Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.
Nota:
Aunque en mi página web figura una sección llamada "autobiografía", nunca fue escrita como tal... sino que fue una compilación de artículos escritos con anterioridad.
A dicha compilación, o llámese autobiografía, he añadido, con posterioridad, escritos a medida que me han ido surgiendo, o he tenido un huequecito de tiempo libre para añadir temas relativos a mi compleja existencia.
En este blog, ahora, voy a editar una serie de cinco capítulos, bajo el tema 'Mi voz', que han sido los últimos en ser incorporados a mi llamada autobiografía.
Hace algunas semanas hemos tratado en el grupo ‘Ataxia y atáxicos’ de Facebook el tema del habla atáxica (disartria). No habría nada que resumir sobre este síntoma atáxico, porque los comentarios, humor aparte, se limitaron a lo que todos nosotros conocemos... incidiendo en los sentimientos de sorpresa, indignación ante incomprensiones ajenas, y miedo a no ser entendidos en un futuro próximo. No tendría nada para añadir a este punto de la disartria atáxica, salvo contar mi experiencia al respecto. No obstante, para ello, será preciso resumir antecedentes, para que, cuanto voy a decir, resulte comprensible.
El inicio de mi ataxia fue lento y, además, muy complejo. Al proceso atáxico se unía el hecho de que desde siempre fui un niño débil, con escaso desarrollo físico. Y esto era lo que lo encubría todo, pues para cualquiera (médico, o no), eso era lo único observable, a simple vista. Lo de ataxia subyacía semioculto (algo pudiera, y debiera haberse apreciado, claro), y ni siquiera me fue mencionado lo de ataxia hasta los 21 años. Ante mis quejas, en prescripciones médicas no me faltaron calcio y vitaminas, con independencia de cuáles fueran mis quejas sobre destreza, equilibrio, o cansancio.
A los 18 años me derrumbé anímicamente. Ya no aguanté los complejos de mi escaso desarrollo físico y mi torpeza, que me suponían discriminación. ¡Y la que se lío entonces! Crisis nerviosa por diagnóstico... que además era causa... es que yo era muy nervioso, decían. Nada de estudiar... al menos durante un tiempo, prescribieron... Y si la inteligencia y los estudios eran mi única arma para no ser marginado, pues no sé ni cómo pude salir vivo del lío. Ahora, ya todo era cosa de nervios... lógicamente, ya no me daban vitaminas, sino sedantes...
A pesar de haber pasado por consultas de psicólogos y psiquiatras durante un breve periodo de tiempo, salí del bache. Y a mis 21 años me llegó el diagnóstico de Ataxia de Friedreich, como por pura casualidad: Apareció una hermana, 7 años menor que yo, con parecidos síntomas. Desde Burgos fuimos derivados a Madrid... Fuimos solitos... yo ya era mayor de edad, aunque tuviera pinta de niño.
Tras tres días de pruebas, llegó el diagnóstico. Ante dos aparentes niños, sin acompañamiento de adultos, el Dr. remató la faena con un cuento de hadas:
- Ustedes tienen una rara enfermedad llamada Ataxia de Friedreich, pero no se preocupen.... no tendrán que usar silla de ruedas hasta los 60 años. Y para entonces, como la ciencia avanza, ya se habrá hallado una cura.
Y me dio una carta, en sobre cerrado, para su colega de Burgos.
A la consulta del neurólogo de Burgos también fuimos mi hermana y yo, solitos, sin aparente acompañamiento de adultos, aunque yo lo fuera, eso sí, con pinta de niño. Quizás ese punto cortó al Dr., porque, a pesar de leer la carta en silencio, explicó menos aún que su colega de Madrid:
- Ustedes, como ya se les ha dicho, padecen Ataxia de Friedreich. De momento, no hay tratamiento para esa enfermedad. Si necesitan ayuda psicológica, vuelvan a mi consulta (además de neurólogo, era psicólogo, y psiquiatra... años después, fue asesinado a cuchilladas por uno de sus pacientes con disturbios mentales).
Y punto final... por supuesto, nunca supimos lo que decía aquella carta.
Lejos de agobiarme, el diagnóstico me favoreció: Ya no era torpe, a secas... era discapacitado por enfermedad, que es otra cosa. Y, por supuesto, nadie me haba hablado de la característica progresiva de la enfermedad. Así que, tenía cierta discapacidad, sí, pero me arreglaría con ella. Tampoco iba a asustarme ante la idea a una silla de ruedas a los 60 años. ¡Y qué...!, pensaba, ¡si algunos ni siquiera llegan a esa edad!.
Se amplió la explotación agraria y ganadera... me compraron un tractor agrícola (uno más)... y tenía trabajo a diario... y hasta los fines de semana... Y sin acordarme de médicos ni de medicinas pasé los cuatro, o cinco, mejores años de mi vida, entre tractores, vacas, y terneros...
(Continuará).
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