Por Vicente Sáez Vallés, paciente de Ataxia de Friedreich, de Zaragoza.
Notas del administrador del blog:
1- Vicente "fue" (ya ha fallecido) psicólogo clínico.
2- Este relato, escrito en febrero de 1993, debió ser editado en el blog ayer, día 28, que era el aniversario del nacimiento de Vicente... Asumo el error de la pequeña demora: simples despistes.
No somos nadie:
Vicente Sáez Vallés |
A veces, me pregunto, tontamente, la cuestión que una vez leí en un libro de Dostoyevsky: "¿Puede un hombre, que ha hurgado en su alma, respetarse a sí mismo?".
Habrán adivinado que me dedicaba a estudiar a las personas. Era psicólogo, pero un psicólogo desalmado, que pregunta demasiado por su existencia. Una vez descubrí que el cuerpo y el alma son una sola cosa. Una vez, me pregunté si somos alguien, si somos sujetos de lo que nosotros mismos preguntamos. Me admiro y me sorprendo, porque todavía no se me han caído todos los esquemas. Tal vez fuera porque dejé de preguntarme cosas y, en medio del sostén del amor, me dediqué a reivindicar cosas perdidas. Pero las preguntas, llegaron a mis orejas y regresé a preguntar.
Cumplí los mandatos de mi educación, y me busqué una novia tetuda. Comencé a fumar y a escuchar música pop. Entré de lleno en los derroteros del sexo, y pude asegurar una relación estable que me hiciera olvidar la pregunta de si somos alguien. No obstante, en un momento dado, la pregunta retornó mostrándome mil caminos horribles de desamparo.
Una vez, concreta, me preguntó esa mujer:
- ¿Qué cosa reivindicas?.
No le pude responder: Me encogí de hombros entregándome al pobre concepto que ella tenía de mí: No hacía más que reprocharme que estaba siempre quejándome, reivindicando, justificándome, previniendo, pensando en el pasado. Luego, me amenazaba con dejarme, con abandonarme; al cabo de dos o tres meses, llegó a amenazarme una vez al día. Más tarde, más.
Esa tarde, encendí un cigarrillo, harto de la monotonía del absurdo de lo que me tocaba vivir. Miraba la calle gris por la ventana. Hacía frío, mi bufanda olía a naftalina, y la espesa niebla empapaba los horizontes de un señor de traje negro y sombrero de copa, que miraba los portales de las casas en ese temprano atardecer invernal. Estaba cansado, tonto; otra tarde sin que el teléfono sonara, ni hubiera clientes para sondearles el alma. Cada día había menos dinero en la oxidada caja de caudales. A cada instante que pasaba, recordaba mi desánimo y me construía un muro distinto de mi muralla, cada vez más estrecha.
De pronto, llamaron a la puerta, me intrigó, tal vez porque no tenía ganas de abandonar mi estoicismo, y abrí la puerta. Me asustó el semblante del hombre de negro que vi cruzando la calle. Me miró desguazando mis entrañas... Sus ojillos harían temblar al mejor superhéroe: Era muy elegante, y vestía un frac de terciopelo negro que resaltaba la luz amarilla de la escalera: Me miraba desde arriba... mediría unos dos metros. Tenía el cabello ligeramente ondulado, nariz curva, rostro largo. Sus descomunales ojeras marcaban unos pequeños ojos fijos en las víctimas que su bigotillo señalaba a ambos lados del mundo.
Su manaza sostenía una cartera negra de cuero, que llevaba con la resignación de un cobrador. Mágicamente, extrajo de su abrigo, a modo de capa (costaba mucho concluir que no se trataba del Conde Drácula), una tarjeta plateada de presentación que me tendió con sus dedos índice y corazón, en un ademán demasiado cortés, casi empalagoso. Mirando de soslayo, vi su nombre y su empleo de enterrador: no me extrañó. En ese instante miró pacientemente al techo y su voz profunda, clara, rotunda me inquirió:
- ¿Puedo pasar?.
- Claro -tartamudeé.
Abrí un poco más y me aparté de la puerta de la consulta, percatándome de que había presionado fuertemente el pestillo, fruto de la tensión.
- Vengo a causa de una muerte... a anunciar una muerte -dijo mientras se quitaba el sombrero haciendo su porte mucho más evidente. Yo palidecí y le estrujé el pecho preguntándole que quién. No imaginé a nadie.
- No es una persona la que ha muerto; sino, una relación.
- ¿Una relación?.
- Sí. La relación que mantenía usted y... -buscó en su cartera, y sacó una foto en blanco y negro que representaba a mi prometida:
Linda foto (la hice yo). Aún lucía una melena castaña impresionante y sus ojos claros, seguían embriagando a las presas de su mirada. Una camisa negruzca, sencilla, envolvía los hombros y estimulaba el cuello más esbelto afianzando cualquier ideal de belleza. El retrato, despedía escandalosamente vida. Era una de esas fotos que me hacían recordar los momentos más felices que pasé con esa chica. Cuando todavía existía magia y bienestar.
- ¿Conoce a esa mujer? -el tipo descomunal desafió mi persona con su voz firme, segura.
- Esa foto me es familiar, y representa a la chica que forma pareja conmigo... -dije sonriendo.
- ¡Perfecto! Le anuncio que he sido contratado por esa mujer para disolver la sociedad que mantenía con usted.
Debí de quedarme anonadado. Sin reacción. Esperé unos segundos a extrañarme de tan extrañado que estaba.
- ¿Cómo dice?.
- Sencillo, señor. Esa señora no desea volver a verle, y quiere que me lleve un objeto que usted tiene en su poder...
- ¡Es una broma!.
- Le aseguro que no lo es. Es mi profesión, y debo cumplir con el acuerdo estipulado...
El hombre temible y ceremonioso extrajo un papel amarillo de su cartera de cremallera chirriante, y me lo tendió amablemente. En ese momento, comencé a perder parte de mi voluntad y a entregarme a las escuetas explicaciones del caballero de negro. Me dijo que debía llevarse unos discos de "Pink Floyd", y me pidió que estampara mi firma en el papelito amarillo. Accedí mecánicamente, en una inercia inexplicable: El hombre olía a incienso, o a una rara fragancia oriental, que aún le daba más misterio y ambiente sórdido a esa loca visita.
Definitivamente, el enterrador se apoderó de mi voluntad, y de los discos de ella. Me dijo que tenía prisa, y que no podía perder el tiempo. Mientras abría la puerta, añadió que no tenía que intentar localizarla, porque había sido tajante y abandonado la ciudad... había cambiado el número de teléfono y pedido traslado de su puesto de trabajo... Había desaparecido.
Ya en la escalera, se despidió con un abrazo y un sollozo fingido alegando tristemente: "!No somos nadie...!".
Vi alejarse a la insigne figura, más firme y segura, después de un trabajo bien hecho... Quedé solo, frío. Terminaba el día sin trabajo, descompuesto y sin novia, sentado en mi sillón que daba a las estrellas más lejanas.
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Nota final del administrador del blog:
Vicente falleció en el año 2006. Para acceder a una breve semblanza del autor del texto (escrita por su hermana, Cristina, también, como él, paciente de Ataxia de Friedreich), hacer click en: Semblanza de Vicente Sáez Vallés.
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