Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.
Nota:
Aunque en mi página web figura una sección llamada "autobiografía", nunca fue escrita como tal... sino que fue una compilación de artículos escritos con anterioridad.
A dicha compilación, o llámese autobiografía, he añadido, con posterioridad, escritos a medida que me han ido surgiendo, o he tenido un huequecito de tiempo libre para añadir temas relativos a mi compleja existencia.
En este blog, ahora, voy a editar una serie de cinco capítulos, bajo el tema 'Mi voz', que han sido los últimos en ser incorporados a mi llamada autobiografía.
Para ir a la serie completa (los 5 capítulos), pinchar en http://www.miguel-a.es/BIO/MIVOZ-PP.htm
... Mi amigo llegó al pueblo, ya licenciado, antes de la llegada del paquete enviado... A los pocos días, recibí una carta de Correos de Burgos, diciéndome que habían interceptado un paquete a mi nombre, que contenía un radio-cassette nuevo, y que para entregármelo tenía que presentar la correspondiente licencia de importación... o, de lo contrario, lo devolverían al remitente... Y muy atentos, me dieron la dirección de la Aduana en Burgos donde solicitar la tal licencia de importación.
Y fui a solicitar dicha licencia de importación. El episodio de la aduana es de lo más absurdo y surrealista que le puede ocurrir a alguien... una de esas cosas, aparentemente, inexplicables, que a veces ocurren en la vida. Y es inútil buscar explicación. No la hay... O si la hay, está más enrevesada que un rompecabezas... o es tan sencilla, que no cabe en nuestra complicada mente.
La aduana de Burgos (Burgos no es una ciudad fronteriza) era un edificio antiguo, pero bien conservado... con amplios pasillos, y techos superaltos. La gran puerta exterior estaba abierta de par en par... pero dentro no se veía a nadie... ni conserje, ni clientes, ni nadie a quien preguntar... ni un letrero indicativo... nada... Parecía desierto. “¿Estarán en obras? ¡Pero si no hay ni polvo que así lo indique!”. Cuando ya iba a irme, abrí una puerta, y vi un solitario funcionario en su escritorio a final de una enorme sala.
¿Quién era? ¿Qué cargo tenía? No lo sé. Por más que lo intenté, no saqué nada de aquella conversación con él. Más bien, hablé yo solo. Él parecía semimudo. Lo más coherente que dijo es que aquella licencia de importación no se daba a personas particulares, sino a empresas. Me ofrecí a pagar las tasas aduaneras que fuesen necesarias. Le conté la situación con pelos y señales, y le pedí una sugerencia de solución. Nada. Inútil. Era como si nada de cuanto dije, fuera con él... como si no me escuchara... solamente me miraba y remiraba.
Me fui triste y decepcionado... sin entender nada. “¡Vaya pijo de funcionario!”. Y me fui sin siquiera despedirme... Ni dar las gracias. ¿De qué podía dar las gracias...? E intenté animarme: “No pasa nada.... ¡sólo son 14.000 putas pesetas las que debes dar por perdidas!”.
Y escribí a Correos: “He estado en la aduana, y me han dicho que la licencia de importación no se la dan a personas particulares, sino a empresas. Estoy dispuesto a abonar a correos el sobrecosto correspondiente a las tasas aduaneras. Sin embargo, para que no pierdan el tiempo en devolver el paquete al remitente, les aviso de que éste era un recluta que ya no vive allí: ha sido licenciado, y ha regresado a la península”.
En Correos sí entendieron mi carta: Cerraron el paquete, y me enviaron el radio-cassette a mi domicilio, sin pedirme absolutamente nada en concepto de tasas aduaneras, ni por ningún otro concepto.
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Una tarde al llegar casa, estaban mi madre y mis hermanas cantando en la cocina. Al entrar yo, hicieron un silencio sepulcral. Era una trampa para que soltara mi rollo. En realidad, no estaban solamente cantando, sino grabando con el radio-casette sus propios cantares... y la grabadora seguía su curso... y yo soltaba mi rollo... sin enterarme... y ellas me tiraban de la lengua para que siguiera hablando... y grabándose mi voz.
Cuando escuche mi voz, “¡la puuuuuuta leche!“... Mi habla era casi idéntica a la del hombre a quien cedí la vez en el hospital para ir al escáner a Pamplona... presunto ataxico por accidente de tráfico (caída de una bicicleta... con lesión cerebral... él decía que lo atropelló un coche... pero, del que nunca se supo, ni nadie lo vio, ni quedaron rastros por ninguna parte)... Yo no sabía que tuviera anomalías en mi voz. Ni siquiera sabía que existiera la palabra 'disartria'. Creía que mi habla era completamente normal. O sea, que me quedé acojonado.
Entonces entendí el suceso de la aduana: Tal vez, aquel funcionario (probablemente de alto rango) ni me escuchara, ni me creyera. Me miraba y remiraba. Posiblemente, estaba pensando que en su oficina se había colado, sin citación previa, un “jodido” borracho, o drogadicto. Hasta es posible que estuviera aterrado, pensando que el tal borracho, o drogadicto, pudiera ponerle una navaja al cuello... o pegarle dos tiros, y dejarle frito en aquel solitario despacho. Y no era solamente el habla... él me había visto caminar tambaleante los cuatro metros existentes entre la puerta de la sala y su escritorio... ¡Qué cosas más raras tiene la vida...!.
- FIN -.
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Feliz fin de semana.
ResponderEliminarUn abrazo.