrimas”. Busqué un pañuelo, pero los había dejado en la mesa... entonces me sequé un poco los ojos con papel higiénico, y salí del baño.
Juan se había ido. El zumo de naranja estaba medio lleno. Y el plato de arroz seguía allí, incomible por lo salado que estaba. Pero había una nota escrita en un pañuelo de papel, con la pluma de tinta morada, mi color favorito. La nota decía: “Eva, no puedo seguir contigo. Te quiero tanto, que no puedo soportar que te mueras poco a poco, que acabes en una silla de ruedas. Lo siento”.
¡Vaya con el vidente! Cogí la nota, la doblé, y me la guardé en un bolsillo.
Me puse el abrigo y la bufanda, y me topé con Tomás, que me dijo que invitaba la casa y que si estaba bien, que si quería me acompañaba. Le contesté que no hacía falta, que gracias y salí del restaurante, triste y cabizbaja.
Me senté en un banco del paseo. El viento había amainado. O eso me parecía a mí. Saqué la nota del bolsillo, y la releí varias veces. Una lágrima cayó sobre el papel, y la tinta morada se emborronó. Entonces lloré más. Busqué los pañuelos en mi bolsillo, pero no los llevaba encima: Me los había dejado en el vegetariano. Así que me soné la nariz con el único que tenía, el de la nota... Me levanté, fui hacia la papelera, y tiré la nota llena de mocos.
Me marché a casa pensando en que quizás hacer yoga me haría bien.
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Gracias, Cristina.
ResponderEliminarUn abrazo.
Miguel-A.
Éste es el relato premiado en el III Certamen "Julio Sacristán Benítez" de la Asociación APAIPA. La verdad es que está basado en algo que me pasó y que fue muy triste en su momento. Con el paso del tiempo, se ven las cosa de otra manera. Ahora tengo una pareja que no cambiaría por nadie. Pero cuando uno es joven e inexperto y, encima, la vida te "carga" con una enfermedad rara, desconocida y que "progresa adecuadamente", el mundo se te cae encima. A mí se me sigue cayendo, pero pesa menos cada vez o a lo mejor, soy más fuerte. El relato lo he novelado y he cambiado el final, porque en la vida hay más colores que elegir...
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