Por Vicente Sáez Vallés, paciente de Ataxia de Friedreich, de Zaragoza.
Abriendo los ventanales del comedor, la enfermera sonrió tímida y cálida, para sí, porque la lluvia arreció. Mil canaletas resonaban el gris del día, mientras alguien apagó los fluorescentes. Corriendo las cortinas, pensó en su amor... en el interno que murió anteayer... en el olor a café... en la suerte de los pobres residentes y los años que deberían estar perdiendo la ilusión... a la vez, puesta en los sones del telediario.
Su trabajo consistía en cambiar las sábanas de los internos, limpiarles, y darles de comer. A veces, deseaba poder mimar sus almas, y llevárselos a las montañas...
Ese día de lluvia, vio demasiadas caras a ras de suelo... tristes... depresivos... Ella sonreía, a sabiendas de llevarles la contraria... Con todo el egoísmo de animar a los impedidos, empezó a hablar con todos a la vez. En una fuga de ideas, casi maníaca, abrió cajas de cartón con juegos... subió el volumen de la tele... puso un disco de canciones infantiles... De todo, en espera de que sirvieran el café. Pero nadie se animaba. Los dieciocho residentes miraban fijamente el patio mojado. Sus rostros eran inamovibles, como rocas por las que no pasa el tiempo.
Uno de los internos abandonó la estancia, "rezando" no sé cuántos tacos, y moviendo con dificultad su silla de ruedas.
De pronto, se sintió sola entre minusválidos de todas clases y con todos los artilugios más de moda en el mercado de las ortopedias: sillas de ruedas, muletas, andarines... Se sintió estúpida, porque tuvo la horrible sensación de reír sus propios chistes.
Uno de ellos le miró fijamente, y se le acercó lentamente con su silla de ruedas. Ella no se percató, imbuida en sus pensamientos de tristeza y sinrazón. Por eso, chilló cuando le tocó el culo. Entonces, todos rieron y farfullaron. Su tez enrojeció. Las miradas a las formas jóvenes que escondía su uniforme, se multiplicaron por mil al empezar a temblar, y escuchar eco en las risas de los internos: Estaba avergonzada. Tenía ganas de llorar, pero las reprimió, ya que se avergonzaría aún más.
Había una mujer, joven, una chica residente, amante del café, la cual contempló la escena, y empezó a escribir en un papel amarillo, con torpeza y lentitud.
Alguien irrumpió habitación, portando una cafetera y cientos de tazones duralex apilados junto al azúcar, la leche y las cucharillas. Llegaron varios cuidadores y cuidadoras, algún médico, y varios internos más. Empezó la algarabía, y sacaron los mecheros y paquetes de tabaco... Ella se sintió aliviada, ya que su protagonismo disminuía... pero, en ese instante, los demás reían, y ella estaba triste.
Ese café era puro aguachirri. Lo sabían todos, pero seguían tomándolo. Era una especie de dependencia a lo que creían solía elaborarse con serrín. En ese gran momento, todos los mecanismos de los hombres y mujeres de la residencia se preparaban a la ingesta de agua de serrín. Hubo una vez que alguien vomitó ese mejunje, y la señora de la limpieza, se pasó un pelo echando serrín, por ello, se le llama la hora del serrín.
La chica, que escribía en papel amarillo, terminó su carta, y buscó en su carpeta plástica unas hojas, escritas a máquina y de un color naranja claro. Chirriando su silla, se acercó a la cuidadora y, haciéndole gestos, la sacó de su egocentrismo. Un poco azorada tomó la carta y sonrió colorada. Nadie se enteró, y cuando extrañada, comenzó a leer, levantó la vista, y vio que su autora ya estaba en su sitio sorbiendo los posos del serrín:
"Supongo que sabes que me gusta escribir cuentos. Lo que te ha pasado hace un momento, me ha recordado lo que le pasó a la protagonista de una fábula que escribí. Me gustaría expresar, que siendo un poco más objetiva, tu tristeza cambiaría. No sé si la fábula que deseo que leas, expresa esto. Perdona, ya sabes que no hablo nada bien. en esta fábula hablan los animales".
Vicente Sáez Vallés |
Se frotó los párpados, y levantó la vista. Imbuida en la lectura, comprobó que todos habían marchado del salón de la televisión. Estirando su cuerpo, se levantó, y caminó a los ventanales aún abiertos. Había dejado de llover. Miró el patio desierto y encharcado. Se le ocurrió que los desiertos de los hombres, son de serrín, en lugar de arena.
El agua de lluvia se había colado, y creado un charco cerca de los ventanales. Fue a avisar a la señora de la limpieza para que echara un poco de serrín... El día seguía gris.
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Nota final del administrador del blog:
Vicente falleció en el año 2006. Para acceder a una breve semblanza del autor del texto (escrita por su hermana, Cristina, también, como él, paciente de Ataxia de Friedreich), hacer click en: Semblanza de Vicente Sáez Vallés.
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Feliz fin de semana.
ResponderEliminarUn abrazo.