Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.
Nota:
Aunque en mi página web figura una sección llamada "autobiografía", nunca fue escrita como tal... sino que fue una compilación de artículos escritos con anterioridad.
A dicha compilación, o llámese autobiografía, he añadido, con posterioridad, escritos a medida que me han ido surgiendo, o he tenido un huequecito de tiempo libre para añadir temas relativos a mi compleja existencia.
En este blog, ahora, voy a editar una serie de cinco capítulos, bajo el tema 'Mi voz', que han sido los últimos en ser incorporados a mi llamada autobiografía.
Para ir a la serie completa (los 5 capítulos), pinchar en http://www.miguel-a.es/BIO/MIVOZ-PP.htm
... Pero la realidad era otra... muy distinta de cuanto pensaba. La enfermedad había seguido implacablemente su curso progresivo. “¡Ni 60 años, ni inventos... la mitad... la mitad... me han engañado!”. Ya me era evidente que iba a necesitar silla a los 30... o antes... Y lo peor no era que la silla asustara (que sí me asustaba), es que sólo era la puntita del iceberg del desbarajuste que causa la enfermedad... y que ahora yo ya lo preveía con suma claridad, aunque no lo supiera (por aquel entonces, ni sabía qué era la ataxia, ni, aparte de mi hermana, con 7 años menos, conocía a otros atáxicos. Sin embargo, en estos casos, es bastante peor lo que uno se imagina, que la realidad.
Había vivido sin querer mirar, como escondiendo la cabeza. ¡Ni neurólogos, ni leches!.
A los 26 años naufragué totalmente: Me deprimí. Lloraba constantemente. Tuve una infección gastrointestinal, martirizada por mis andares atáxicos. Y perdí casi diez kilos de peso (bajé hasta los 51)... Era casi un muerto viviente... Y me hospitalizaron para realizarme algunas pruebas (eso se me dijo). Por lo que pensé, en principio, que mi internamiento en el hospital fuera cosa solamente de tres días.
Resultó bastante absurdo, porque yo creía tener problemas gastrointestinales preocupantes, eso era lo que me preocupaba a mí... pero a ellos eso, ¡ni puto caso!... sólo les interesaba la ataxia y repetir esas mismas pruebas que hace cinco años me habían hecho en Madrid. Y no fueron tres días, como yo había pensado. ¡Las cosas de palacio van despacio! Fue un mes entero. Un tormento para alguien que no sabía estar sin hacer nada, porque estaba acostumbrado a utilizar la hiperáctividad como evasión a su problemática.
En el hospital íbamos a ritmo de dos pruebas por semana. Yo ejercía de bicho raro: De lunes a viernes pasaba a visitarme el neurólogo seguido de cuatro muchachitos aprendices a quienes daba explicaciones, poniéndome como modelo... El actual (40 años después) neurólogo jefe, es uno de aquellos jovencitos aprendices en prácticas. Y comprendo que tengan que aprender y practicar. ¡Pero, coño! ¿No podría hacerse sin herir la susceptibilidad de los pacientes?.
Eso sí, "disfruté" (entrecomillado) de dos permisos vacacionales... Tras esta vivencia, ya no me extraña la existencia de listas de espera en la Seguridad Social.
Yo ya había tomado el camino de la hiperactividad para paliar mis males, y me resultaba muy molesto estar hospitalizado... allí... quieto... sin poder hacer nada... Por otra parte, me había convertido en retraído... en poco sociable... siempre susceptible: pensando que la gente me miraba y se burlaba de mí... Es cierto que la gente te mira, y te vuelves huraño. Sin embargo, salvo casos aislados, entra dentro de la normal condición humana: Todos nos quedamos abstraídos ante lo diferente... Sin poder hacer más que ver la televisión y mirar revistas del corazón, que ni me interesaban, aquel mes hospitalizado fue un largo suplicio.
¿Permisos...? Uno: Semana Santa:
- Esta Semana Santa por aquí sólo habrá médicos para urgencias -me dijo la enfermera-, por lo que mejor será que firmes este documento para evitar responsabilidades al hospital. Y te vayas a casa hasta el próximo lunes.
Dos: El Dr. me había visto con unos grandes libros, y se había interesado, aunque tal interés solamente fuera parte de su deber. Eran referentes a unas oposiciones para “agente judicial”. Y le conté tener un examen en Madrid para cierta fecha (muy pronto). Pero se lo comió, o pareció habérselo comido (no me dieron el alta antes de la fecha que le había dicho).
Se acordó, o lo tenía anotado... y me lo comentó las vísperas.
- No -respondí-, que ya no quiero ir. Ya estoy demasiado jodido como para pensar en oposiciones.
- ¡Pero si no tienes nada! -mintió para animarme-. Ya verás cómo lo estabilizamos. Ahora soy yo quien te ruega que vayas a Madrid a examinarte. Ahora la enfermera te traerá un documento para firmar responsabilizándote de tu salida del hospital. Y vuelves a reingresar tras volver del examen.
Y así lo hice. Me fui a examinar a Madrid... directamente desde el hospital... y sin avisar a mi familia, que estaba en el pueblo.
(Continuará).
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