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jueves, 29 de julio de 2010

La luciérnaga dorada (I parte)

Blog "Ataxia y atáxicos"
(Por Maria Blasco, escritora y paciente de Ataxia de Friedreich, de Pamplona).

Para ver el perfil literario de María Blasco, ir a:
http://www.mariablasco.com.es/


Nota: Para ampliar la foto anterior, hacer click sobre ella.

Niña, siente la luna;
esa luz inmaculada que no deslumbra,
ese candor que te vela y guarda con ternura.

Niña, no tengas miedo,
no te hace falta nada más;
ni faroles, ni bombillas, ni linternas; nada.

Ella te protegerá del inmenso universo oscuro
con sus tenues rayos de luz serena.
No temas pequeña, y niña, siente la luna.

Todas las noches del mes de julio, Andrea acompañaba a su padre a visitar a Jacinto. No creáis que se trataba de una hora intempestiva para semejante menester. No amigos, porque el viejo Jacinto sólo se dejaba ver a partir de las diez de la noche, cuando empezaba a oscurecer. El padre de Andrea le preguntaba a su hija con una sonrisa pícara a ver si quería dar una vuelta por el pueblo antes de acostarse; a lo que la niña le contestaba abalanzándose sobre su mano y guiándole con impaciencia hacia la puerta de salida.

Antonio soltó una carcajada ante la reacción de su pequeña, y notó un gran regusto en su interior que le hizo sentirse estupendamente bien. Advirtió cómo una corriente calentita le subía por el brazo desde la mano derecha, la que le había agarrado su hija, y se expandía por todo el pecho, entibiándole el corazón.

Julia, su mujer, había fallecido hace un par de años, de un cáncer de estómago que nadie había detectado. Se fue casi sin darse cuenta, ni ella ni sus familiares. Toda la vida la iba a echar de menos, todas las noches con sus días. Aunque, menos mal que antes de marcharse le dejó a su pequeña Andrea que había sido la artífice de su templanza, la que había mantenido a flote su equilibrio, porque sin su existencia, se habría hundido sin remedio en la incertidumbre y el desconsuelo. Menos mal que la niña era muy pequeñita cuando murió su madre, contaba apenas con dos años, y no fue consciente de su pérdida porque si no... ¡Dios! ...no quería ni imaginar la catástrofe que habría ocasionado para los dos semejante situación.

Andrea se convirtió en la alegría de la casa, en la que con sus risas llenaba los huecos y vacíos de la vida de Antonio; la luz en las tinieblas, una gran cascada de agua fresca en el árido desierto en el que se habría transformado su porvenir. Si no fuera por su inocencia de aurora, su optimismo transparente que emergía ante cualquier situación amenazante, el regocijo y alborozo que derrochaba, él habría sucumbido ante la negrura de su frágil universo callado.

Recordaba, hace cuatro años, su gozo e ilusión al enterarse de que iba a ser el padre de una criatura que crecía en el seno de su amada esposa, pero desde el día en que el dulce retoño hizo su aparición, fue su madre la que verdaderamente se volcó en sus cuidados. Él inconscientemente, la abandonó un poquito; bueno, no es que la abandonara, simplemente, la descuidó; porque Julia se encargaba de todo lo referente a su pequeña, y él, por comodidad, lo había permitido. Sin embargo, al fallecer su esposa, tuvo que ocuparse también de todas esas tareas a las que no estaba acostumbrado, y fue entonces cuando comprendió lo que realmente significaba tener un hijo. Todos los sacrificios y privaciones se veían compensados con los impulsivos abrazos de Andrea, con la emoción que brillaba en sus ojitos negros cada vez que le dedicaba su atención, con la frescura de sus besos de lavanda y el cariño que de ellos emanaba. Poco a poco, aquellos primeros sacrificios tomaron un cariz de necesidad para el apenado padre, y en la actualidad disfrutaba de aquellos momentos con placer y deleite.

En menos que canta un gallo, se plantó con su hija en el portal de su casa. La temperatura nocturna se tornaba francamente agradable, ya que el termómetro había descendido considerablemente, teniendo en cuenta el sofocante calor reinante durante el día.

Nada más cruzar la puerta, Jacinto fue el protagonista de su conversación y no tuvieron que esperar mucho tiempo para que el viejo se hiciera presente.

Andrea se acercó a él y lo observo con gran detalle, se colocó a dos palmos de él. Antonio la separó un poquito no fuera a ser que el pobre se sintiera cohibido, o molesto. La niña lo miraba con ternura y curiosidad, sin reparar en la repugnancia que a otros les producía su aspecto. Efectivamente, ella no se percataba de su piel áspera y rugosa, ni de los abultados granos que abundaban en su cuerpo. Su padre afirmaba, jocosamente, que era una suerte que Jacinto viviera junto a ellos, porque con su fealdad espantaba a todos los vecinos no deseados. La chiquilla le susurraba, con preocupación, que bajara la voz si no quería que el susodicho se enfadara, y desapareciera. Así es que el hombre se calló y miró a Jacinto en silencio. Desde luego, pensaba el juicioso padre: cualquiera diría que se trataba de un viejo amigo, y por supuesto que lo era, pero, sin embargo, la chiquita no se daba cuenta de que él no le entendía... de que no podía saber si le insultaba o le halagaba... y que, además, le traía sin cuidado... no se percataba de que Jacinto tendría otras preocupaciones, si es que las tenía. Pero... era tan bonita esa inocencia, era tan... tierna, que Antonio no quería todavía estropearla ni mancharla de materialidad... ya tendría tiempo más que suficiente para sumergirse en este mundo y chorrear de apestosa realidad. Prefería compartir con ella su visión particular de lo que le rodeaba durante los escasos años de infancia que le quedaban a su niña, porque a él, ya hacía mucho que se le olvidó ser un niño: se le olvidó que se pueden coger las nubes desde lo alto del monte y engullirlas al igual que el algodón de azúcar que venden en las ferias... que las siluetas que se recortan en la cima de las montañas son los indios apaches de la tele al acecho de sus víctimas... que las arañas venenosas hacen guardia bajo la cama... se le había olvidado todo eso.

Ahora, con Andrea tenía la oportunidad de revivir todo lo olvidado, y le gustaba... le gustaba contemplarlo todo bajo el prisma de color, y evadirse del presente durante unos minutos cogido de su mano. No he de ser yo, meditaba, quien le diga que Jacinto no sabe leer, que no va a la escuela, que no tiene amigos... No he de ser yo quien le diga que Jacinto es un bicho, un animal, un batracio, un sapo, porque eso, ella ya lo sabe, pero no lo comprende del todo, concibe el mundo diferente; como lo concibe un niño.

Andrea se puso de cuclillas, y alargó una manita con la intención de acariciarlo, pero su padre le dijo que no lo hiciera, porque a los sapos no les gustaba que se les tocara, pues soltaban un veneno por su piel. La pequeña se extrañó, se quedó pensativa, y fue a hacerle una pregunta, pero de repente, señaló la pared de la casa (porque Jacinto vivía en una grieta que se abría en la parte baja de la casa, en el exterior, junto a la puerta).

Nota: Mañana se editará la segunda y última parte de este mismo relato.

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Sección "PowerPoint del día":

Para visionar y/o guardar el archivo PowerPoint, hacer click en:
Ley de igualdad.

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1 comentario:

  1. ¿Besó la niña al sapo? ;-)

    ¡En el próximo capítulo lo sabremos? :-)

    Gracias, Marutxi. Un abrazo.

    Miguel-A.

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