Por Mayte P. V., paciente de Ataxia de Friedreich, de Valencia.
Para ir a la primera parte de este cuento, pinchar en: El poder del recuerdo, I.
Era el último día de las fallas en Valencia. De hacía... como... ¡hummm...!, 26, o 27 años. Sí, realmente me sentía como una chiquilla de unos 6 años... tal vez 7. De todas maneras, y sin remarcar mucho en mis sentimientos, vi a mis hermanos y a uno de mis primos... todos niños, de entre 4 y 8 años. Íbamos a aprovechar, algunos días libres de mi padre, para ir a Albacete, para devolver a mi abuelita y a mi primo a su habitad normal, y también, claro, queríamos ver al resto de la familia.
Aquella mañana, cuando los niños ya estábamos vestidos y arreglados para iniciar el viaje, mientras esperábamos a los mayores, quisimos ir a comprar chuches al cercano kiosco. Mi madre y abuela, sólo impusieron una condición: que los más mayores tuviéramos cuidado de nosotros mismos y de los pequeños. Eran fiestas falleras, y por ello, había pasacalles, y petardos a mogollón... además, en nuestra calle se estaba preparando una masscletá para aquel 19 de marzo.
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Aquel hombre, que se había agachado, supuestamente para hablarme al oído, me tapó los ojos con ambas manos: su izquierda sobre mi ojo derecho, y su derecha en el izquierdo... pues, por su posición con respecto de la mía, era necesario que fuera así. Yo estaba inmóvil, asombrada... se puede decir que asustada y confundida. Aun así, pude guardar el control sobre mí misma.
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A eso nos comprometimos. De modo que, a toda velocidad, y cuidando a los pequeños, nos bajamos a la calle. Velozmente enfilamos hacia el kiosco. Nada más bajar y poner los pies en la calle, nos encontramos con un gatito... no creo que llegara al mes de vida. Permanecimos observando y riéndole las gracias al inofensivo animalito. Pero, tras una de sus piruetas, se giró panza arriba... de forma que pudimos ver las pulgas correteando y danzando por su pancita. Por ello, dándole la espalda al pulgoso felino, nos fuimos, rumbo a la paraeta, como hacía 5 minutos.
Compramos gominolas, chicles de menta, pica-pica, etc. ¡Cómo nos íbamos a poner con todos aquellos ricos dulces...!
A nuestro regreso, ¡ay Dios, que sustillo!, el condenado gato nos estaba esperando en la puerta del patio donde debíamos esperar a los mayores. El pulgoso animal se puso en pie al vernos. Quisimos pasar de él, y subir a casa: pretendíamos esperar a los adultos, arriba. Pero sin entender, el gato nos seguía escaleras arriba. Ya se cansaría, pensábamos, vivíamos en un quinto piso.
Sin embargo, en el segundo rellano nos topamos con nuestros mayores. A toda prisa, les contamos lo sucedido. A ellos pareció no preocuparles mucho un gato, cuyas pulgas, garrapatas, o yo qué sé la clase de bichos, pudiesen ser apreciadas a simple vista:
- ¡Vale, ya es hora de iniciar el viaje! ¡Para abajo todos! ¡A cargar el equipaje!.
- Uno de los adultos abrió una de las portezuelas laterales del coche para que entraran los niños. Pero el gato parecía dispuestísimo a venirse con nosotros, pues tras los dos pequeños, se aupó, para subir al coche. Fue la abuelita, quien dando una palmada, lo asustó haciéndolo retroceder, de un brinco. ¡Aquella hazaña, de la abuela, nos resultó superdivertida!.
Mis abuelos paternos llegaron entonces, para despedirnos. Mientras nos despedíamos. prometiendo llamar al llegar, para su tranquilidad, mi padre arrancó el coche. Todos alucinábamos viendo, al jodido gato subido sobre el capó del coche, dispuesto a viajar.
Mayte P. V. |
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Fui consciente de mi carcajada. Aquel hombre me había mostrado que debe ser, y será, siempre, bien recordado, por quienes lo vivimos, junto a ella. En ese momento, aquel, digamos, ángel, me quitó las manos de los ojos, que aún tardé unos minutos en poder abrir. Y mientras se disculpaba, por el susto, que él propició en un primer momento, iba retirándose de mí... Entonces apareció en mi mente... así... como por arte de magia, la respuesta, que ese ángel, tan desesperadamente buscaba... Se arrodilló junto al río, donde ayudándose con sus manos, bebió. Aprovechando su distracción, tomé yo el control de la palabra, y se la ofrecí, sin omitir nada:
- ¡La experiencia sólo puede ser criticada por la experiencia, de igual, o mayor, convicción!.
Y, dándome las gracias, ensilló su hermoso Pegaso, y se fue... hasta otra, según dijo.
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He de añadir que en ningún momento el gatito sufrió ningún tipo de maltrato. Sólo hay que pensar en las fuerzas de una mujer de 70 años y en su cariño hacia los animales por haber pasado toda su vida entre ellos... con lo cual, la idea maltratadora carece de sentido. Simplemente, el gato huyó por miedo: Se llevó tres sustos... y ya no quiso un cuarto.
(FIN)
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Gracias, Mayte.
ResponderEliminarUn abrazo
Miguel-A.